CONTENIDO
1. Trabajo asalariado y capital
1. Trabajo asalariado y capital
1. Trabajo asalariado y capital
(1849)
C. Marx
2. el 18 Brumario de Luis Bonaparte
2. el 18 Brumario de Luis Bonaparte
1. Trabajo asalariado y capital
(1849)
C. Marx
Escrito: Texto de Marx, en 1849;
Introducción de Engels, en 1891.
Primera Edición: "Neue Rheinische Zeitung. Organ der Demokratie" (Nueva Gaceta del Rin. Organo de la Democracia), del 5, 6, 7, 8 y 11 de abril de 1849 y en folleto aparte, bajo la redacción y con un prefacio de F. Engels, en Berlín, en 1891. Fuente: Biblioteca Virtual Espartaco. Esta Edición: Marxists Internet Archive, 2000. |
De diversas partes se nos ha reprochado
el que no hayamos expuesto las relaciones económicas que forman la base material de la lucha de clases y de las luchas
nacionales de nuestros días. Sólo hemos examinado intencionadamente estas
relaciones allí donde se imponían directamente en las colisiones políticas.
Tratábase, principalmente, de seguir la
lucha de clases en la historia cotidiana, y demostrar empíricamente, con los
materiales históricos existentes y con los que iban apareciendo todos los días,
que con el sojuzgamiento de la clase obrera, protagonista de febrero y marzo,
fueron vencidos, al propio tiempo, sus adversarios: en Francia, los republicanos
burgueses, y en todo el continente europeo, las clases burguesas y campesinas
en lucha contra el absolutismo feudal; que el triunfo de la «república honesta»
en Francia fue, al mismo tiempo, la derrota de las naciones que habían
respondido a la revolución de febrero con heroicas guerras de independencia; y,
finalmente, que con la derrota de los obreros revolucionarios, Europa ha vuelto
a caer bajo su antigua doble esclavitud: la esclavitud anglo-rusa. La batalla de junio en París, la caída de Viena, la tragicomedia del
noviembre berlinés de 1848, los esfuerzos desesperados de Polonia, Italia y
Hungría, el sometimiento de Irlanda por el hambre: tales fueron los
acontecimientos principales en que se resumió la lucha europea de clases entre
la burguesía y la clase obrera, y a través de los cuales hemos demostrado que
todo levantamiento revolucionario, por muy alejada que parezca estar su meta de
la lucha de clases, tiene necesariamente que fracasar mientras no triunfe la
clase obrera revolucionaria, que toda reforma social no será más que una utopía
mientras la revolución proletaria y la contrarrevolución feudal no midan sus
armas en una guerra mundial. En nuestra
descripción lo mismo que en la realidad, Bélgica y Suiza eran estampas de género, caricaturescas y tragicómicas en el gran cuadro
histórico: una, el Estado modelo de la monarquía burguesa; la otra, el Estado
modelo de la república burguesa, y ambas, Estados que se hacen la ilusión de
estar tan libres de la, lucha de clases como de la revolución europea.
Ahora que nuestros lectores han visto
ya desarrollarse la lucha de clases, durante el año 1848, en formas políticas
gigantescas, ha llegado el momento de analizar más de cerca las relaciones
económicas en que descansan por igual la existencia de la burguesía y su
dominación de clase, así como la esclavitud de los obreros.
Expondremos en tres grandes apartados:
1) La relación entre el trabajo asalariado y el capital, la esclavitud del obrero, la
dominación del capitalista.
2) La inevitable ruina,
bajo el sistema actual, de las clases medias burguesas y del llamado estamento
campesino.
3) El sojuzgamiento y la
explotación comercial de las clases burguesas de las distintas naciones
europeas por Inglaterra, el déspota del mercado mundial.
Nos esforzaremos por conseguir que
nuestra exposición sea lo más sencilla y popular posible, sin dar por supuestas
ni las nociones más elementales de la Economía Política. Queremos que los
obreros nos entiendan. Además, en Alemania reinan una ignorancia y una confusión
de conceptos verdaderamente asombrosas acerca de las relaciones económicas más
simples, que van desde los defensores patentados del orden de cosas existente
hasta los taumaturgos socialistas y los genios políticos incomprendidos, que en la
desmembrada Alemania abundan todavía más que los «padres de la Patria».
Pasemos, pues, al primer problema:
¿Qué es el salario? ¿Cómo se determina?
Si preguntamos a los obreros qué
salario perciben, uno nos contestará: «Mi burgués me paga un marco por la
jornada de trabajo»; el otro: «Yo recibo dos marcos», etc. Según las distintas
ramas del trabajo a que pertenezcan, nos indicarán las distintas cantidades de
dinero que los burgueses respectivos les pagan por la ejecución de una tarea
determinada, v.gr., por tejer una vara de lienzo o por componer un pliego de
imprenta. Pero, pese a la diferencia de datos, todos coinciden en un punto: el
salario es la cantidad de dinero que el capitalista paga por un determinado
tiempo de trabajo o por la ejecución de una tarea determinada.
Por tanto, diríase que el capitalista
les compra con dinero el trabajo de los obreros. Estos le venden por dinero su trabajo. Pero esto no es
más que la apariencia. Lo que en realidad venden los obreros al capitalista por
dinero es su fuerza de trabajo. El capitalista compra esta fuerza de trabajo por un día, una
semana, un mes, etc. Y, una vez comprada, la consume, haciendo que los obreros
trabajen durante el tiempo estipulado. Con el mismo dinero con que les compra
su fuerza de trabajo, por ejemplo, con los dos marcos, el capitalista podría
comprar dos libras de azúcar o una determinada cantidad de otra mercancía
cualquiera. Los dos marcos con los que compra dos libras de azúcar son el precio de las dos libras de azúcar. Los dos
marcos con los que compra doce horas de uso de la fuerza de trabajo son el
precio de un trabajo de doce horas. La fuerza de trabajo es, pues, una
mercancía, ni más ni menos que el azúcar. Aquélla se mide con el reloj, ésta,
con la balanza.
Los obreros cambian su mercancía, la
fuerza de trabajo, por la mercancía del capitalista, por el dinero y este
cambio se realiza guardándose una determinada proporción: tanto dinero por
tantas horas de uso de la fuerza de trabajo. Por tejer durante doce horas, dos
marcos. Y estos dos marcos, ¿no representan todas las demás mercancías que
pueden adquirirse por la misma cantidad de dinero? En realidad, el obrero ha
cambiado su mercancía, la fuerza de trabajo, por otras mercancías de todo
género, y siempre en una determinada proporción. Al entregar dos marcos, el
capitalista le entrega, a cambio de su jornada de trabajo, la cantidad
correspondiente de carne, de ropa, de leña, de luz, etc. Por tanto, los dos
marcos expresan la proporción en que la fuerza de trabajo se cambia por otras
mercancías, o sea el valor de cambio de la fuerza de trabajo. Ahora bien, el valor de cambio de una
mercancía, expresado en dinero, es precisamente su precio. Por consiguiente, el salario no es más que un nombre especial con que se designa el precio de la
fuerza de trabajo, o lo que suele llamarse precio del trabajo, el nombre especial
de esa peculiar mercancía que sólo toma cuerpo en la carne y la sangre del
hombre.
Tomemos un obrero cualquiera, un
tejedor, por ejemplo. El capitalista le suministra el telar y el hilo. El
tejedor se pone a trabajar y el hilo se convierte en lienzo. El capitalista se
adueña del lienzo y lo vende en veinte marcos, por ejemplo. ¿Acaso el salario
del tejedor representa una parte del lienzo, de los veinte marcos, del producto de su trabajo? Nada de
eso. El tejedor recibe su salario mucho antes de venderse el lienzo, tal vez
mucho antes de que haya acabado el tejido. Por tanto, el capitalista no paga
este salario con el dinero que ha de obtener del lienzo, sino de un fondo de
dinero que tiene en reserva. Las mercancías entregadas al tejedor a cambio de
la suya, de la fuerza de trabajo, no son productos de su trabajo, del mismo modo
que no lo son el telar y el hilo que el burgués le ha suministrado. Podría
ocurrir que el burgués no encontrase ningún comprador para su lienzo. Podría
ocurrir también que no se reembolsase con el producto de su venta ni el salario
pagado. Y puede ocurrir también que lo venda muy ventajosamente, en comparación
con el salario del tejedor. Al tejedor todo esto le tiene sin cuidado. El
capitalista, con una parte de la fortuna de que dispone, de su capital, compra
la fuerza de trabajo del tejedor, exactamente lo mismo que con otra parte de la
fortuna ha comprado las materias primas —el hilo— y el instrumento de trabajo
—el telar—. Una vez hechas estas compras, entre las que figura la de la fuerza
de trabajo necesaria para elaborar el lienzo, el capitalista produce ya con materias primas e instrumentos de trabajo de su exclusiva
pertenencia. Entre los instrumentos de trabajo va incluido también, naturalmente,
nuestro buen tejedor, que participa en el producto o en el precio del producto
en la misma medida que el telar; es decir, absolutamente en nada.
Por tanto, el salario no es la parte
del obrero en la mercancía por él producida. El salario es la parte de la
mercancía ya existente, con la que el capitalista compra una determinada
cantidad de fuerza de trabajo productiva.
La fuerza de trabajo es, pues, una
mercancía que su propietario, el obrero asalariado, vende al capital. ¿Para qué
la vende? Para vivir.
Ahora bien, la fuerza de trabajo en
acción, el trabajo mismo, es la propia actividad vital del obrero, la manifestación
misma de su vida. Y esta actividad vital la vende a otro para asegurarse los medios de vida necesarios. Es decir, su actividad vital no es para él más que un medio
para poder existir. Trabaja para vivir. El obrero ni siquiera considera el trabajo
parte de su vida; para él es más bien un sacrificio de su vida. Es una
mercancía que ha adjudicado a un tercero. Por eso el producto de su actividad
no es tampoco el fin de esta actividad. Lo que el obrero produce para sí no es
la seda que teje ni el oro que extrae de la mina, ni el palacio que edifica. Lo
que produce para sí mismo es el salario; y la seda, el oro y
el palacio se reducen para él a una determinada cantidad de medios de vida, si
acaso a una chaqueta de algodón, unas monedas de cobre y un cuarto en un
sótano. Y para el obrero que teje, hila, taladra, tornea, construye, cava,
machaca piedras, carga, etc., por espacio de doce horas al día, ¿son estas doce
horas de tejer, hilar, taladrar, tornear, construir, cavar y machacar piedras
la manifestación de su vida, su vida misma? Al contrario. Para él, la vida
comienza allí donde terminan estas actividades, en la mesa de su casa, en el
banco de la taberna, en la cama. Las doce horas de trabajo no tienen para él
sentido alguno en cuanto a tejer, hilar, taladrar, etc., sino solamente como
medio para ganar el dinero que le permite sentarse a la mesa o en el banco de la taberna
y meterse en la cama. Si el gusano de seda hilase para ganarse el sustento como
oruga, sería un auténtico obrero asalariado. La fuerza de trabajo no ha sido
siempre una mercancía. El trabajo no ha
sido siempre trabajo asalariado, es decir, trabajo libre. El esclavo no vendía su fuerza de trabajo al
esclavista, del mismo modo que el buey no vende su trabajo al labrador. El
esclavo es vendido de una vez y para siempre, con su fuerza de trabajo, a su
dueño. Es una mercancía que puede pasar de manos de un dueño a manos de otro.
El es una mercancía, pero su fuerza de trabajo no es una mercancía suya. El siervo de la gleba sólo vende una parte de su fuerza de trabajo. No es él quien obtiene un
salario del propietario del suelo; por el contrario, es éste, el propietario
del suelo, quien percibe de él un tributo.
El siervo de la gleba es un atributo
del suelo y rinde frutos al dueño de éste. En cambio, el obrero libre se vende él mismo y además, se vende en
partes. Subasta 8, 10, 12, 15 horas de su vida, día tras día, entregándolas al
mejor postor, al propietario de las materias primas, instrumentos de trabajo y
medios de vida; es decir, al capitalista. El obrero no pertenece a ningún
propietario ni está adscrito al suelo, pero las 8, 10, 12, 15 horas de su vida
cotidiana pertenecen a quien se las compra. El obrero, en cuanto quiera, puede
dejar al capitalista a quien se ha alquilado, y el capitalista le despide
cuando se le antoja, cuando ya no le saca provecho alguno o no le saca el
provecho que había calculado. Pero el obrero, cuya única fuente de ingresos es
la venta de su fuerza de trabajo, no puede desprenderse de toda la clase de los compradores, es decir, de la clase de los capitalistas, sin renunciar a su existencia. No
pertenece a tal o cual capitalista, sino a la clase capitalista en conjunto, y es incumbencia suya encontrar un
patrono, es decir, encontrar dentro de esta clase capitalista un comprador.
Antes de pasar a examinar más de cerca
la relación entre el capital y el trabajo asalariado, expondremos brevemente
los factores más generales que intervienen en la determinación del salario.
El salario es, como hemos visto, el precio de una determinada mercancía, de la fuerza de trabajo. Por tanto, el
salario se halla determinado por las mismas leyes que determinan el precio de
cualquier otra mercancía.
Ahora bien, nos preguntamos: ¿Cómo
se determina el precio de una mercancía?
¿Qué es lo que determina el precio de
una mercancía?
Es la competencia entre compradores y
vendedores, la relación entre la demanda y la oferta, entre la apetencia y la
oferta. La competencia que determina el precio de una mercancía tiene tres aspectos.
La misma mercancía es ofrecida por
diversos vendedores. Quien venda mercancías de igual calidad a precio más
barato, puede estar seguro de que eliminará del campo de batalla a los demás
vendedores y se asegurará mayor venta. Por tanto, los vendedores se disputan mutuamente
la venta, el mercado. Todos quieren vender, vender lo más que puedan, y, si es
posible, vender ellos solos, eliminando a los demás. Por eso unos venden más
barato que otros. Tenemos, pues, una competencia entre
vendedores, que abarata el precio de lasmercancías puestas a la venta.
Pero hay también una competencia entre compradores, que a su vez, hace subir el precio de las mercancías puestas a
la venta.
Y, finalmente, hay la competencia entre compradores y vendedores; unos quieren
comprar lo más barato posible, otros vender lo más caro que puedan. El
resultado de esta competencia entre compradores y vendedores dependerá de la
relación existente entre los dos aspectos de la competencia mencionada más
arriba; es decir, de que predomine la competencia entre las huestes de los
compradores o entre las huestes de los vendedores. La industria lanza al campo
de batalla a dos ejércitos contendientes, en las filas de cada uno de los
cuales se libra además una batalla intestina. El ejército cuyas tropas se pegan
menos entre sí es el que triunfa sobre el otro.
Supongamos que en el mercado hay 100
balas de algodón y que existen compradores para 1.000 balas. En este caso, la
demanda es, como vemos, diez veces mayor que la oferta. La competencia entre
los compradores será, por tanto, muy grande; todos querrán conseguir una bala,
y si es posible las cien. Este ejemplo no es ninguna suposición arbitraria. En
la historia del comercio hemos asistido a períodos de mala cosecha algodonera,
en que unos cuantos capitalistas coligados pugnaban por comprar, no ya cien
balas, sino todas las reservas de algodón de la tierra. En el caso que citamos,
cada comprador procurará, por tanto, desalojar al otro, ofreciendo un precio
relativamente mayor por cada bala de algodón. Los vendedores, que ven a las
fuerzas del ejército enemigo empeñadas en una rabiosa lucha intestina y que
tienen segura la venta de todas sus cien balas, se guardarán muy mucho de irse
a las manos para hacer bajar los precios del algodón, en un momento en que sus enemigos
se desviven por hacerlos subir. Se hace, pues, a escape, la paz entre las
huestes de los vendedores. Estos se enfrentan como un solo hombre con los compradores, se cruzan
olímpicamente de brazos. Y sus exigencias no tendrían límite si no lo tuvieran,
y muy concreto, hasta las ofertas de los compradores más insistentes.
Por tanto, cuando la oferta de una
mercancía es inferior a su demanda, la competencia entre los vendedores queda
anulada o muy debilitada. Y en la medida en que se atenúa esta competencia,
crece la competencia entablada entre los compradores. Resultado: alza más o
menos considerable de los precios de las mercancías.
Con mayor frecuencia se da, como es
sabido, el caso inverso, y con inversos resultados: exceso considerable de la oferta
sobre la demanda; competencia desesperada entre los vendedores; falta de
compradores; lanzamiento de las mercancías al malbarato.
Pero, ¿qué significa eso del alza y la
baja de los precios? ¿Qué quiere decir precios altos y precios bajos? Un grano
de arena es alto si se le mira al microscopio, y, comparada con una montaña.
una torre resulta baja. Si el precio está determinado por la relación entre la
oferta y la demanda, ¿qué es lo que determina esta relación entre la oferta y
la demanda?
Preguntemos al primer burgués que nos
salga al paso. No separará a meditar ni un instante, sino que, cual nuevo
Alejandro Magno, cortará este nudo metafísico [1] con la tabla de multiplicar. Nos dirá: si el fabricar la mercancía que
vendo me ha costado cien marcos y la vendo por 110 —pasado un año, se
entiende—, esta ganancia es una ganancia moderada, honesta y decente. Si
obtengo, a cambio de esta mercancía, 120, 130 marcos, será ya una ganancia
alta; y si consigo hasta 200 marcos, la ganancia será extraordinaria, enorme.
¿Qué es lo que le sirve a nuestro burgués de criterio para medir la ganancia?
El coste de producción de su mercancía. Si a cambio de esta mercancía obtiene una cantidad de
otras mercancías cuya producción ha costado menos, pierde. Si a cambio de su
mercancía obtiene una cantidad de otras mercancías cuya producción ha costado
más, gana. Y calcula la baja o el alza de su ganancia por los grados que el
valor de cambio de su mercancía acusa por debajo o por encima de cero, por
debajo o por encima del coste de producción.
Hemos visto que la relación variable
entre la oferta y la demanda lleva aparejada tan pronto el alza como la baja de
los precios determina tan pronto precios altos como precios bajos. Si el precio
de una mercancía sube considerablemente, porque la oferta baje o porque crezca
desproporcionadamente la demanda, con ello necesariamente bajará en proporción
el precio de cualquier otra mercancía, pues el precio de una mercancía no hace
más que expresar en dinero la proporción en que otras mercancías se entregan a
cambio de ella. Si, por ejemplo, el precio de una vara de seda sube de cinco
marcos a seis, bajará el precio de la plata en relación con la seda, y asimismo
disminuirá, en proporción con ella, el precio de todas las demás mercancías que
sigan costando igual que antes. Para obtener la misma cantidad de seda ahora
habrá que dar a cambio una cantidad mayor de aquellas otras mercancías. ¿Qué
ocurrirá al subir el precio de una mercancía? Una masa de capitales afluirá a
la rama industrial floreciente, y esta afluencia de capitales al campo de la
industria favorecida durará hasta que arroje las ganancias normales; o más
exactamente, hasta que el precio de sus productos descienda, empujado por la
superproducción, por debajo del coste de producción.
Y viceversa. Si el precio de una
mercancía desciende por debajo de su coste de producción, los capitales se
retraerán de la producción de esta mercancía. Exceptuando el caso en que una
rama industrial no corresponda ya a la época, y, por tanto, tenga que
desaparecer, esta huida de los capitales irá reduciendo la producción de
aquella mercancía, es decir, su oferta, hasta que corresponda a la demanda, y,
por tanto, hasta que su precio vuelva a levantarse al nivel de su coste de
producción, o, mejor dicho, hasta que la oferta sea inferior a la demanda; es
decir, hasta que su precio rebase nuevamente su coste de producción, pues el precio corriente de una mercancía es siempre inferior o superior
a su coste de producción.
Vemos que los capitales huyen o afluyen
constantemente del campo de una industria al de otra. Los precios altos
determinan una afluencia excesiva, y los precios bajos, una huida exagerada.
Podríamos demostrar también, desde otro
punto de vista, cómo el coste de producción determina, no sólo la oferta, sino
también la demanda. Pero esto nos desviaría demasiado de nuestro objetivo.
Acabamos de ver cómo las oscilaciones
de la oferta y la demanda vuelven a reducir siempre el precio de una mercancía
a su coste de producción. Es cierto que el precio real de una
mercancía es siempre superior o inferior al coste de producción, pero el alza y
la baja se compensan mutuamente, de tal modo que, dentro de un
determinado período de tiempo, englobando en el cálculo el flujo y el reflujo
de la industria, puede afirmarse que las mercancías se cambian unas por otras
con arreglo a su coste de producción, y su precio se determina,
consiguientemente, por aquél.
Esta determinación del precio por el
coste de producción no debe entenderse en el sentido en que la entienden los
economistas. Los economistas dicen que el precio medio de las mercancías equivale al coste de producción; que esto es la ley. Ellos consideran como obra del azar el movimiento anárquico en que el
alza se nivela con la baja y ésta con el alza. Con el mismo derecho podría
considerarse, como lo hacen en efecto otros economistas, que estas oscilaciones
son la ley, y la determinación del precio por el coste de producción, fruto del
azar. En realidad, si se las examina de cerca. se ve que estas oscilaciones
acarrean las más espantosas desolaciones y son como terremotos que hacen
estremecerse los fundamentos de la sociedad burguesa. son las únicas que en su
curso determinan el precio por el coste de producción. El movimiento conjunto
de este desorden es su orden. En el transcurso de esta anarquía industrial, en
este movimiento cíclico, la concurrencia se encarga de compensar, como si
dijésemos, una extravagancia con otra.
Vemos, pues, que el precio de una
mercancía se determina por su coste de producción, de modo que las épocas en
que el precio de esta mercancía rebasa el coste de producción se compensan con
aquellas en que queda por debajo de este coste de producción, y viceversa.
Claro está que esta norma no rige para un producto industrial concreto, sino
solamente para la rama industrial entera. No rige tampoco, por tanto, para un
solo industrial, sino únicamente para la clase entera de los industriales.
La determinación del precio por el
coste de producción equivale a la determinación del precio por el tiempo de
trabajo necesario para la producción de una mercancía, pues el coste de
producción está formado:
1) por las materias primas y el
desgaste de los instrumentos, es decir, por productos industriales cuya
fabricación ha costado una determinada cantidad de jornadas de trabajo y que
representan, por tanto, una determinada cantidad de tiempo de trabajo. y
2) por el trabajo directo; cuya medida
es también el tiempo.
Las mismas leyes generales que regulan
el precio de las mercancías en general regulan también, naturalmente, el salario, el precio del trabajo.
La remuneración del trabajo subirá o
bajará según la relación entre la demanda y la oferta, según el cariz que
presente la competencia entre los compradores de la fuerza de trabajo, los
capitalistas, y los vendedores de la fuerza de trabajo, los obreros. A las
oscilaciones de los precios de las mercancías en general les corresponden las
oscilaciones del salario.Pero, dentro de estas oscilaciones, el precio del
trabajo se hallará determinado por el coste de producción, por el tiempo de
trabajo necesario para producir esta mercancía, que es la fuerza de trabajo.
Ahora bien, ¿cuál es el coste de
producción de la fuerza de trabajo?
Es lo que cuesta sostener al obrero
como tal obrero y educarlo para este oficio.
Por tanto, cuanto menos tiempo de
aprendizaje exija un trabajo, menor será el coste de producción del obrero, más
bajo el precio de su trabajo, su salario. En las ramas industriales que no
exigen apenas tiempo de aprendizaje, bastando con la mera existencia corpórea
del obrero, el coste de producción de éste se reduce casi exclusivamente a las
mercancías necesarias para que aquél pueda vivir en condiciones de trabajar. Por
tanto, aquí el precio de su trabajo estará determinado por el precio de los medios
de vida indispensables.
Pero hay que tener presente, además,
otra circunstancia.
El fabricante, al calcular su coste de
producción, y con arreglo a él el precio de los productos, incluye en el
cálculo el desgaste de los instrumentos de trabajo. Si una máquina le cuesta,
por ejemplo, mil marcos y se desgasta totalmente en diez años, agregará cien
marcos cada año al precio de las mercancías fabricadas, para, al cabo de los diez
años, poder sustituir la máquina ya agotada, por otra nueva. Del mismo modo hay
que incluir en el coste de producción de la fuerza de trabajo simple el coste
de procreación que permite a la clase obrera estar en condiciones de
multiplicarse y de reponer los obreros agotados por otros nuevos. El desgaste
del obrero entra, por tanto, en los cálculos, ni más ni menos que el desgaste
de las máquinas.
Por tanto, el coste de producción de la
fuerza de trabajo simple se cifra siempre en los gastos de existencia y reproducción del obrero. El precio de este
coste de existencia y reproducción es el que forma el salario. El salario así
determinado es lo que se llama el salario mínimo. Al igual que la
determinación del precio de las mercancías en general por el coste de
producción, este salario mínimo no rige para el individuo, sino para la especie. Hay obreros,
millones de obreros, que no ganan lo necesario para poder vivir y procrear;pero
el salario de la clase obrera en conjunto se nivela, dentro de sus oscilaciones, sobre la base de este mínimo.
Ahora, después de haber puesto en claro
las leyes generales que regulan el salario, al igual que el precio de cualquier
otra mercancía, ya podemos entrar de un modo más concreto en nuestro tema.
El capital está formado por materias
primas, instrumentos de trabajo y medios de vida de todo género que se emplean
para producir nuevas materias primas, nuevos instrumentos de trabajo y nuevos
medios de vida. Todas estas partes integrantes del capital son hijas del trabajo,
productos del trabajo, trabajo acumulado. El trabajo
acumulado que sirve de medio de nueva producción es el capital.
Así dicen los economistas.
¿Qué es un esclavo negro? Un hombre de
la raza negra. Una explicación vale tanto como la otra.
Un negro es un negro. Sólo en
determinadas condiciones se convierte en esclavo. Una máquina de hilar algodón
es una máquina para hilar algodón. Sólo en determinadas condiciones se
convierte en capital. Arrancada a estas
condiciones, no tiene nada de capital, del mismo modo que el oro no es de por sí dinero, ni el azúcar el precio del azúcar.
En la producción, los hombres no actúan
solamente sobre la naturaleza, sino que actúan también los unos sobre los
otros. No pueden producir sin asociarse de un cierto modo, para actuar en común
y establecer un intercambio de actividades. Para producir los hombres contraen
determinados vínculos y relaciones, y a través de estos vínculos y relaciones
sociales, y sólo a través de ellos, es cómo se relacionan con la naturaleza y
cómo se efectúa la producción.
Estas relaciones sociales que contraen
los productores entre sí, las condiciones en que intercambian sus actividades y
toman parte en el proceso conJunto de la producción variarán, naturalmente
según el carácter de los medios de producción. Con la invención de un nuevo
instrumento de guerra, el arma de fuego, hubo de cambiar forzosamente toda la
organización interna de los ejércitos. cambiaron las relaciones dentro de las
cuales formaban los individuos un ejército y podían actuar como tal, y cambió
también la relación entre los distintos ejércitos.
Las relaciones sociales en las que los
individuos producen, las relaciones sociales de producción,
cambian, por tanto, se transforman, al cambiar y desarrollarse los medios
materiales de producción, las fuerzas productivas. Las relaciones de producción forman en conjunto lo que se llaman las
relaciones sociales, la sociedad, y concretamente, una sociedad con un
determinado grado de desarrollo histórico, una sociedad de carácter peculiar y
distintivo. La sociedad antigua, la sociedad feudal, la sociedad burguesa, son otros tantos
conjuntos de relaciones de producción, cada uno de los cuales representa, a la
vez, un grado especial de desarrollo en la historia de la humanidad.
También el capital es una relación social de producción. Es una relación burguesa de producción, una relación de producción de la
sociedad burguesa. Los medios de vida, los instrumentos de trabajo, las
materias primas que componen el capital, ¿no han sido producidos y acumulados
bajo condiciones sociales dadas, en determinadas relaciones sociales? ¿No se
emplean para un nuevo proceso de producción bajo condiciones sociales dadas, en
determinadas relaciones sociales? ¿Y no es precisamente este carácter social
determinado el que convierte en capital los productos destinados a la nueva producción?
El capital no se compone solamente de
medios de vida, instrumentos de trabajo y materias primas, no se compone
solamente de productos materiales; se compone igualmente devalores de cambio.
Todos los productos que lo integran son mercancías. El capital no es,
pues, solamente una suma de productos materiales; es una suma de mercancías, de
valores de cambio, de magnitudes sociales.
El capital sigue siendo el mismo,
aunque sustituyamos la lana por algodón, el trigo por arroz, los ferrocarriles
por vapores, a condición de que el algodón, el arroz y los vapores —el cuerpo
del capital— tengan el mismo valor de cambio, el mismo precio que la lana, el
trigo y los ferrocarriles en que antes se encarnaba. El cuerpo del capital es
susceptible de cambiar constantemente, sin que por eso sufra el capital la
menor alteración.
Pero, si todo capital es una suma de
mercancías, es decir, de valores de cambio, no toda suma de mercancías, de
valores de cambio, es capital.
Toda suma de valores de cambio es un
valor de cambio. Todo valor de cambio concreto es una suma de valores de
cambio. Por ejemplo, una casa que vale mil marcos es un valor de cambio de mil
marcos. Una hoja de papel que valga un pfennig, es una suma de valores de
cambio de fennig.
Los productos susceptibles de ser
cambiados por otros productos son mercancías. La proporción
concreta en que pueden cambiarse constituye su valor de cambio, o, si se expresa en dinero, su precio. La cantidad de estos productos no altera para nada su destino de
mercancías, de ser un valor de cambio o de tener un determinado precio. Sea
grande o pequeño, un árbol es siempre un árbol. Por el hecho de cambiar hierro
por otros productos en medias onzas o en quintales, ¿cambia su carácter de
mercancía, de valor de cambio? Lo único que hace el volumen es dar a una
mercancía mayor o menor valor, un precio más alto o más bajo.
Ahora bien, ¿cómo se convierte en
capital una suma de mercancías, de valores de cambio?
Por el hecho de que, en cuanto fuerza social independiente, es decir, en
cuanto fuerza en poder de una parte de la sociedad, se conserva y
aumenta por medio del intercambio con la fuerza de trabajo
inmediata, viva. La existencia de una clase que no posee nada más que su capacidad de
trabajo es una premisa necesaria para que exista el capital.
Sólo el dominio del trabajo acumulado,
pretérito, materializado sobre el trabajo inmediato, vivo, convierte el trabajo
acumulado en capital.
El capital no consiste en que el trabajo
acumulado sirva al trabajo vivo como medio para nueva producción. Consiste en
que el trabajo vivo sirva al trabajo acumulado como medio para conservar y
aumentar su valor de cambio.
¿Qué acontece en el intercambio entre
el capitalista y el obrero asalariado?
El obrero obtiene a cambio de su fuerza
de trabajo medios de vida, pero, a cambio de estos medios de vida de su
propiedad, el capitalista adquiere trabajo, la actividad productiva del obrero,
la fuerza creadora con la cual el obrero no sólo repone lo que consume, sino
que da al trabajo acumulado un mayor valor
del que antes poseía. El obrero recibe del capitalista una parte de los medios de vida
existentes. ¿Para qué le sirven estos medios de vida? Para su consumo
inmediato. Pero, al consumir los medios de vida de que dispongo, los pierdo
irreparablemente, a no ser que emplee el tiempo durante el cual me mantienen
estos medios de vida en producir otros, en crear con mi trabajo, mientras los
consumo, en vez de los valores destruidos al consumirlos, otros nuevos. Pero
esta noble fuerza reproductiva del trabajo es precisamente la que el obrero
cede al capital, a cambio de los medios de vida que éste le entrega. Al
cederla, se queda, pues, sin ella.
Pongamos un ejemplo. Un granjero abona
a su jornalero cinco silbergroschen por día. Por los cinco silbergroschen el
jornalero trabaja la tierra del granjero durante un día entero, asegurándole
con su trabajo un ingreso de diez silbergroschen. El granjero no sólo recobra
los valores que cede al jornalero, sino que los duplica. Por tanto, invierte,
consume de un modo fecundo, productivo. los cinco silbergroschen que paga al
jornalero. Por estos cinco silbergroschen compra precisamente el trabajo y la
fuerza del jornalero, que crean productos del campo por el doble de valor y
convierten los cinco silbergroschen en diez. En cambio, el jornalero obtiene en
vez de su fuerza productiva, cuyos frutos ha cedido al granjero, cinco
silbergroschen, que cambia por medios de vida, los cuales se han consumido de
dos modos: reproductivamente para el capital, puesto que éste los cambia por una fuerza de trabajo [*] que produce diez silbergroschen; improductivamente para el obrero, pues los cambia por medios de vida que desaparecen para
siempre y cuyo valor sólo puede recobrar repitiendo el cambio anterior con el
granjero. Por consiguiente, el capital presupone
el trabajo asalariado, y éste, el capital. Ambos se condicionan
y se engendran recíprocamente.
Un obrero de una fábrica algodonera
¿produce solamente tejidos de algodón? No, produce capital. Produce valores que
sirven de nuevo para mandar sobre su trabajo y crear, por medio de éste, nuevos
valores.
El capital sólo puede aumentar
cambiándose por fuerza de trabajo, engendrando el trabajo asalariado. Y la
fuerza de trabajo del obrero asalariado sólo puede cambiarse por capital
acrecentándolo, fortaleciendo la potencia de que es esclava. El aumento del capital es, por tanto, aumento del proletariado, es
decir, de la clase obrera.
El interés del capitalista y del obrero
es, por consiguiente, el mismo, afirman los
burgueses y sus economistas. En efecto, el obrero perece si el capital no le da
empleo. El capital perece si no explota la fuerza de trabajo, y, para
explotarla, tiene que comprarla. Cuanto más velozmente crece el capital
destinado a la producción, el capital productivo, y, por consiguiente, cuanto
más próspera es la industria, cuanto más se enriquece la burguesía, cuanto
mejor marchan los negocios, más obreros necesita el capitalista y más caro se
vende el obrero.
Por consiguiente, la condición
imprescindible para que la situación del obrero sea tolerable es que crezca con la mayor rapidez posible el capital productivo.
Pero, ¿qué significa el crecimiento del
capital productivo? Significa el crecimiento del poder del trabajo acumulado
sobre el trabajo vivo. El aumento de la dominación de la burguesía sobre la
clase obrera. Cuando el trabajo asalariado produce la riqueza extraña que le
domina, la potencia enemiga suya, el capital, refluyen a él, emanados de éste,
medios de trabajo, es decir, medios de vida, a condición de que se convierta de
nuevo en parte integrante del capital, en palanca que le haga crecer de nuevo
con ritmo acelerado
Decir que los intereses del capital y
los intereses de los obreros son los mismos, equivale simplemente a decir que
el capital y el trabajo asalariado son dos aspectos de una misma relación. El uno se halla condicionado por el otro, como el usurero por el derrochador,
y viceversa.
Mientras el obrero asalariado es obrero
asalariado, su suerte depende del capital. He ahí la tan cacareada comunidad de
intereses entre el obrero y el capitalista.
Al crecer el capital, crece la masa del
trabajo asalariado, crece el número de obreros asalariados; en una palabra, la
dominación del capital se extiende a una masa mayor de individuos. Y,
suponiendo el caso más favorable: al crecer el capital productivo, crece la
demanda de trabajo y crece también, por tanto, el precio del trabajo, el
salario.
Sea grande o pequeña una casa, mientras
las que la rodean son también pequeñas cumple todas las exigencias sociales de
una vivienda, pero, si junto a una casa pequeña surge un palacio, la que hasta
entonces era casa se encoge hasta quedar convertida en una choza. La casa
pequeña indica ahora que su morador no tiene exigencias, o las tiene muy
reducidas; y, por mucho que, en el transcurso de la civilización, su casa gane
en altura, si el palacio vecino sigue creciendo en la misma o incluso en mayor
proporción, el habitante de la casa relativamente pequeña se irá sintiendo cada
vez más desazonado, más descontento, más agobiado entre sus cuatro paredes.
Un aumento sensible del salario
presupone un crecimiento veloz del capital productivo. A su vez, este veloz
crecimiento del capital productivo provoca un desarrollo no menos veloz de
riquezas, de lujo, de necesidades y goces sociales. Por tanto, aunque los goces
del obrero hayan aumentado, la satisfacción social que producen es ahora menor,
comparada con los goces mayores del capitalista, inasequibles para el obrero, y
con el nivel de desarrollo de la sociedad en general. Nuestras necesidades y
nuestros goces tienen su fuente en la sociedad y los medimos,
consiguientemente, por ella, y no por los objetos con que los satisfacemos. Y
como tienen carácter social, son siempre relativos.
El salario no se determina solamente,
en general, por la cantidad de mercancías que pueden obtenerse a cambio de él.
Encierra diferentes relaciones.
Lo que el obrero percibe, en primer
término, por su fuerza de trabajo, es una determinada cantidad de dinero.
¿Acaso el salario se halla determinado exclusivamente por este precio en
dinero?
En el siglo XVI, a consecuencia del
descubrimiento en América de minas más ricas y más fáciles de explotar, aumentó
el volumen de oro y plata que circulaba en Europa. El valor del oro y la plata
bajó, por tanto, en relación con las demás mercancías. Los obreros seguían
cobrando por su fuerza de trabajo la misma cantidad de plata acuñada. El precio
en dinero de su trabajo seguía siendo el mismo, y, sin embargo, su salario
había disminuido, pues a cambio de esta cantidad de plata, obtenían ahora una
cantidad menor de otras mercancías. Fue ésta una de las circunstancias que
fomentaron el incremento del capital y, el auge de la burguesía en el siglo
XVI.
Tomemos otro caso. En el invierno de
1847, a consecuencia de una mala cosecha, subieron considerablemente los
precios de los artículos de primera necesidad: el trigo, la carne, la
mantequilla, el queso, etc. Suponiendo que los obreros hubiesen seguido cobrando
por su fuerza de trabajo la misma cantidad de dinero que antes, ¿no habrían
disminuido sus salarios? Indudablemente. A cambio de la misma cantidad de
dinero obtenían menos pan, menos carne, etc. Sus salarios bajaron, no porque
hubiese disminuido el valor de la plata, sino porque aumentó el valor de los
víveres.
Finalmente, supongamos que la expresión
monetaria del precio del trabajo siga siendo el mismo, mientras que todas las
mercancías agrícolas y manufacturadas bajan de precio, merced a la aplicación
de nueva maquinaria, a la estación más favorable, etc. Ahora, por el mismo
dinero los obreros podrán comprar más mercancías de todas clases. Su salario,
por tanto, habrá aumentado, precisamente por no haberse alterado su valor en
dinero.
Como vemos, la expresión monetaria del
precio del trabajo, el salario nominal, no coincide con el salario real, es
decir, con la cantidad de mercancías que se obtienen realmente a cambio del
salario. Por consiguiente, cuando hablamos del alza o de la baja del salario. no
debemos fijarnos solamente en la expresión monetaria del precio del trabajo, en
el salario nominal.
Pero, ni el salario nominal, es decir,
la suma de dinero por la que el obrero se vende al capitalista, ni el salario
real, o sea, la cantidad de mercancías que puede comprar con este dinero,
agotan las relaciones que encierra el salario.
El salario se halla determinado, además
y sobre todo, por su relación con la ganancia, con el beneficio obtenido por el
capitalista: es un salario relativo, proporcional.
El salario real expresa el precio del
trabajo en relación con el precio de las demás mercancías; el salario relativo
acusa, por el contrario, la parte del nuevo valor creado por el trabajo, que
percibe el trabajo directo, en proporción a la parte del valor que se incorpora
al trabajo acumulado, es decir, al capital.
Decíamos más arriba, en la pág. 14: «El
salario no es la parte del obrero en la mercancía por él producida. El salario
es la parte de la mercancía ya existente, con la que el capitalista compra una
determinada cantidad de fuerza de trabajo productiva. Pero el capitalista tiene
que reponer nuevamente este salario, incluyéndolo en el precio por el que vende
el producto creado por el obrero; y tiene que reponerlo de tal modo, que,
después de cubrir el coste de producción desembolsado, le quede además, por
regla general, un remanente, una ganancia. El precio de venta de la mercancía
producida por el obrero se divide para el capitalista en tres partes: la primera, para reponer el precio desembolsado en comprar materias primas, así
como para reponer el desgaste de las herramientas, máquinas y otros
instrumentos de trabajo adelantados por él; la segunda, para reponer los salarios por él adelantados, y la tercera, el remanente que queda después de saldar las dos partes anteriores, la
ganancia del capitalista. Mientras que la primera parte se limita a reponer valores que ya existían, es evidente que tanto la suma
destinada a reembolsar los salarios abonados como el remanente que forma la
ganancia del capitalista salen en su totalidad del nuevo valor creado por el trabajo del obrero y añadido a las materias primas. En este sentido, podemos considerar
tanto el salario como la ganancia, para compararlos entre sí, como partes del
producto del obrero.
Puede ocurrir que el salario real
continúe siendo el mismo e incluso que aumente, y, no obstante, disminuya el
salario relativo. Supongamos, por ejemplo, que el precio de todos los medios de
vida baja en dos terceras partes, mientras que el salario diario sólo disminuye
en un tercio, de tres marcos a dos, v. gr. Aunque el obrero, con estos dos
marcos, podrá comprar una cantidad mayor de mercancías que antes con tres, su
salario habrá disminuido, en relación con la ganancia obtenida por el
capitalista. La ganancia del capitalista (por ejemplo, del fabricante) ha
aumentado en un marco; es decir, que ahora el obrero, por una cantidad menor de
valores de cambio, que el capitalista le entrega, tiene que producir una
cantidad mayor de estos mismos valores. La parte obtenida por el capital
aumenta en comparación con la del trabajo. La distribución de la riqueza social
entre el capital y el trabajo es ahora todavía más desigual que antes. El
capitalista manda con el mismo capital sobre una cantidad mayor de trabajo. El
poder de la clase de los capitalistas sobre la clase obrera ha crecido, la
situación social del obrero ha empeorado, ha descendido un grado más en
comparación con la del capitalista .
¿Cuál es la ley general que rige el
alza y la baja del salario y la ganancia, en sus relaciones mutuas?
Se hallan en razón inversa. La parte de que se apropia el capital, la ganancia, aumenta en la misma
proporción en que disminuye la parte que le toca al trabajo, el salario, y
viceversa. La ganancia aumenta en la medida en que disminuye el salario y
disminuye en la medida en que éste aumenta.
Se objetará acaso que el capital puede
obtener ganancia cambiando ventajosamente sus productos con otros capitalistas,
cuando aumenta la demanda de su mercancía, sea mediante la apertura de nuevos
mercados, sea al aumentar momentáneamente las necesidades en los mercados
antiguos. etc.; que, por tanto. las ganancias de un capitalista pueden aumentar
a costa de otros capitalistas, independientemente del alza o baja del salario,
del valor de cambio de la fuerza de trabajo; que las ganancias del capitalista
pueden aumentar también mediante el perfeccionamiento de los instrumentos de
trabajo, la nueva aplicación de las fuerzas naturales, etc.
En primer lugar, se reconocerá que el
resultado sigue siendo el mismo, aunque se alcance por un camino inverso. Es
cierto que la ganancia no habrá aumentado porque haya disminuido el salario.
pero el salario habrá disminuido por haber aumentado la ganancia. Con la misma
cantidad de trabajo ajeno, el capitalista compra ahora una suma mayor de
valores de cambio, sin que por ello pague el trabajo más caro; es decir, que el
trabajo resulta peor remunerado, en relación con los ingresos netos que arroja
para el capitalista.
Además, recordamos que, pese a las
oscilaciones de los precios de las mercancías, el precio medio de cada mercancía,
la proporción en que se cambia por otras mercancías, se determina por su coste de producción. Por tanto, los lucros conseguidos por unos
capitalistas a costa de otros dentro de la clase capitalista se nivelan
necesariamente entre sí. El perfeccionamiento de la maquinaria, la nueva
aplicación de las fuerzas naturales al servicio de la producción, permiten
crear en un tiempo de trabajo dado y con la misma cantidad de trabajo y capital
una masa mayor de productos, pero no, ni mucho menos, una masa mayor de valores
de cambio. Si la aplicación de la máquina de hilar me permite fabricar en una
hora el doble de hilado que antes de su invención, por ejemplo, cien libras en
vez de cincuenta, a cambio de estas cien libras de hilado no obtendré a la
larga más mercancías que antes a cambio de las cincuenta, porque el coste de
producción se ha reducido a la mitad o porque, ahora, con el mismo coste puedo
fabricar el doble del producto.
Finalmente, cualquiera que sea la
proporción en que la clase capitalista, la burguesía, bien la de un solo país o
la del mercado mundial entero, se reparta los ingresos netos de la producción,
la suma global de estos ingresos netos no será nunca otra cosa que la suma en
que el trabajo vivo incrementa en bloque el trabajo acumulado. Por tanto, esta
suma global crece en la proporción en que el trabajo incrementa el capital; es
decir, en la proporción en que crece la ganancia, en comparación con el
salario.
Vemos, pues, que, aunque nos
circunscribimos a las relaciones entre el capital y el
trabajo asalariado, los intereses del trabajo asalariado y los del capital son
diametralmente opuestos.
Un aumento rápido del capital equivale
a un rápido aumento de la ganancia. La ganancia sólo puede crecer rápidamente
si el precio del trabajo, el salario relativo, disminuye con la misma rapidez.
El salario relativo puede disminuir aunque aumente el salario real
simultáneamente con el salario nominal, con la expresión monetaria del valor
del trabajo, siempre que éstos no suban en la misma proporción que la ganancia.
Si, por ejemplo, en una época de buenos negocios, el salario aumenta en un
cinco por ciento y la ganancia en un treinta por ciento, el salario relativo,
proporcional, no habrá aumentado, sino disminuido.
Por tanto, si, con el rápido incremento
del capital, aumentan los ingresos del obrero, al mismo tiempo se ahonda el
abismo social que separa al obrero del capitalista, y crece, a la par, el poder
del capital sobre el trabajo, la dependencia de éste con respecto al capital.
Decir que el obrero está interesado en
el rápido incremento del capital, sólo significa que cuanto más aprisa
incrementa el obrero la riqueza ajena, más sabrosas migajas le caen para él,
más obreros pueden encontrar empleo y ser echados al mundo, más puede crecer la
masa de los esclavos sujetos al capital.
Hemos visto, pues:
Que, incluso la situación más favorable para la clase obrera,
el incremento más rápido posible del
capital, por mucho que mejore la vida material del obrero, no suprime el
antagonismo entre sus intereses y los intereses del burgués, los intereses del
capitalista. Ganancia y salario seguirán hallándose, exactamente lo mismo que antes, en razón inversa.
Que si el capital crece rápidamente,
pueden aumentar también los salarios, pero que aumentarán con rapidez incomparablemente
mayor las ganancias del capitalista. La situación material del obrero habrá
mejorado, pero a costa de su situación social. El abismo social que le separa
del capitalista se habrá ahondado.
Y, finalmente:
Que el decir que la condición más favorable
para el trabajo asalariado es el incremento más rápido posible del capital
productivo, sólo significa que cuanto más rápidamente la clase obrera aumenta y
acrecienta el poder enemigo, la riqueza ajena que la domina, tanto mejores
serán las condiciones en que podrá seguir laborando por el incremento de la
riqueza burguesa, por el acrecentamiento del poder del capital, contenta con
forjar ella misma las cadenas de oro con las que le arrastra a remolque la
burguesía.
El incremento del capital productivo y
el aumento del salario, ¿son realmente dos cosas tan inseparablemente
enlazadas como afirman los economistas burgueses? No debemos creerles
simplemente de palabra. No debemos siquiera creerles que cuanto más engorde el
capital, mejor cebado estará el esclavo. La burguesía es demasiado instruida.
demasiado calculadora, para compartir los prejuicios del señor feudal, que
alardeaba con el brillo de sus servidores. Las condiciones de existencia de la
burguesía la obligan a ser calculadora.
Deberemos, pues, investigar más de
cerca lo siguiente: ¿Cómo influye el crecimiento del
capital productivo sobre el salario?
Si crece el capital productivo de la
sociedad burguesa en bloque, se produce una acumulación más multilateral de trabajo. Crece el número y el volumen
de capitales. El aumento del número de capitales hace aumentar la concurrencia entre los capitalistas. El mayor volumen de
los capitales permite lanzar al campo de batalla industrial ejércitos obreros
más potentes, con armas de guerra más gigantescas.
Sólo vendiendo más barato pueden unos
capitalistas desalojar a otros y conquistar sus capitales. Para poder vender
más barato sin arruinarse, tienen que producir mas barato; es decir, aumentar
todo lo posible la fuerza productiva del trabajo. Y lo que sobre todo aumenta
esta fuerza productiva es una mayor división del trabajo, la aplicación en
mayor escala y el constante perfeccionamiento de la maquinaria. Cuanto mayor es el ejército de obreros entre los que se divide el
trabajo, cuanto más gigantesca es la escala en que se aplica la maquinaria, más
disminuye relativamente el coste de producción, más fecundo se hace el trabajo.
De aquí que entre los capitalistas se desarrolle una rivalidad en todos los
aspectos para incrementar la división del trabajo y la maquinaria y explotarlos
en la mayor escala posible.
Si un capitalista, mediante una mayor
división del trabajo, empleando y perfeccionando nuevas máquinas, explotando de
un modo más provechoso y más extenso las fuerzas naturales. encuentra los
medios para fabricar, con la misma cantidad de trabajo o de trabajo acumulado,
una suma mayor de productos, de mercancías, que sus competidores; si, por
ejemplo, en el mismo tiempo de trabajo en que sus competidores tejen media vara
de lienzo. él produce una vara entera, ¿cómo procederá este capitalista?
Podría seguir vendiendo la media vara
de lienzo al mismo precio a que venía cotizándose anteriormente en el mercado,
pero esto no sería el medio más adecuado para desalojar a sus adversarios de la
liza y extender sus propias ventas. Sin embargo, en la misma medida en que se
dilata su producción, se dilata para él la necesidad de mercado. Los medios de
producción, más potentes y más costosos que ha puesto en pie, le permiten vender su mercancía mas barata, pero al
mismo tiempo le obligan a vender más mercancías, a conquistar para
éstas un mercado incomparablemente mayor; por tanto, nuestro
capitalista venderá la media vara de lienzo más barata que sus competidores.
Pero, el capitalista no venderá una
vara entera de lienzo por el mismo precio a que sus competidores venden la
media vara, aunque a él la producción de una vara no le cueste más que a los
otros la media. Si lo hiciese así, no obtendría ninguna ganancia
extraordinaria; sólo recobraría por el trueque el coste de producción. Por
tanto, aunque obtuviese ingresos mayores, éstos provendrían de haber puesto en
movimiento un capital mayor, pero no de haber logrado que su capital aumentase
más que los otros. Además, el fin que persigue, lo alcanza fijando el precio de
su mercancía tan sólo unos puntos más bajo que sus competidores. Bajando el precio, los desaloja y les arrebata por lo menos una
parte del mercado. Y, finalmente, recordamos que el precio corriente es siempre superior o inferior al coste de producción, según que la venta
de una mercancía coincida con la temporada favorable o desfavorable de una rama
industrial. Los puntos que el capitalista, que aplica nuevos y más fecundos
medios de producción, puede añadir a su coste real de producción, al fijar el
precio de su mercancía, dependerán de que el precio de una vara de lienzo en el
mercado sea superior o inferior a su anterior coste habitual de producción.
Pero el privilegio de nuestro capitalista no es de larga
duración; otros capitalistas, en competencia con él, pasan a emplear las mismas
máquinas, la misma división del trabajo y en una escala igual o mayor, hasta
que esta innovación acaba por generalizarse tanto, que el precio del lienzo
queda por debajo, no ya del antiguo, sino incluso de su nuevo coste de producción.
Los capitalistas vuelven a encontrarse,
pues, unos frente a otros, en la misma situación en que se encontraban antes de emplear los nuevos medios de
producción; y si, con estos medios, podían suministrar por el mismo precio el
doble de producto que antes, ahora se ven obligados a entregar el doble de producto por menos del precio antiguo. Y comienza la misma
historia, sobre la base de este nuevo coste de producción. Más división del
trabajo, más maquinaria en una escala mayor. Y la competencia vuelve a
reaccionar, exactamente igual que antes, contra este resultado.
Vemos, pues, cómo se subvierten, se
revolucionan incesantemente el modo de producción y los medios de producción, cómo la división del trabajo acarrea necesariamente otra división mayor
del trabajo, la aplicación de la maquinaria, otra aplicación mayor de la
maquinaria, la producción en gran escala, una producción en otra escala mayor.
Tal es la ley que saca constantemente
de su viejo cauce a la producción burguesa y obliga al capital a tener
constantemente en tensión las fuerzas productivas del trabajo, porhaberlas puesto antes en tensión; la ley que no le deja punto de sosiego
y le susurra incesantemente al oído: ¡Adelante! ¡Adelante!
Esta ley no es sino la que, dentro de
las oscilaciones de los períodos comerciales, nivela necesariamente el precio de una
mercancía con su coste de producción.
Por potentes que sean los medios de
producción que un capitalista arroja a la liza, la concurrencia se encargará de
generalizar el empleo de estos medios de producción, y, a partir del momento en
que se hayan generalizado, el único fruto de la mayor fecundidad de su capital
es que ahora tendrá que dar por el mismo precio diez, veinte, cien veces más producto que antes. Pero como, para
compensar con la cantidad mayor del producto vendido el precio más bajo de
venta, tendrá que vender acaso mil veces más, porque ahora necesita una venta
en masa, no sólo para ganar más, sino para reponer el coste de producción, ya
que los propios instrumentos de producción van siendo, como hemos visto, cada
vez más caros, y como esta venta en masa no es una cuestión vital solamente
para él, sino también para sus rivales, la vieja contienda se desencadena con tanta mayor violencia cuanto más fecundos son los medios de producción
ya inventados. Por tanto, la división del trabajo y la
aplicación de maquinaria seguirán desarrollándose de nuevo, en una escala
incomparablemente mayor.
Cualquiera que sea la potencia de los
medios de producción empleados, la competencia procura arrebatar al capital los
frutos de oro de esta potencia, reduciendo el precio de las mercancías al coste
de producción, y, por tanto, convirtiendo en una ley imperativa el que en la
medida en que pueda producirse más barato, es decir, en que pueda producirse
más con la misma cantidad de trabajo, haya que abaratar la producción, que
suministrar cantidades cada vez mayores de productos por el mismo precio. Por
donde el capitalista, como fruto de sus propios desvelos, sólo saldría ganando
la obligación de rendir más en el mismo tiempo de trabajo; en una palabra, condiciones más difíciles para el aumento del valor de su capital. Por tanto, mientras
que la concurrencia le persigue constantemente con su ley del coste de
producción, y todas las armas que forja contra sus rivales se vuelven contra él
mismo, el capitalista se esfuerza por burlar constantemente la competencia
empleando sin descanso, en lugar de las antiguas, nuevas máquinas, que, aunque
más costosas, producen más barato e implantando nuevas divisiones del trabajo
en sustitución de las antiguas, sin esperar a que la competencia haga envejecer
los nuevos medios.
Representémonos esta agitación febril
proyectada al mismo tiempo sobre todo el mercado
mundial, y nos formaremos una idea de cómo el incremento, la acumulación y
concentración del capital trae consigo una división del trabajo, una aplicación
de maquinaria nueva y un perfeccionamiento de la antigua en una carrera
atropellada e ininterrumpida, en escala cada vez más gigantesca.
Ahora bien, ¿cómo influyen estos factores, inseparables del incremento del capital
productivo, en la determinación del salario?
Una mayor división del trabajo permite a un obrero realizar el trabajo de cinco,
diez o veinte; aumenta, por tanto, la competencia entre los obreros en cinco,
diez o veinte veces. Los obreros no sólo compiten entre sí vendiéndose unos más
barato que otros, sino que compiten también cuando uno solo realiza el trabajo de cinco, diez o
veinte; y la división del trabajo, implantada y
constantemente reforzada por el capital, obliga a los obreros a hacerse esta
clase de competencia.
Además, en la medida en que aumenta la división del trabajo, éste se simplifica. La pericia especial
del obrero no sirve ya de nada. Se le convierte en una fuerza productiva simple
y monótona, que no necesita poner en juego ningún recurso físico ni espiritual.
Su trabajo es ya un trabajo asequible a cualquiera. Esto hace que afluyan de
todas partes competidores; y, además, recordamos que cuanto más sencillo y más
fácil de aprender es un trabajo, cuanto menor coste de producción supone el
asimilárselo, más disminuye el salario, ya que éste se halla determinado, como
el precio de toda mercancía, por el coste de producción.
Por tanto, a medida que el trabajo va
haciéndose más desagradable, más repelente, aumenta la competencia y disminuye
el salario. El obrero se esfuerza por sacar a flote el volumen de su salario
trabajando más; ya sea trabajando más horas al día o produciendo más en cada
hora. Es decir, que, acuciado por la necesidad, acentúa todavía más los fatales
efectos de la división del trabajo. El resultado es que, cuanto más trabaja, menos jornal gana; por la sencilla razón de que en la
misma medida hace la competencia a sus compañeros, y convierte a éstos, por
consiguiente, en otros tantos competidores suyos, que se ofrecen al patrono en
condiciones tan malas como él; es decir, porque, en última instancia, se hace la competencia a sí mismo, en cuanto miembro de la clase obrera.
La maquinaria produce los mismos efectos en una escala mucho mayor, al sustituir los
obreros diestros por obreros inexpertos, los hombres por mujeres, los adultos
por niños, y porque, además, la maquinaria, dondequiera que se implante por
primera vez, lanza al arroyo a masas enteras de obreros manuales, y, donde se
la perfecciona, se la mejora o se la sustituye por máquinas más productivas, va
desalojando a ;los obreros en pequeños pelotones. Más arriba, hemos descrito a
grandes rasgos la guerra industrial de unos capitalistas con otros. Esta guerra presenta la particularidad de que en ella las batallas no se
ganan tanto enrolando a ejércitos obreros, como licenciándolos. Los generales, los capitalistas rivalizan a ver quién licencia más
soldados industriales.
Los economistas nos dicen, ciertamente,
que los obreros a quienes la maquinaria hace innecesarios encuentran nuevas ramas en que trabajar.
No se atreven a afirmar directamente
que los mismos obreros desalojados encuentran empleo en nuevas ramas de
trabajo, pues los hechos hablan demasiado alto en contra de esta mentira. Sólo
afirman, en realidad, que se abren nuevas posibilidades de trabajo para otros sectores de la clase obrera; por ejemplo, para aquella parte de la
generación obrera juvenil que estaba ya preparada para ingresar en la rama
industrial desaparecida. Es, naturalmente, un gran consuelo para los obreros
eliminados. A los señores capitalistas no les faltarán carne y sangre fresca
explotables y dejarán que los muertos entierren a sus muertos. Pero esto
servirá de consuelo más a los propios burgueses que a los obreros. Si la
maquinaria destruyese íntegra la clase de los obreros asalariados, ¡que
espantoso sería esto para el capital, que sin trabajo asalariado dejaría de ser
capital!
Pero, supongamos que los obreros
directamente desalojados del trabajo por la maquinaria y toda la parte de la
nueva generación que aguarda la posibilidad de colocarse en la misma rama encuentren nuevo empleo. ¿Se cree que por este nuevo trabajo
se les habría de pagar tanto como por el que perdieron? Esto estaría en contradicción con todas las leyes de la economía. Ya hemos visto cómo
la industria moderna lleva siempre consigo la sustitución del trabajo complejo
y superior por otro más simple y de orden inferior.
¿Cómo, pues, una masa de obreros
expulsados por la maquinaria de una rama industrial va a encontrar refugio en
otra, a no ser con salarios más bajos, peores?
Se ha querido aducir como una excepción
a los obreros que trabajan directamente en la fabricación de maquinaria. Visto
que la industria exige y consume más maquinaria, se nos dice, las máquinas
tienen, necesariamente, que aumentar, y con ellas su fabricación, y, por tanto,
los obreros empleados en la fabricación de la maquinaria; además, los obreros
que trabajan en esta rama industrial son obreros expertos, incluso instruidos.
Desde el año 1840, esta afirmación, que
ya antes sólo era exacta a medias, ha perdido toda apariencia de verdad, pues
en la fabricación de maquinaria se emplean cada vez en mayor escala máquinas,
ni más ni menos que para la fabricación de hilo de algodón, y los obreros que
trabajan en las fábricas de maquinaria sólo pueden desempeñar el papel de
máquinas extremadamente imperfectas, al lado de las complicadísimas que se
utilizan.
Pero, ¡en vez del hombre adulto
desalojado por la máquina, la fábrica da empleo tal vez a tres niños y a una mujer! ¿Y acaso el salario del hombre
no tenía que bastar para sostener a los tres niños y a la mujer? ¿No tenía que
bastar el salario mínimo para conservar y multiplicar el género? ¿Qué prueba,
entonces, este favorito tópico burgués? Prueba únicamente que hoy, para pagar
el sustento de una familia obrera, la industria consume cuatro vidas obreras por una que
consumía antes.
Resumiendo: cuanto más crece el capital productivo, mas se extiende la división del trabajo
y la aplicación de maquinaria. Y cuanto más se
extiende la división del trabajo y la aplicación de la maquinaria, más se
acentúa la competencia entre los obreros y más se reduce su salario.
Además, la clase obrera se recluta
también entre capas más altas de la sociedad. Hacia ella va
descendiendo una masa de pequeños industriales y pequeños rentistas, para
quienes lo más urgente es ofrecer sus brazos junto a los brazos de los obreros.
Y así, el bosque de brazos que se extienden y piden trabajo es cada vez más
espeso, al paso que los brazos mismos que lo forman son cada vez más flacos.
De suyo se entiende que el pequeño
industrial no puede hacer frente a esta lucha, una de cuyas primeras
condiciones es producir en una escala cada vez mayor, es decir, ser
precisamente un gran y no un pequeño industrial.
Que el interés del capital disminuye en
la misma medida que aumentan la masa y el número de capitales. en la que crece
el capital, y que, por tanto, el pequeño rentista no puede seguir viviendo de
su renta y tiene que lanzarse a la industria, ayudando de este modo a engrosar
las filas de los pequeños industriales. y, con ello las de los candidatos a
proletarios, es cosa que tampoco requiere más explicación.
Finalmente, a medida que los
capitalistas se ven forzados, por el proceso que exponíamos más arriba, a
explotar en una escala cada vez mayor los gigantescos medios de producción ya
existentes, viéndose obligados para ello a poner en juego todos los resortes
del crédito, aumenta la frecuencia de los terremotos industriales, en los que
el mundo comercial sólo logra mantenerse a flote sacrificando a los dioses del
averno una parte de la riqueza, de los productos y hasta de las fuerzas
productivas; aumentan, en una palabra, lascrisis. Estas se hacen más
frecuentes y más violentas, ya por el solo hecho de que. a medida que crece la
masa de producción y, por tanto, la necesidad de mercados más extensos, el
mercado mundial va reduciéndose más y más, y quedan cada vez menos mercados
nuevos que explotar, pues cada crisis anterior somete al comercio mundial un
mercado no conquistado todavía o que el comercio sólo explotaba
superficialmente. Pero el capital no vive sólo del trabajo. Este amo, a la par distinguido y bárbaro, arrastra
consigo a la tumba los cadáveres de sus esclavos, hecatombes enteras de obreros
que sucumben en las crisis. Vemos, pues, que, si el capital crece rápidamente, crece con rapidez incomparablemente mayor todavía la competencia entre los obreros, es decir, disminuyen
tanto más, relativamente, los medios de empleo y los medios de vida de la clase
obrera; y, no obstante esto, el rápido incremento del capital es la condición
más favorable para el trabajo asalariado.
Escrito por C. Marx; sobre la base de
las conferencias
pronunciadas en la segunda quincena de diciembre de 1847.
pronunciadas en la segunda quincena de diciembre de 1847.
Se publica de acuerdo con el texto del
folleto.
Traducido del alemán.
PROLOGO DE F. ENGELS
II
IV
V
V I
2. EL DIECIOCHO BRUMARIO DE LUIS BONAPARTE [7]
I
Hegel dice en alguna parte que
todos los grandes hechos y personajes de la historia universal aparecen, como
si dijéramos, dos veces. Pero se olvidó de agregar: una vez como tragedia y la
otra como farsa. Caussidière por Dantón, Luis Blanc por Robespierre, la Montaña
de 1848 a 1851 por la Montaña de 1793 a 1795 [8], el sobrino por el tío. ¡Y la
misma caricatura en las circunstancias que acampañan a la segunda edición del
18 Brumario! [9]
Los hombres hacen su propia
historia, pero no la hacen a su libre arbitrio, bajo circunstancias elegidos
por ellos mismos, sino bajo aquellas circunstancias con que se encuentran
directamente, que existen y les han sido legadas por el pasado. La tradición de
todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los
vivos. Y cuando éstos aparentan dedicarse precisamente a transformarse y a
transformar las cosas, a crear algo nunca visto, en estas épocas de crisis
revolucionaria es precisamente cuando conjuran temerosos en su auxilio los
espíritus del pasado, toman prestados sus nombres, sus consiguas de guerra, su
ropaje, para, con este disfraz de vejez venerable y este lenguaje prestado,
representar la nueva escena de la historia universal. Así, Lutero se disfrazó
de apóstol Pablo, la revolución de 1789-1814 se vistió alternativamente con el
ropaje de la República Romana y del Imperio Romano, y la revolución de 1848 no
supo hacer nada mejor que parodiar aquí al 1789 y allá la tradición
revolucionaria de [409] 1793 a 1795. Es como el principiante al aprender un
idioma nuevo lo traduce mentalmente a su idioma nativo, pero sólo se asimila el
espíritu del nuevo idioma y sólo es capaz de expresarse libremente en él cuando
se mueve dentro de él sin reminiscencias y olvida en él su lengua natal.
Si examinamos esas conjuraciones
de los muertos en la historia universal, observaremos en seguida una diferencia
que salta a la vista. Camilo Desmoulins, Dantón, Robespierre, Saint-Just,
Nopoleón, los héroes, lo mismo que los partidos y la masa de la antigua
revolución francesa, cumplieron, bajo el ropaje romano y con frases romanas, la
misión de su tiempo: librar de las cadenas e instaurar la sociedad burguesa
moderna. Los unos hicieron añicos las instituciones feudales y segaron las
cabezas feudales que habían brotado en él. El otro creó en el interior de
Francia las condiciones bajo las cuales ya podía desarrollarse la libre
concurrencia, explotarse la propiedad territorial parcelada, aplicarse las
fuerzas productivas industriales de la nación, que habían sido liberadas; y del
otro lado de las fronteras francesas barrió por todas partes las formaciones
feudales, en el grado en que esto era necesario para rodear a la sociedad
burguesa de Francia en el continente europeo de un ambiente adecuado, acomodado
a los tiempos. Una vez instaurada la nueva formación social, desaparecieron los
colosos antediluvianos, y con ellos el romanismo resucitado: los Brutos, los
Gratos, los Publícolas, los tribunos, los senadores y hasta el mismo César. Con
su sobrio practicismo, la sociedad burguesa se había creado sus verdaderos
intérpretes y portavoces en los Say, los Cousin, los Royer-Collard, los
Benjamín Constant y los Guizot; sus verdaderos caudillos estaban en las
oficinas comerciales, y la cabeza atocinada de Luis XVIII era su cabeza política.
Completamente absorbida por la producción de la riqueza y por la lucha pacífica
de la concurrencia, ya no se daba cuenta de que los espectros del tiempo de los
romanos habían velado su cuna. Pero, por muy poco heroica que la sociedad
burguesa sea, para traerla al mundo habían sido necesarios, sin embargo, el
heroísmo, la abnegación, el terror, la guerra civil y las batallas de los
pueblos. Y sus gladiadores encontraron en las tradiciones clásicamente severas
de la República Romana los ideales y las formas artísticas, las ilusiones que
necesitaban para ocultarse a sí mismos el contenido burguesamente limitado de
sus luchas y mantener su pasión a la altura de la gran tragedia histórica. Así,
en otra fase de desarrollo, un siglo antes, Cromwell y el pueblo inglés habían
ido a buscar en el Antiguo Testamento el lenguaje, las pasiones y las ilusiones
para su revolución burguesa. Alcanzada la verdadera meta, realizada la
transformación burguesa de la sociedad inglesa, Locke desplazó a Habacuc [10].
[410]
En esas revoluciones, la
resurrección de los muertos servía, pues, para glorificar las nuevas luchas y
no para parodiar las antiguas, para exagerar en la fantasía la misión trazada y
no para retroceder ante su cumplimiento en la realidad, para encontrar de nuevo
el espíritu de la revolución y no para hacer vagar otra vez a su espectro.
En 1848-1851, no hizo más que dar
vueltas el espectro de la antigua revolución, desde Marrast, le républicain en
gants jaunes [*], que se disfrazó de viejo Bailly, hasta el aventurero que
esconde sus vulgares y repugnantes rasgos bajo la férrea mascarilla de muerte
de Napoleón. Todo un pueblo que creía haberse dado un impulso acelerado por
medio de una revolución, se encuentra de pronto retrotraído a una época
fenecida, y para que no pueda haber engaño sobre la recaída, hacen aparecer las
viejas fechas, el viejo calendario, los viejos nombres, los viejos edictos
(entregados ya, desde hace largo tiempo, a la erudición de los anticuarios) y
los viejos esbirros, que parecían haberse podrido desde hace mucho tiempo. La
nación se parece a aquel inglés loco de Bedlam [11] que creía vivir en tiempo
de los viejos faraones y se lamentaba diariamente de las duras faenas que tenía
que ejecutar como cavador de oro en las minas de Etiopía, emparedado en aquella
cárcel subterránea, con una lámpara de luz mortecina sujeta en la cabeza,
detrás el guardián de los esclavos con su largo látigo y en las salidas una
turbamulta de mercenarios bárbaros, incapaces de comprender a los forzados ni
de entenderse entre sí porque no hablaban el mismo idioma. «¡Y todo esto
—suspira el loco— me lo han impuesto a mí, a un ciudadano inglés libre, para
sacar oro para los antiguos faraones!» «¡Para pagar las deudas de la familia
Bonaparte!», suspira la nación francesa. El inglés, mientras estaba en uso de
su razón, no podía sobreponerse a la idea fija de obtener oro. Los franceses,
mientras estaban en revolución, no podían sobreponerse al recuerdo napoleónico,
como demostraron las elecciones del 10 de diciembre [12]. Ante los peligros de
la revolución se sintieron atraídos por el recuerdo de las ollas de Egipto
[13], y la respuesta fue el 2 de diciembre de 1851 [14]. No sólo obtuvieron la
caricatura del viejo Napoleón, sino al propio viejo Napoleón en caricatura, tal
como necesariamente tiene que aparecer a mediados del siglo XIX.
La revolución social del siglo
XIX no puede sacar su poesía del pasado, sino solamente del porvenir. No puede
comenzar su propia tarea antes de despojarse de toda veneración supersticiosa
por el pasado. Las anteriores revoluciones necesitaban remontarse a los
recuerdos de la historia universal para aturdirse acerca de [411] su propio
contenido. La revolución del siglo XIX debe dejar que los muertos entierren a
sus muertos, para cobrar conciencia de su propio contenido. Allí, la frase
desbordaba el contenido; aquí, el contenido desborda la frase.
La revolución de febrero cogió
desprevenida, sorprendió a la vieja sociedad, y el pueblo proclamó este golpe
de mano inesperado como una hazaña de la historia universal con la que se abría
la nueva época. El 2 de diciembre, la revolución de febrero es escamoteada por
la voltereta de un jugador tramposo, y lo que parece derribado no es ya la
monarquía, sino las concesiones liberales que le habían sido arrancadas por
seculares luchas. Lejos de ser la sociedad misma la que se conquista un nuevo
contenido, parece como si simplemente el Estado volviese a su forma más
antigua, a la dominación desvergonzadamente simple del sable y la sotana. Así
contesta al coup de main [*] de febrero de 1848 el coup de tête [*]* de
diciembre de 1851. Por donde se vino, se fue. Sin embargo, el intervalo no ha
pasado en vano. Durante los años de 1848 a 1851, la sociedad francesa asimiló,
y lo hizo mediante un método abreviado, por ser revolucionario, las enseñanzas
y las experiencias que en un desarrollo normal, lección tras lección, por
decirlo así, habrían debido preceder a la revolución de febrero, para que ésta
hubiese sido algo más que un estremecimiento en la superficie. Hoy, la sociedad
parece haber retrocedido más allá de su punto de partida; en realidad, lo que
ocurre es que tiene que empezar por crearse el punto de partida revolucionario,
la situación, las relaciones, las condiciones, sin las cuales no adquiere un
carácter serio la revolución moderna.
Las revoluciones burguesas, como
la del siglo XVIII, avanzan arrolladoramente de éxito en éxito, sus efectos
dramáticos se atropellan, los hombres y las cosas parecen iluminados por fuegos
de artificio, el éxtasis es el espíritu de cada día; pero estas revoluciones
son de corta vida, llegan en seguida a su apogeo y una larga depresión se
apodera de la sociedad, antes de haber aprendido a asimilarse serenamente los
resultados de su período impetuoso y agresivo. En cambio, las revoluciones
proletarias, como las del siglo XIX, se critican constantemente a sí mismas, se
interrumpen continuamente en su propia marcha, vuelven sobre lo que parecía
terminado, para comenzarlo de nuevo, se burlan concienzuda y cruelmente de las
indecisiones, de los lados flojos y de la mezquindad de sus primeros intentos,
parece que sólo derriban a su adversario para que éste saque de la tierra
nuevas fuerzas y vuelva a levantarse más gigantesco frente a ellas, retroceden
constantemente [412] aterradas ante la vaga enormidad de sus propios fines,
hasta que se crea una situación que no permite volverse atrás y las
circunstancias mismas gritan:
Hic Rhodus, hic salta!
¡Aquí está la rosa, baila aquí!
[15]
Por lo demás, cualquier
observador mediano, aunque no hubiese seguido paso a paso la marcha de los
acontecimientos en Francia, tenía que presentir que esperaba a la revolución
una inaudita vergüenza. Bastaba con escuchar los engreídos ladridos de triunfo
con que los señores demócratas se felicitaban mutuamente por los efectos
milagrosos que esperaban del segundo domingo de mayo de 1852 [16]. El segundo
domingo de mayo de 1852 habíase convertido en sus cabezas en una idea fija, en
un dogma, como en las cabezas de los quiliastas [17] el día en que había de reaparecer
Cristo y comenzar el reino milenario. La debilidad había ido a refugiarse, como
siempre, en la fe en el milagro: creía vencer al enemigo con sólo descartarlo
mágicamente con la fantasía, y perdía toda la comprensión del presente ante la
glorificación pasiva del futuro que le esperaba y de las hazañas que guardaba
in petto [*]**, pero que aún no consideraba oportuno revelar. Esos héroes que
se esforzaban en refutar su probada incapacidad prestándose mutua compasión y
reuniéndose en un tropel, habían atado su hatillo, se embolsaron sus coronas de
laurel a crédito y se disponían precisamente a descontar en el mercado de
letras de cambio sus repúblicas in partibus [18] para las que, en el secreto de
su ánimo poco exigente, tenían ya previsoramente preparado el personal de
gobierno. El 2 de diciembre cayó sobre ellos como un rayo en cielo sereno, y
los pueblos, que en épocas de malhumor pusilánime gustan de dejar que los
voceadores más chillones ahoguen su miedo interior, se habrán convencido quizás
de que han pasado ya los tiempos en que el graznido de los gansos podía salvar
al Capitolio [19].
La Constitución, la Asamblea
Nacional, los partidos dinásticos, los republicanos azules y los rojos, los
héroes de Africa [20], el trueno de la tribuna, el relampagueo de la prensa
diaria, toda la literatura, los nombres políticos y los renombres intelectuales,
la ley civil y el derecho penal, la liberté, égalité, fraternité y el segundo
domingo de mayo de 1852; todo ha desaparecido como una fantasmagoría al conjuro
de un hombre al que ni sus mismos enemigos reconocen como brujo. El sufragio
universal sólo pareció sobrevivir un instante para hacer su testamento de puño
y letra [413] a los ojos del mundo entero y poder declarar, en nombre del
propio pueblo: «Todo lo que existe merece perecer» [*].
No basta con decir, como hacen
los franceses, que su nación fue sorprendida. Ni a la nación ni a la mujer se
les perdona la hora de descuido en que cualquier aventurero ha podido abusar de
ellas por la fuerza. Con estas explicaciones no se aclara el enigma; no se hace
más que presentarlo de otro modo. Quedaría por explicar cómo tres caballeros de
industria pudieron sorprender y reducir al cautiverio, sin resistencia, a una
nación de 36 millones de almas.
Recapitulemos, en sus rasgos
generales, las fases recorridas por la revolución francesa desde el 24 de
febrero de 1848 hasta el mes de diciembre de 1851.
Hay tres períodos capitales que
son inconfundibles: el período de febrero; del 4 de mayo de 1848 al 28 de mayo
de 1849, período de constitución de la república o de la Asamblea Nacional
Constituyente; del 28 de mayo de 1849 al 2 de diciembre de 1851, período de la
república constitucional o de la Asamblea Nacional Legislativa.
El primer período, desde el 24 de
febrero, es decir, desde la caída de Luis Felipe, hasta el 4 de mayo de 1848,
fecha en que se reúne la Asamblea Constituyente, el período de febrero,
propiamente dicho, puede calificarse como el prólogo de la revolución. Su
carácter se revelaba oficialmente en el hecho de que el Gobierno por él
improvisado se declarase a sí mismo provisional, y, como el Gobierno, todo lo
que este período sugirió, intentó o proclamó, se presentaba también como algo
puramente provisional. Nada ni nadie se atrevía a reclamar para sí el derecho a
existir y a obrar de un modo real. Todos los elementos que habían preparado o
determinado la revolución, la oposición dinástica, la burguesía republicana, la
pequeña burguesía democrático-republicana y los obreros socialdemócratas
encontraron su puesto provisional en el Gobierno de Febrero.
No podía ser de otro modo. Las
jornadas de febrero proponíanse primitivamente como objetivo una reforma
electoral, que había de ensanchar el círculo de los privilegiados políticos
dentro de la misma clase poseedora y derribar la dominación exclusiva de la
aristocracia financiera. Pero cuando estalló el conflicto real y verdadero, el
pueblo subió a las barricadas, la Guardia Nacional [21] se mantuvo en actitud
pasiva, el ejército no opuso una resistencia seria y la monarquía huyó, la
república pareció la evidencia por sí misma. Cada partido la interpretaba a su
manera. Arrancada por el proletariado con las armas en la mano, éste le
imprimió su [414] sello y la proclamó república social. Con esto se indicaba el
contenido general de la moderna revolución, el cual se hallaba en la
contradicción más peregrina con todo lo que por el momento podía ponerse en
práctica directamente, con el material disponible, el grado de desarrollo
alcanzado por la masa y bajo las circunstancias y relaciones dadas. De otra
parte, las pretensiones de todos los demás elementos que habían cooperado a la
revolución de febrero fueron reconocidas en la parte leonina que obtuvieron en
el Gobierno. Por eso, en ningún período nos encontramos con una mezcla más
abigarrada de frases altisonantes e inseguridad y desamparo efectivos, de
aspiraciones más entusiastas de innovación y de imperio más firme de la vieja
rutina, de más aparente armonía de toda la sociedad y más profunda discordancia
entre sus elementos. Mientras el proletariado de París se deleitaba todavía en
la visión de la gran perspectiva que se había abierto ante él y se entregaba
con toda seriedad a discusiones sobre los problemas sociales, las viejas
fuerzas de la sociedad se habían agrupado, reunido, vuelto en sí y encontrado
un apoyo inesperado en la masa de la nación, en los campesinos y los pequeños
burgueses, que se precipitaron todos de golpe a la escena política, después de
caer las barreras de la monarquía de Julio [22].
El segundo período, desde el 4 de
mayo de 1848 hasta fines de mayo de 1849, es el período de la constitución, de
la fundación de la república burguesa. Inmediatamente después de las jornadas
de febrero no sólo se vio sorprendida la oposición dinástica por los
republicanos, y éstos por los socialistas, sino toda Francia por París. La
Asamblea Nacional, que se reunió el 4 de mayo de 1848, salida de las elecciones
nacionales, representaba a la nación. Era una protesta viviente contra las
pretensiones de las jornadas de febrero y había de reducir al rasero burgués
los resultados de la revolución. En vano el proletariado de París, que
comprendió inmediatamente el carácter de esta Asamblea Nacional, intentó el 15
de mayo [23], pocos días después de reunirse ésta, descartar por la fuerza su
existencia, disolverla, descomponer de nuevo en sus distintas partes integrantes
la forma orgánica con que le amenazaba el espíritu reaccionante de la nación.
Como es sabido, el único resultado del 15 de mayo fue alejar de la escena
pública durante todo el ciclo que examinamos a Blanqui y sus camaradas, es
decir, a los verdaderos jefes del partido proletario.
A la monarquía burguesa de Luis
Felipe sólo puede suceder la república burguesa; es decir, que si en nombre del
rey, había dominado una parte reducida de la burguesía, ahora dominará la
totalidad de la burguesía en nombre del pueblo. Las reivindicaciones del
proletariado de París son paparruchas utópicas, con las que hay que acabar. El
proletariado de París contestó a esta declaración [415] de la Asamblea Nacional
Constituyente con la insurrección de junio [24], el acontecimiento más
gigantesco en la historia de las guerras civiles europeas. Venció la república
burguesa. A su lado estaban la aristocracia financiera, la burguesía
industrial, la clase media, los pequeños burgueses, el ejército, el
lumpemproletariado organizado como Guardia Móvil [*], los intelectuales, los
curas y la población del campo. Al lado del proletariado de París no estaba más
que él solo. Más de 3.000 insurrectos fueron pasados a cuchillo después de la
victoria y 15.000 deportados sin juicio. Con esta derrota, el proletariado pasa
al fondo de la escena revolucionaria. Tan pronto como el movimiento parece
adquirir nuevos bríos, intenta una vez y otra pasar nuevamente a primer plano,
pero con un gasto cada vez más débil de fuerzas y con resultados cada vez más
insignificantes. Tan pronto como una de las capas sociales superiores a él
experimenta cierta efervescencia revolucionaria, el proletariado se enlaza a
ella y así va compartiendo todas las derrotas que sufren unos tras otros los
diversos partidos. Pero estos golpes sucesivos se atenúan cada vez más cuanto
más se reparten por toda la superficie de la sociedad. Sus jefes más
importantes en la Asamblea Nacional y en la prensa van cayendo unos tras otros,
víctimas de los tribunales, y se ponen al frente de él figuras cada vez más
equívocas. En parte, se entrega a experimentos doctrinarios, Bancos de cambio y
asociaciones obreras, es decir, a un movimiento en el que renuncia a
transformar el viejo mundo, con ayuda de todos los grandes recursos propios de
este mundo, e intenta, por el contrario, conseguir su redención a espaldas de
la sociedad, por la vía privada, dentro de sus limitadas condiciones de
existencia, y por tanto, forzosamente fracasa. Parece que no puede descubrir
nuevamente en sí mismo la grandeza revolucionaria, ni sacar nuevas energías de
los nuevos vínculos que se ha creado, mientras todas las clases con las que ha
luchado en junio no estén tendidas a todo lo largo a su lado mismo. Pero, por
lo menos, sucumbe con los honores de una gran lucha de alcance
histórico-universal; no sólo Francia, sino toda Europa tiembla ante el
terremoto de junio, mientras que las sucesivas derrotas de las clases más altas
se consiguen a tan poca costa, que sólo la insolente exageración del partido
vencedor puede hacerlas pasar por acontecimientos, y son tanto más ignominiosas
cuanto más lejos queda del proletariado el partido que sucumbe.
Ciertamente, la derrota de los
insurrectos de junio había preparado, allanado, el terreno en que podía
cimentarse y erigirse la república burguesa; pero, al mismo tiempo, había
puesto de manifiesto que en Europa se ventilaban otras cuestiones que la de
[416] «república o monarquía». Había revelado que aquí república burguesa
equivalía a despotismo ilimitado de una clase sobre otras. Había demostrado que
en países de vieja civilización, con una formación de clase desarrollada, con
condiciones modernas de producción y con una conciencia intelectual, en la que
todas las ideas tradicionales se hallan disueltas por un trabajo secular, la república
no significa en general más que la forma política de la subversión de la
sociedad burguesa y no su forma conservadora de vida, como, por ejemplo, en los
Estados Unidos de América, donde si bien existen ya clases, éstas no se han
plasmado todavía, sino que cambian constantemente y se ceden unas a otras sus
partes integrantes, en movimiento continuo; donde los medios modernos de
producción, en vez de coincidir con una superpoblación crónica, suplen más bien
la escasez relativa de cabezas y brazos, y donde, por último, el movimiento
febrilmente juvenil de la producción material, que tiene un mundo nuevo que
apropiarse, no ha dejado tiempo ni ocasión para eliminar el viejo mundo
fantasmal.
Durante las jornadas de junio,
todas las clases y todos los partidos se habían unido en un partido del orden
frente a la clase proletaria, como partido de la anarquía, del socialismo, del
comunismo. Habían «salvado» a la sociedad de «los enemigos de la sociedad».
Habían dado a su ejército como santo y seña los tópicos de la vieja sociedad:
«Propiedad, familia, religión y orden», y gritado a la cruzada
contrarrevolucionaria: «¡Bajo este signo, vencerás!» [25]. Desde este instante,
tan pronto como uno cualquiera de los numerosos partidos que se habían agrupado
bajo aquel signo contra los insurrectos de junio, intenta situarse en el
palenque revolucionario en su propio interés de clase, sucumbe al grito de
«¡Propiedad, familia, religión y orden!» La sociedad es salvada cuantas veces
se va restringiendo el círculo de sus dominadores y un interés más exclusivo se
impone al más amplio. Toda reivindicación, aun de la más elemental reforma
financiera burguesa, del liberalismo más vulgar, del más formal republicanismo,
de la más trivial democracia, es castigada en el acto como un «atentado contra
la sociedad» y estigmatizada como «socialismo». Hasta que, por último, los
pontífices de «la religión y el orden» se ven arrojados ellos mismos a
puntapiés de sus sillas píticas [26], sacados de la cama en medio de la noche y
de la niebla, empaquetados en coches celulares, metidos en la cárcel o enviados
al destierro; de su templo no queda piedra sobre piedra, sus bocas son
selladas, sus plumas rotas, su ley desgarrada, en nombre de la religión, de la
propiedad, de la familia y del orden. Burgueses fanáticos del orden son
tiroteados en sus balcones por la soldadesca embriagada, la santidad del hogar
es [417] profanada y sus casas son bombardeadas como pasatiempo, en nombre de
la propiedad, de la familia, de la religión y del orden. La hez de la sociedad
burguesa forma por fin la sagrada falange del orden; y el héroe Krapülinski [*]
se instala en las Tullerías como «salvador de la sociedad».
NOTAS
[7] 209. El trabajo de Marx
"El dieciocho Brumario de Luis Bonaparte" escrito basándose en el análisis
concreto de los sucesos revolucionarios de Francia entre 1848 y 1851, es una de
las obras más importantes del marxismo. Es de excepcional importancia la
conclusión que hace Marx en el problema de la actitud del proletariado ante el
Estado burgués. «Todas las revoluciones han perfeccionado esta máquina —dice—,
en lugar de romperla» (pág. 488).- 404, 409
[8] 215. La Montaña de 1793 a
1795: grupo revolucionario democrático de la Convención durante la revolución
burguesa de fines del siglo XVIII en Francia.- 408
[9] 216. Sobre el golpe de Estado
del 18 Brumario véase la nota 87. Por «segunda edición del 18 Brumario» Marx
entiende el golpe de Estado del 2 de diciembre de 1851.- 408
[10] Habacuc: profeta bíblico.-
409
[*] El republicano de guantes
amarillos. (N. de la Edit.)
[11] 217. Bedlam: manicomio en
Londres.- 410
[12] 218. El 10 de diciembre de
1848 Luis Bonaparte fue elegido Presidente de la República Francesa por
sufragio universal.- 410
[13] 219. La expresión «recordar
las ollas de Egipto» procede de una leyenda bíblica: al huir los hebreos de
Egipto, algunos de los pusilánimes, asustados por las dificultades del camino y
por hambre, empezaron a evocar los días del cautiverio, donde tenían, por lo
menos, comida.- 410
[14] 212. El 2 de diciembre de
1851: día del golpe de Estado contrarrevolucionario que llevaron a cabo en
Francia Luis Bonaparte y sus partidarios.- 406, 410
[*] Golpe de mano, una acción
decidida. (N. de la Edit.)
[**] Un acto arriesgado, arrogante.
(N. de la Edit.)
[15] 220. Hic Rhodus, hic salta!
(¡Aquí está Rodas, salta aquí!): palabras de una fábula de Esopo que trata de
un fanfarrón que, invocando testigos, afirmaba que en Rodas había dado un salto
prodigioso. Quienes le escuchaban, contestaron: «¿Para qué necesitamos
testigos? ¡Aquí está Rodas, salta aquí!» Lo que, en sentido figurado, quiere
decir que lo principal está a la vista, y hay que demostrarlo delante de los
presentes.
¡Aquí está la rosa, baila aquí!:
paráfrasis de la cita precedente (Rodos es en griego el nombre de la isla y, a
la vez, significa «rosa») que dio Hegel en el prefacio del libro
"Filosofía del derecho".- 412
[16] 221. Según la Constitución
francesa de 1848, las elecciones de nuevo presidente debían celebrarse cada
cuatro años el segundo domingo del mes de mayo. En mayo de 1852 caducaba el
plazo de las funciones presidenciales de Luis Bonaparte.- 412
[17] 222. Quiliastas (del griego
«Kilias», mil): predicadores de la doctrina místico-religiosa de la segunda
venida de Jesucristo y el establecimiento del «reino milenario» de la justicia,
la igualdad y el bienestar generales en la Tierra.- 412
[***] En el pecho. (N. de la
Edit.)
[18] 92. In partibus infidelium
(literalmente: «en el país de los infieles»): adición al título de los obispos
católicos destinados a cargos puramente nominales en países no cristianos. Esta
expresión la empleaban a menudo Marx y Engels, aplicada a diversos gobiernos
emigrados que se habían formado en el extranjero sin tener en cuenta alguna la
situación real del país.- 194, 307, 412, 438, 480
[19] 223. Capitolio: cerro de
Roma que es en sí una ciudadela fortificada donde se erigieron los templos de
Júpiter, Juno y otros dioses. Según la tradición, en el año 390 antes de
nuestra era, durante la invasión de los galos, Roma se salvó únicamente merced
a los graznidos de las ocas del templo de Juno que despertaron a la guardia,
dormida, del Capitolio.- 412
[20] 224. Se alude a los
denominados «africanistas» o «argelinos». Estos nombres recibían en Francia los
generales y oficiales que habían hecho carrera en las guerras coloniales contra
las tribus argelinas que luchaban por su independencia. En la Asamblea Nacional
Legislativa, los generales africanistas Cavaignac, Lamoricière y Bedeau
encabezaban la minoría republicana.- 412
[*] Goethe. "Fausto",
parte I, esencia III ("Despacho de Fausto"). (N. de la Edit.)
[21] 98. Guardia Nacional:
milicia voluntaria civil y armada con mandos elegidos que existió en Francia y
algunos países más de Europa Occidental. Se formó por primera vez en Francia en
1789 a comienzos de la revolución burguesa; existió con intervalos hasta 1871.
Entre 1870 y 1871, la Guardia Nacional de París, en la que se incluyeron en las
condiciones de la guerra franco-prusiana las grandes masas democráticas,
desempeñó un gran papel revolucionario. Fundado en febrero de 1871, su Comité
Central encabezó la sublevación proletaria del 18 de marzo de 1871 y en el
período inicial de la Comuna de París de 1871 ejerció (hasta el 28 de marzo) la
función de primer Gobierno proletario en la historia. Una vez aplastada la
Comuna de París, la Guardia Nacional fue disuelta.- 198, 214, 413
[22] 110. La monarquía de Julio:
período del reinado de Luis Felipe (1830-1848). La denominación es debida a la
revolución de julio.- 210, 414
[23] 121. El 15 de mayo de 1848,
durante una manifestación popular, los obreros y artesanos parisienses
penetraron en la sala de sesiones de la Asamblea Constituyente, la declararon
disuelta y formaron un Gobierno revolucionario. Los manifestantes, sin embargo,
no tardaron en ser desalojados por la Guardia Nacional y las tropas. Los
dirigentes de los obreros (Blanqui, Barbès, Albert, Raspail, Sobrier y otros)
fueron detenidos.- 229, 414
[24] 121. La insurrección de
junio: heroica insurrección de los obreros de París entre el 23 y el 26 de
junio de 1848, aplastada con excepcional crueldad por la burguesía francesa.
Fue la primera gran guerra civil de la historia entre el proletariado y la
burguesía.- 99, 103, 219, 415
[*] Véase el presente tomo, pág
224 (N de la Edit.)
[25] 225. Según la afirmación del
historiador romano Eusebio de Cesarea, el emperador Constantino I vio en el
cielo en el año 312, la víspera de la victoria sobre su rival Majencio, una
cruz con la inscripción: «in hoc signo vinces» («bajo este signo vencerás»).-
416
[26] 226. Se alude a la pitonisa,
sacerdotisa y profetisa del templo de Apolo en Delfos que anunciaba sus profecías,
sentada en un trípode junto al templo.- 416
[*] Luis Bonaparte. (N. de la
Edit.)
A LA TERCERA EDICION ALEMANA DE
1885
El que se haya hecho necesaria
una nueva edición del "Dieciocho Brumario", treinta y tres años
después de publicada la primera, demuestra que esta obra no ha perdido nada de
su valor.
Y fue, en realidad, un trabajo
genial. Inmediatamente después del acontecimiento que sorprendió a todo el
mundo político como un rayo caído de un cielo sereno, condenado por unos con
gritos de indignación moral y aceptado por otros como tabla salvadora contra la
revolución y como castigo por sus extravíos, pero contemplado por todos con
asombro y por nadie comprendido, inmediatamente después de este acontecimiento,
se alzó Marx con una exposición breve, epigramática, en que se explicaba en su
concatenación interna toda la marcha de la historia de Francia desde las
jornadas de febrero, se reducía el milagro del 2 de diciembre [4] a un
resultado natural y necesario de esta concatenación, y no se necesitaba
siquiera tratar al héroe del golpe de Estado más que con el desprecio que se
tenía tan bien merecido. Y tan de mano maestra estaba trazado el cuadro, que
cada nueva revelación hecha pública desde entonces no ha hecho más que
suministrar nuevas pruebas de lo fielmente que estaba reflejada allí la
realidad. Esta manera eminente de comprender la historia viva del momento, esta
penetración profunda en los acontecimientos, al mismo tiempo que se producen,
es, en realidad, algo que no tiene igual.
Mas para ello había que poseer
también el conocimiento tan exacto que Marx poseía de la historia de Francia.
Francia es el [407] país en el que las luchas históricas de clase se han
llevado siempre a su término decisivo más que en ningún otro sitio y donde, por
tanto, las formas políticas sucesivas dentro de las que se han movido estas
luchas de clase y en las que han encontrado su expresión los resultados de las
mismas, adquieren también los contornos más acusados. Centro del feudalismo en
la Edad Media y país modelo de la monarquía unitaria estamental desde el
Renacimiento [5], Francia pulverizó al feudalismo en la gran revolución e
instauró la dominación pura de la burguesía bajo una forma clásica como ningún
otro país de Europa. También la lucha del proletariado cada vez más vigoroso
contra la burguesía dominante reviste aquí una forma aguda, desconocida en
otras partes. He aquí por qué Marx no sólo estudiaba con especial predilección
la historia pasada de Francia, sino que seguía también en todos sus detalles la
historia contemporánea, reuniendo los materiales para emplearlos ulteriormente,
razón por la cual jamás se veía sorprendido por los acontecimientos.
Pero a esto vino a añadirse otra
circunstancia. Fue precisamente Marx el primero que descubrió la gran ley que
rige la marcha de la historia, la ley según la cual todas las luchas
históricas, ya se desarrollen en el terreno político, en el religioso, en el
filosófico o en otro terreno ideológico cualquiera, no son, en realidad, más
que la expresión más o menos clara de luchas entre clases sociales, y que la
existencia, y por tanto también los choques de estas clases, están
condicionados, a su vez, por el grado de desarrollo de su situación económica,
por el carácter y el modo de su producción y de su cambio, condicionado por
ésta. Dicha ley, que tiene para la historia la misma importancia que la ley de
la transformación de la energía para las Ciencias Naturales, fue también la que
le dio aquí la clave para comprender la historia de la Segunda República
francesa [6]. Esta historia le sirvió de piedra de toque para contrastar su
ley, e incluso hoy, a la vuelta de treinta y tres años, tenemos que reconocer
que la prueba arroja un resultado brillante.
F. E.
Escrito en 1885. Se publica de
acuerdo con el
texto del libro.
Publicado en el libro "Karl
Marx.
«Der Achtzehnte Brumaire des
Traducido del alemán.
Louis Bonaparte», Hamburgo,
1885.
NOTAS
[4] 212. El 2 de diciembre de
1851: día del golpe de Estado contrarrevolucionario que llevaron a cabo en
Francia Luis Bonaparte y sus partidarios.- 406, 410
[5] 213. Renacimiento: período
del desarrollo cultural e ideológico de varios países de Europa occidental y
central relacionado con el nacimiento de las relaciones capitalistas. Abarca la
segunda mitad del siglo XV y el siglo XVI. Este período se suele relacionar a
menudo con el turbulento florecimiento del arte y la ciencia, con el despertar
del interés por la cultura del Mundo Antiguo (de donde proviene la propia
denominación del período).- 407
[6] 214. La Segunda República
existió en Francia en los años 1848-1852.- 407
Reanudemos el hilo de los
acontecimientos
La historia de la Asamblea
Nacional Constituyente desde las jornadas de junio es la historia de la
dominación y de la disgregación de la fracción burguesa republicana, de aquella
fracción que se conoce por los nombres de republicanos tricolores, republicanos
puros, republicanos políticos, republicanos formalistas, etc.
Bajo la monarquía burguesa de
Luis Felipe, esta fracción había armado la oposición republicana oficial y era,
por tanto, parte integrante reconocida del mundo político de la época. Tenía
sus representantes en las Cámaras y un considerable campo de acción en la
prensa. Su órgano parisino, el "National" [27] era considerado, a su
modo, un órgano tan respetable como el "Journal des Débats" [28]; a
esta posición que ocupaba bajo la monarquía constitucional correspondía su
carácter. No se trata de una fracción de la burguesía mantenida en cohesión por
grandes intereses comunes y deslindada por condiciones peculiares de
producción, sino de una pandilla de burgueses, escritores, abogados, oficiales
y funcionarios de ideas republicanas, cuya influencia descansaba en las
antipatías personales del país contra Luis Felipe, en los recuerdos de la
antigua república, en la fe republicana de un cierto número de soñadores y
sobre todo en el nacionalismo francés, cuyo odio contra los Tratados de Viena
[29] y contra la alianza con Inglaterra atizaba constantemente esta fracción.
Una gran parte de los partidarios que tenía el "National" bajo Luis
Felipe los debía a este imperialismo recatado, que más tarde, bajo la
república, pudo enfrentarse, por tanto, con él, como un competidor aplastante,
en la persona de Luis Bonaparte. Combatía a la aristocracia financiera, como lo
hacía todo el resto de la oposición burguesa. La polémica contra el
presupuesto, que en Francia se hallaba directamente relacionada con la lucha
contra la aristocracia financiera, brindaba una popularidad demasiado barata y
proporcionaba a los leading articles [*]* puritanos materia demasiado
abundante, para que no se la explotase. La burguesía industrial le estaba
agradecida por su defensa servil del sistema proteccionista francés, que él,
sin embargo, [418] acogía por razones más bien nacionales que
nacional-económicas; la burguesía, en conjunto, le estaba agradecida por sus
odiosas denuncias contra el comunismo y el socialismo. Por lo demás, el partido
del "National" era puramente republicano, exigía que el dominio de la
burguesía adoptase formas republicanas en vez de monárquicas, y exigía sobre
todo su parte de león en este dominio. Respecto a las condiciones de esta
transformación, no veía absolutamente nada claro. Lo que, en cambio, veía claro
como la luz del sol y lo que se declaraba públicamente en los banquetes de la
reforma en los últimos tiempos del reinado de Luis Felipe, era su impopularidad
entre los pequeños burgueses demócratas y sobre todo entre el proletariado
revolucionario. Estos republicanos puros —los republicanos puros son así—
estaban completamente dispuestos a contentarse por el momento con una regencia
de la Duquesa de Orleáns, cuando estalló la revolución de febrero y asignó a
sus representantes más conocidos un puesto en el Gobierno provisional. Poseían,
de antemano, naturalmente, la confianza de la burguesía y la mayoría dentro de
la Asamblea Nacional Constituyente. De la Comisión ejecutiva, que se formó en
la Asamblea Nacional al reunirse ésta, fueron inmediatamente excluidos los
elementos socialistas del Gobierno provisional, y el partido del
"National" se aprovechó del estallido de la insurrección de junio
para dar el pasaporte a la Comisión ejecutiva, y desembarazarse así de sus
rivales más afines, los republicanos pequeñoburgueses o republicanos demócratas
(Ledru-Rollin, etc.). Cavaignac, el general del partido republicano burgués,
que había dirigido la batalla de junio, sustituyó a la Comisión ejecutiva con
una especie de poder dictatorial. Marrast, antiguo redactor jefe del
"National", se convirtió en el presidente perpetuo de la Asamblea
Nacional Constituyente, y los ministerios y todos los demás puestos importantes
cayeron en manos de los republicanos puros.
La fracción burguesa republicana,
que había venido considerándose desde hacia mucho tiempo como la legítima
heredera de la monarquía de Julio vio así superadas sus esperanzas más audaces,
pero no llegó al poder como soñara bajo Luis Felipe, por una revuelta liberal
de la burguesía contra el trono, sino por una insurrección, sofocada a
cañonazos, del proletariado contra el capital. Lo que ella se había imaginado
como el acontecimiento más revolucionario resultó ser, en realidad, el más
contrarrevolucionario. Le cayó el fruto en el regazo, pero no cayó del árbol de
la vida, sino del árbol del conocimiento.
La exclusiva dominación de los
republicanos burgueses sólo duró desde el 24 de junio hasta el 10 de diciembre
de 1848. Esta etapa se resume en la redacción de una Constitución republicana,
y en la proclamación del estado de sitio en París.
La nueva Constitución no era, en
el fondo, más que una reedición republicanizada de la Carta Constitucional, de
1830 [30]. El censo electoral restringido de la monarquía de Julio, que excluía
de la dominación política incluso a una gran parte de la burguesía, era
incompatible con la existencia de la república burguesa. La revolución de
febrero había proclamado inmediatamente el sufragio universal y directo para
remplazar el censo restringido. Los republicanos burgueses no podían deshacer
este hecho. Tuvieron que contentarse con añadir la condición restrictiva de un
domicilio mantenido durante seis meses en el punto electoral. La antigua
organización administrativa, municipal, judicial, militar, etc. se mantuvo
intacta, y allí donde la Constitución la modificó, estas modificaciones
afectaban al índice y no al contenido; al nombre, no a la cosa.
El inevitable Estado Mayor de las
libertades de 1848, la libertad personal, de prensa, de palabra, de asociación,
de reunión, de enseñanza, de culto, etc., recibió un uniforme constitucional,
que hacía a éstas invulnerables. En efecto, cada una de estas libertades es
proclamada como el derecho absoluto del ciudadano francés, pero con un
comentario adicional de que estas libertades son ilimitadas en tanto en cuanto
no son limitadas por los «derechos iguales de otros y por la seguridad
pública», o bien por «leyes» llamadas a armonizar estas libertades individuales
entre sí y con la seguridad pública. Así, por ejemplo: «Los ciudadanos tienen
derecho a asociarse, a reunirse pacíficamente y sin armas, a formular
peticiones y a expresar sus opiniones por medio de la prensa o de otro modo. El
disfrute de estos derechos no tiene más limite que los derechos iguales de
otros y la seguridad pública» (cap. II de la Constitución francesa, art. 8).
«La enseñanza es libre. La libertad de enseñanza se ejercerá según las
condiciones que determina la ley y bajo el control supremo del Estado» (lugar
cit., art. 9). «El domicilio de todo ciudadano es inviolable, salvo en las
condiciones previstas por la ley, (cap. II, art. 3). Etc., etc. Por tanto, la
Constitución se remite constantemente a futuras leyes orgánicas, que han de
precisar y poner en práctica aquellas reservas y regular el disfrute de estas
libertades ilimitadas, de modo que no choquen entre sí, ni con la seguridad
pública. Y estas leyes orgánicas fueron promulgadas más tarde por los amigos
del orden, y todas esas libertades reguladas de modo que la burguesía no
chocase en su disfrute con los derechos iguales de las otras clases. Allí donde
veda completamente «a los otros» estas libertades, o consiente su disfrute bajo
condiciones que son otras tantas celadas policíacas, lo hace siempre, pura y
exclusivamente, en interés de la «seguridad pública», es decir, de la seguridad
de la burguesía, tal y como lo ordena la Constitución. En lo sucesivo, ambas
partes [420] invocan, por tanto, con pleno derecho, la Constitución: los amigos
del orden al anular todas esas libertades, y los demócratas, al reivindicarlas
todas. Cada artículo de la Constitución contiene, en efecto, su propia
antítesis, su propia cámara alta y su propia cámara baja. En la frase general, la
libertad; en el comentario adicional, la anulación de la libertad. Por tanto,
mientras se respetase el nombre de la libertad y sólo se impidiese su
aplicación real y efectiva —por la vía legal se entiende—, la existencia
constitucional de la libertad permanecía íntegra, intacta, por mucho que se
asesinase su existencia común y corriente.
Sin embargo, esta Constitución,
convertida en inviolable de un modo tan sutil, era, como Aquiles, vulnerable en
un punto; no en el talón, sino en la cabeza, o mejor dicho en las dos cabezas
en que culminaba: la Asamblea Legislativa, de una parte, y, de otra, el
presidente. Si se repasa la Constitución, se verá que los únicos artículos
absolutos, positivos, indiscutibles y sin tergiversación posible, son los que
determinan las relaciones entre el presidente y la Asamblea Legislativa. En
efecto, aquí se trataba, para los republicanos burgueses, de asegurar su propia
posición. Los artículos 45-70 de la Contitución están redactados de tal forma,
que la Asamblea Nacional puede eliminar al presidente de un modo
constitucional, mientras que el presidente sólo puede eliminar a la Asamblea
Nacional inconstitucionalmente, desechando la Constitución misma. Aquí, ella
misma provoca, pues, su violenta supresión. No sólo consagra la división de
poderes, como la Carta Constitucional de 1830, sino que la extiende hasta una
contradicción insostenible. El juego de los poderes constitucionales, como
Guizot llamaba a las camorras parlamentarias entre el poder legislativo y el
ejecutivo, juega en la Constitución de 1848 constantemente va banque. De un
lado, 750 representantes del pueblo, elegidos por sufragio universal y
reelegibles, que forman una Asamblea Nacional no fiscalizable, indisoluble e
indivisible, una Asamblea Nacional que goza de omnipotencia legislativa, que
decide en última instancia acerca de la guerra, de la paz y de los tratados
comerciales, la única que tiene el derecho de amnistía y que con su permanencia
ocupa constantemente el primer plano de la escena. De otro lado, el presidente,
con todos los atributos del poder regio, con facultades para nombrar y separar
a sus ministros, independientemente de la Asamblea Nacional, con todos los
medios del poder ejecutivo en sus manos, siendo el que distribuye todos los
puestos y el que, por tanto, decide en Francia la suerte de más de millón y
medio de existencias, que dependen de los 500.000 funcionarios y oficiales de
todos los grados. Tiene bajo su mando todo el poder armado. Goza del privilegio
de indultar a delincuentes individuales, de dejar en suspenso a los [421]
guardias nacionales, de destituir, de acuerdo con el Consejo de Estado, los
consejos generales y cantonales y los ayuntamientos elegidos por los mismos
ciudadanos. La iniciativa y la dirección de todos los tratados con el extranjero
son facultades reservadas a él. Mientras que la Asamblea Nacional actúa
constantemente sobre las tablas, expuesta a la luz del día y a la crítica
pública, el presidente lleva una vida oculta en los Campos Elíseos y, además,
teniendo siempre clavado en los ojos y en el corazón el artículo 45 de la
Constitución, que le grita un día tras otro «frère, il faut mourir!» [*] ¡Tu
poder acaba el segundo domingo del hermoso mes de mayo del cuarto año de tu
elección! ¡Y entonces, todo este esplendor se ha acabado y la función no puede
repetirse, y si tienes deudas mira a tiempo cómo te las arreglas para saldarlas
con los 600.000 francos que te asigna la Constitución, si es que acaso no
prefieres dar con tus huesos en Clichy [31] al segundo lunes del hermoso mes de
mayo! A la par que asigna al presidente el poder efectivo, la Constitución
procura asegurar a la Asamblea Nacional el poder moral. Aparte de que es
imposible atribuir un poder moral mediante los artículos de una ley, la
Constitución aquí vuelve a anularse a sí misma, al disponer que el presidente
será elegido por todos los franceses mediante sufragio universal y directo.
Mientras que los votos de Francia se dispersan entre los 750 diputados de la
Asamblea Nacional, aquí se concentran, por el contrario, en un solo individuo.
Mientras que cada uno de los representantes del pueblo sólo representa a este o
a aquel partido, a esta o aquella ciudad, a esta o aquella cabeza de puente o
incluso a la mera necesidad de elegir a uno cualquiera que haga el número de
los 750, sin parar mientes minuciosamente en la cosa ni en el hombre, él es el
elegido de la nación, y el acto de su elección es el gran triunfo que se juega
una vez cada cuatro años el pueblo soberano. La Asamblea Nacional elegido está
en una relación metafísica con la nación, mientras que el presldente elegido
está en una relación personal. La Asamblea Nacional representa sin duda, en sus
distintos diputados, las múltiples facetas del espíritu nacional, pero en el
presidente se encarna este espíritu. El presidente posee frente a ella una
especie de derecho divino, es presidente por la Gracia del Pueblo.
Tetis, la diosa del mar, había
profetizado a Aquiles que moriría en la flor de la juventud. La Constitución,
que tiene su punto vulnerable, como Aquiles, tenía también como éste el
presentimiento de que moriría de muerte prematura. A los republicanos puros
constituyentes les bastaba con echar desde el reino de nubes [422] de su
república ideal una mirada al mundo profano, para darse cuenta de cómo a medida
que se iban acercando a la consumación de su gran obra de arte legislativo,
crecía por días la insolencia de los monárquicos, de los bonapartistas, de los
demócratas, de los comunistas, y su propio descrédito, sin que, por tanto,
Tetis necesitase abandonar el mar y confiarles el secreto. Intentaron salir
astutamente al paso de la fatalidad con un ardid constitucional, mediante el
artículo 111 de la Constitución, según el cual toda propuesta de revisión
constitucional ha de votarse en tres debates sucesivos, con un intervalo de un
mes entero entre cada debate, por las tres cuartas partes de votantes, por lo
menos, y siempre y cuando que, además, voten no menos de 500 diputados de la
Asamblea Nacional. Con esto no hacían más que el pobre intento de ejercer como
minoría —porque ya se veían proféticamente como tal— un poder que en aquel
momento, en que disponía de la mayoría parlamentaria y de todos los resortes
del poder del Gobierno se les iba escapando por días de las débiles manos.
Finalmente, en un artículo
melodramático, la Constitución se confía «a la vigilancia y al patriotismo de
todo el pueblo francés y de cada francés por separado», después que en otro
artículo anterior había entregado ya los «vigilantes» y «patriotas» a los
tiernos y criminalísimos cuidados del Tribunal Supremo, Haute Cour, creado
expresamente por ella.
Tal era la Constitución de 1848,
que no fue derribada el 2 de diciembre de 1851 por una cabeza, sino que se vino
a tierra al contacto de un simple sombrero; cierto es que este sombrero era el
tricornio napoleónico.
Mientras los republicanos
burgueses de la Asamblea se ocupaban en cavilar, discutir y votar esta
Constitución, Cavaignac mantenía, fuera de la Asamblea, el estado de sitio en
París. El estado de sitio en París fue el comadrón de la Constituyente en sus
dolores republicanos del parto. Si más tarde la Constitución fue muerta por las
bayonetas, no hay que olvidar que también había sido guardada en el vientre
materno y traída al mundo por las bayonetas, por bayonetas vueltas contra el
pueblo. Los antepasados de los «republicanos honestos» habían hecho dar a su
símbolo, la bandera tricolor [32], la vuelta por Europa. Ellos, a su vez,
hicieron también un invento que se abrió por sí mismo paso por todo el
continente, pero retornando a Francia con amor siempre renovado, hasta que
acabó adquiriendo carta de ciudadanía en la mitad de sus departamentos: el
estado de sitio. ¡Magnífico invento, aplicado periódicamente en cada una de las
crisis sucesivas en el curso de la revolución francesa! Y el cuartel y el
vivac, puestos así, periódicamente, por encima äe la sociedad francesa para
aplastarle el cerebro y convertirla en un ser tranquilo; el sable y el
mosquetón, [423] que periódicamente regentaban la justicia y la administración,
ejercían tutela y censura, hacían funciones de policía y oficio de serenos; ål
bigote y la guerrera, que se preconizaban periódicamente como la sabiduría
suprema y como los rectores de la sociedad, ¿no tenían necesariamente el
cuartel y el vivac, el sable y el mosquetón, el bigote y la guerrera, que dar
por último en la ocurrencia de que era mejor salvar a la sociedad de una vez
para siempre, proclamando su propio régimen como el más alto de todos y
descargando por completo a la sociedad burguesa del cuidado de gobernarse por
sí misma? El cuartel y el vivac, el sable y el mosquetón, el bigote y la
guerrera tenían necesariamente que dar en esta ocurrencia, con tanta mayor
razón cuanto que de este modo podían esperar también una mejor recompensa por
sus altos servicios, mientras que limitándose a decretar periódicamente el
estado de sitio y a salvar transitoriamente a la sociedad por encargo de esta o
aquella fracción de la burguesía, se conseguía poco de sólido, fuera de algunos
muertos y heridos y de algunas muecas amistosas de burgueses. ¿Por qué el
elemento militar no podía jugar por fin de una vez al estado de sitio en su
propio interés y para su propio beneficio, sitiando al mismo tiempo las bolsas
burguesas? Por lo demás, no olvidemos, digámoslo de pasada, que el coronel
Bernard, aquel mismo presidente de la Comisión militar que bajo Cavaignac ayudó
a mandar a la deportación, sin juicio, a 15.000 insurrectos, vuelve a hallarse
en este momento a la cabeza de las Comisiones militares que actúan en París.
Si los republicanos «honestos»,
los republicanos puros, plantaron con el estado de sitio de París el vivero en
que habían de criarse los pretorianos [33] del 2 de diciembre de 1851 merecen
en cambio que se ensalce en ellos el que, lejos de exagerar el sentimiento nacional
como habían hecho bajo Luis Felipe, ahora, cuando disponen del poder de la
nación, se arrastran a los pies del extranjero, y en vez de liberar a Italia,
hacen que vuelvan a ocuparla los austríacos y los napolitanos [34]. La elección
de Luis Bonaparte como presidente, el 10 de diciembre de 1848, puso fin a la
dictadura de Cavaignac y a la Constituyente.
En el artículo 44 de la
Constitución se dice: «El presidente de la República Francesa no deberá haber
perdido nunca la ciudadanía francesa». El primer presidente de la República
Francesa, L. N. Bonaparte, no sólo había perdido la ciudadanía francesa, no sólo
había sido agente especial de la policía inglesa, sino que era incluso un suizo
naturalizado [35].
Ya he expuesto en otro lugar la
significación de las elecciones del 10 de diciembre [*]. No he de volver aquí
sobre esto. Baste observar [424] que fue una reacción de los campesinos, que
habían tenido que pagar el coste de la revolución de febrero, contra las demás
clases de la nación, una reacción del campo contra la ciudad. Esta reacción
encontró gran eco en el ejército, al que los republicanos del "National"
no habían dado fama ni aumento de sueldo; entre la gran burguesía, que saludó
en Bonaparte el puente hacia la monarquía; entre los proletarios y los pequeños
burgueses, que le saludaron como un azote para Cavaignac. Más adelante he de
tener ocasión de examinar más en detalle el papel de los campesinos en la
revolución francesa.
La época que va desde el 20 de
diciembre de 1848 hasta la disolución de la Constituyente en mayo de 1849,
abarca la historia del ocaso de los republicanos burgueses. Después de haber
creado una república para la burguesía, de haber expulsado del campo de lucha
al proletariado revolucionario y de reducir provisionalmente al silencio a la
pequeña burguesía democrática, se ven ellos mismos puestos al margen por la
masa de la burguesía, que con justo derecho embarga a esta república como cosa
de su propiedad. Pero esta masa burguesa era realista. Una parte de ella, los
grandes propietarios de tierras, había dominado bajo la Restauración [36] y
era, por tanto, legitimista. La otra parte, los aristócratas financieros y los
grandes industriales, había dominado bajo la monarquía de Julio, y era, por
consiguiente, orleanista [37]. Los altos dignatarios del Ejército, de la
Universidad, de la Iglesia, del Foro, de la Academia y de la Prensa se
repartían entre ambos campos, aunque en distinta proporción. Aquí, en la
república burguesa, que no ostentaba el nombre de Borbón ni el nombre de
Orleáns, sino el nombre de Capital, habían encontrado la forma de gobierno bajo
la cual podían dominar conjuntamente. Ya la insurrección de junio los había
unido en las filas del «partido del orden» [38]. Ahora, se trataba ante todo de
eliminar a la pandilla de los republicanos burgueses que ocupaban todavía los
escaños de la Asamblea Nacional. Y todo lo que estos republicanos puros habían
tenido de brutales para abusar de la fuerza física contra el pueblo, lo
tuvieron ahora de cobardes, de pusilánimes, de tímidos, de alicaídos, de
incapaces de luchar para mantener su republicanismo y su derecho de legisladores
frente al poder ejecutivo y los realistas. No tengo por qué relatar aquí la
historia ignominiosa de su desintegración. No cayeron, se acabaron. Su historia
ha terminado para siempre, y en el período siguiente ya sólo figuran, lo mismo
dentro que fuera de la Asamblea, como recuerdos, recuerdos que parecen revivir
de nuevo tan pronto como se trata del mero nombre de República y cuantas veces
el conflicto revolucionario amenaza con descender hasta el nivel más bajo. Diré
de pasada que el periódico que dio su nombre a este partido, el
"National", se pasó en el período siguiente al socialismo.
Antes de terminar con este
período, tenemos que echar todavía una ojeada retrospectiva a los dos poderes,
uno de los cuales anuló al otro el 2 de diciembre de 1851, mientras que desde
el 20 de diciembre de 1848 hasta la disolución de la Constituyente vivieron en
relaciones maritales. Nos referimos, de un lado, a Luis Bonaparte y, de otro
lado, al partido de los realistas coligados, al partido del orden, al partido de
la gran burguesía. Al tomar posesión de la presidencia, Bonaparte formó
inmediatamente un ministerio del partido del orden, al frente del cual puso a
Odilon Barrot, que era, nótese bien, el antiguo dirigente de la fracción más
liberal de la burguesía parlamentaria. Por fin, el señor Barrot había cazado la
cartera de ministro cuyo espectro le perseguía desde 1830, y más aún, la
presidencia del ministerio; pero no como lo había soñado bajo Luis Felipe, como
el jefe más avanzado de la oposición parlamentaria, sino con la misión de matar
un parlamento y como aliado de todos sus peores enemigos, los jesuitas y los
legitimistas. Por fin, pudo casarse con la novia, pero sólo después de que ésta
había sido ya prostituida. En cuanto a Bonaparte, se eclipsó en apariencia
totalmente. Ese partido actuaba por él.
Ya en el primer consejo de
ministros se acordó la expedición a Roma, que se convino en realizar a espaldas
de la Asamblea Nacional y arrancándole a ésta los medios financieros bajo un
pretexto falso. Así comenzó la cosa, estafando a la Asamblea Nacional y con una
conspiración secreta con las potencias absolutistas extranjeras contra la
república revolucionaria romana. Del mismo modo y con la misma maniobra,
Bonaparte preparó su golpe del 2 de diciembre contra la Asamblea Legislativa
realista y su república constitucional. No olvidemos que el mismo partido, que
el 20 de diciembre de 1848 formaba el ministerio de Bonaparte, formaba el 2 de
diciembre de 1851 la mayoría de la Asamblea Nacional Legislativa.
La Constituyente había acordado
en agosto no disolverse hasta después de elaborar y promulgar toda una serie de
leyes orgánicas complementarias de la Constitución. El partido del orden le
propuso el 6 de enero de 1849, por medio del diputado Rateau, no tocar las leyes
orgánicas y acordar más bien su propia disolución. No sólo el ministerio, con
el señor Odilon Barrot a la cabeza, sino todos los diputados realistas de la
Asamblea Nacional le hicieron saber en este momento, en tono imperativo, que su
disolución era necesaria para restablecer el crédito, para consolidar el orden,
para poner fin a aquella indefinida situación provisional y crear un estado de
cosas definitivo; se le dijo que entorpecía la actividad del nuevo Gobierno y
sólo procuraba alargar su vida por rencor, que el país estaba cansado de ella.
[426] Bonaparte tomó nota de todas estas invectivas contra el poder
legislativo, se las aprendió de memoria y, el 2 de diciembre de 1851, demostró
a los realistas parlamentarios que había aprovechado sus lecciones. Repitió
contra ellos sus propios tópicos.
El ministerio Barrot y el partido
del orden fueron más allá. Hicieron que de toda Francia se dirigiesen
solicitudes a la Asamblea Nacional pidiendo a ésta muy amablemente que se
retirase. De este modo, lanzaron a la batalla contra la Asamblea Nacional,
expresión constitucionalmente organizada del pueblo, sus masas no organizadas.
Enseñaron a Bonaparte a apelar ante el pueblo contra las asambleas
parlamentarias. Por fin, el 29 de enero de 1849 llegó el día en que la
Constituyente había de resolver el problema de su propia disolución. La
Asamblea Nacional se encontró con el edificio en que se celebraban sus sesiones
ocupado militarmente; Changarnier, el general del partido del orden, en cuyas
manos se concentraba el mando supremo de la Guardia Nacional y las tropas de
línea, celebró en París una gran revista de tropas, como en vísperas de una
batalla, y los realistas coligados declararon conminatoriamente a la
Constituyente, que si no se mostraba sumisa se emplearía la fuerza. Se mostró
sumisa y regateó únicamente un plazo brevísimo de vida. ¿Qué fue el 29 de enero
sino el coup d'état [*] del 2 de diciembre de 1851, sólo que ejecutado por los
realistas juntamente con Bonaparte contra la Asamblea Nacional republicana?
Esos señores realistas no advirtieron o no quisieron advertir que Bonaparte se
valió del 29 de enero de 1849 para hacer que desfilase ante él, por las
Tullerías, una parte de las tropas y se agarró ávidamente a esta primera
demostración pública del poder militar contra el poder parlamentario, para
hacer alusión a Calígula [39]. Claro está que ellos no veían más que a su
Changarnier.
El motivo que llevó especialmente
al partido del orden a acortar violentamente la vida de la Constituyente fueron
las leyes orgánicas complementarias de la Constitución, como la ley de
enseñanza, la ley de cultos, etc. A los realistas coligados les interesaba en
extremo hacer ellos mismos estas leyes y no dejar que las hiciesen los
republicanos ya recelosos. Entre estas leyes orgánicas figuraba también, sin
embargo, una ley sobre la responsabilidad del presidente de la república. En
1851, la Asamblea Legislativa se ocupaba precisamente de la redacción de esta
ley, cuando Bonaparte paró este coup [*]* con el coup del 2 de diciembre. ¡Qué
no hubieran dado los realistas coligados, en su campaña [427] parlamentaria del
invierno de 1851, por haberse encontrado ya hecha, la ley sobre la
responsabilidad presidencial! ¡Y hecha, además, por una Asamblea desconfiada,
rencorosa, republicana!
Después de que la misma
Constituyente había roto el 29 de enero de 1849 su última arma, el ministerio
Barrot y los amigos del orden la acosaron a muerte, no dejaron por hacer nada
que pudiera humillarla y arrancaron a su debilidad y a su falta de confianza en
sí misma leyes que le costaron el último residuo de respeto de que aún gozaba
entre el público. Bonaparte, con su idea fija napoleónica, fue lo
suficientemente audaz para explotar públicamente esta degradación del poder
parlamentario. En efecto, cuando el 8 de mayo de 1849 la Asamblea Nacional da
un voto de censura al Gobierno por la ocupación de Civitavecchia [*] por
Oudinot y ordena que se reduzca la expedición romana a su supuesta finalidad,
Bonaparte publica en el "Moniteur" [40], en la tarde del mismo día,
una carta a Oudinot en la que le felicita por sus heroicas hazañas, y se
presenta ya, por oposición a los escritorcillos parlamentarios, como el
generoso protector del ejército. Los realistas, al ver esto, se sonrieron,
creyendo sencillamente que habían logrado embaucarle. Por fin, cuando Marrast,
presidente de la Constituyente, creyó en peligro por un momento la seguridad de
la Asamblea Nacional, y, apoyándose en la Constitución, requirió a un coronel
con su regimiento, el coronel se negó a obedecer, invocó la disciplina y
remitió a Marrast a Changarnier, quien le despidió sardónicamente, diciéndole
que no le gustaban las baïonnettes intelligentes [*]*. En noviembre de 1851,
cuando los realistas coligados quisieron comenzar la lucha decisiva contra
Bonaparte, intentaron, con su célebre proyecto de ley sobre los cuestores [41],
lograr que se adoptara el principio de la requisición directa de las tropas por
el presidente de la Asamblea Nacional. Uno de sus generales, Le Flô, había
suscrito el proyecto de ley. Fue inútil que Changarnier votase en favor de la
propuesta y que Thiers rindiese homenaje a la circunspecta sabiduría de la
antigua Constituyente. El ministro de la Guerra, St. Arnaud, le contestó como
Changarnier había contestado a Marrast, ¡y entre los gritos de aplauso de la
Montaña!
Así fue cómo el mismo partido del
orden, cuando todavía no era Asamblea Nacional, cuando sólo era ministerio,
estigmatizó el régimen parlamentario. ¡Y pone el grito en el cielo, cuando, el
2 de diciembre de 1851, este régimen es desterrado de Francia!
¡Le deseamos feliz viaje!
NOTAS
[27] 113. "Le National"
(El Nacional): diario francés; se publicó en París de 1830 a 1851; órgano de
los republicanos burgueses moderados. Los representantes más destacados de esta
corriente en el Gobierno Provisional eran Marrast, Bastide y Garnier-Pagés.-
214, 417
[28] 123. Se alude al artículo de
fondo del "Journal des Débats" del 28 de agosto de 1848.
"Journal des Débats
politiques et littéraries" (Periódico de los debates políticos y
literarios"): diario burgués francés fundado en París en 1789. Durante la
monarquía de Julio fue el periódico gubernamental, órgano de la burguesía
orleanista. Durante la revolución de 1848, el periódico expresaba las opiniones
de la burguesía contrarrevolucionaria agrupada en el denominado partido del
orden.- 235, 352, 417
[29] 227. Tratados de Viena:
tratados concertados en Viena (mayo-junio de 1815) por los Estados que habían
participado en las guerras napoleónicas (véase la nota 170).- 417
[**] Editoriales. (N. de la
Edit.)
[30] 228. La Carta Constitucional
fue aprobada después de la revolución burguesa de 1830 en Francia. Era la ley
fundamental de la monarquía de Julio. Proclamaba formalmente los derechos
soberanos de la nación y restringía un tanto el poder del monarca.- 419
[*] Frère, il faut mourir!
(«¡Hermano, hay que morir!»), palabras con que se saludaban entre sí los
miembros de la orden de los monjes católicos trapenses. (N. de la Edit.)
[31] 229. Clichy: cárcel de París
donde se recluía a los deudores insolventes (desde 1826 hasta 1867).- 421, 458
[32] 115. Durante los primeros
días de la existencia de la República Francesa se planteó la cuestión de elegir
la bandera nacional. Los obreros revolucionarios de París exigían que se
declarase enseña nacional la bandera roja que enarbolaran los obreros de los
suburbios de la capital durante la insurrección de junio de 1832. Los
representantes de la burguesía insistían en que se eligiera la tricolor (azul,
blanca y roja), que había sido la bandera de Francia durante la revolución
burguesa de fines del siglo XVIII y del imperio de Napoleón I. Esta bandera
había sido también, antes de la revolución de 1848, el emblema de los
republicanos burgueses que se agrupaban en torno al periódico "Le
National". Los representantes de los obreros se vieron obligados a acceder
a que la bandera nacional de la República Francesa fuese declarada la tricolor.
No obstante, al asta de la bandera se adhirió una escarapela roja.- 218, 422
[33] 230. Pretorianos:
denominación que se daba en la Roma antigua a la guardia personal privilegiada
de los jefes militares o del emperador; participaban siempre en los motines
interiores y llevaban a menudo al trono a personeros suyos. Aquí se trata de la
Sociedad del 10 de diciembre (véase el presente tomo, págs. 453-455).- 423
[34] 231. Se alude a la
participación conjunta del Reino napolitano y Austria en la intervención contra
la República Romana en mayo-julio de 1849.- 423
[35] 232. Marx se refiere a los
siguientes hechos de la biografía de Luis Bonaparte: en 1832 Luis Bonaparte
adoptó la nacionalidad suiza en el cantón de Thurgau; en 1848, durante su
estancia en Inglaterra, se hizo voluntariamente constable especial (en
Inglaterra, reserva policíaca entre la población civil).- 423
[*] Véase el presente tomo, págs.
241-243 (N. de la Edit.)
[36] 131. Sobre la restauración
en Francia véase la nota 58.- 256, 424
[37] 93. Se trata de los dos
partidos monárquicos de la burguesía francesa de la primera mitad del siglo
XIX, o sea, de los legitimistas (véase la nota 59) y de los orleanistas.
Orleanistas: partidarios de los
duques de Orleáns, rama menor de la dinastía de los Borbones, que se mantuvo en
el poder desde la revolución de Julio de 1830 hasta la revolución de 1848;
representaban los intereses de la aristocracia financiera y la gran burguesía.
Durante la Segunda república
(1848-1851), los dos grupos monárquicos constituyeron el núcleo del «partido
del orden», un partido conservador unificado.- 197, 227, 424
[38] 130. Partido del orden:
surgió en 1848 como partido de la gran burguesía conservadora; era una
coalición de las dos fracciones monárquicas de Francia, es decir, de los
legitimistas y los orleanistas (véanse las notas 59 y 63); desde 1849 hasta el
golpe de Estado del 2 de diciembre de 1851 ocupaba una posición rectora en la
Asamblea Legislativa de la Segunda República.- 256, 424
[*] Golpe de Estado. (N. de la
Edit.)
[39] 233. El emperador romano
Calígula (37-41) fue elevado al trono por la guardia pretoriana.- 426
[**] Golpe. (N. de la Edit.)
[*] Véase el presente tomo, págs.
253-255 (N. de la Edit.)
[40] 116. "Le Moniteur
universel" ("El Heraldo universal"): diario francés, órgano
oficial del Gobierno; aparecía en París desde 1789 hasta 1901. En las páginas
de "Le Moniteur" se insertaban obligatoriamente las disposiciones y
decretos del Gobierno, informaciones de los debates parlamentarios y otros
documentos oficiales; en 1848 se publicaban también en este periódico
informaciones de las reuniones de la Comisión de Luxemburgo.- 219, 497
[**] Las bayonetas inteligentes.
(N. de la Edit.)
[41] 234. Se llamaban cuestores
en la Asamblea Legislativa a los encargados de administrar la hacienda pública
y velar por su seguridad (por analogía con los cuestores de la Roma antigua).
El proyecto de ley sobre la concesión al presidente de la Asamblea Nacional del
derecho de llamar a las tropas fue presentado por los cuestores realistas Le
Flô, Baze y Panat el 6 de noviembre de 1851, y tras de suscitar violentos
debates, fue rechazado el 17 de noviembre.- 427
III
El 28 de mayo de 1849 se reunió
la Asamblea Nacional Legislativa. El 2 de diciembre de 1851 fue disuelta por la
fuerza. Este período abarca la vida de la república constitucional o
parlamentaria.
En la primera revolución
francesa, a la dominación de los constitucionales le sigue la dominación de los
girondinos, y a la dominación de los girondinos, la de los jacobinos [42]. Cada
uno de estos partidos se apoya en el que se halla delante. Tan pronto como ha impulsado
la revolución lo suficiente para no poder seguirla, y mucho menos para poder
encabezarla, es desplazado y enviado a la guillotina por el aliado, más
intrépido, que está detrás de él. La revolución se mueve de este modo en un
sentido ascensional.
En la revolución de 1848 es al
revés. El partido proletario aparece como apéndice del
pequeñoburgués-democrático. Este le traiciona y contribuye a su derrota el 16
de abril [43], el 15 de mayo y en las jornadas de junio. A su vez, el partido
democrático se apoya sobre los hombros del republicano-burgués. Apenas se
consideran seguros, los republicanos burgueses se sacuden el molesto camarada y
se apoyan, a su vez, sobre los hombros del partido del orden. El partido del
orden levanta sus hombros, deja caer a los republicanos burgueses dando
volteretas y salta, a su vez, a los hombros del poder armado. Y cuando cree que
está todavía sentado sobre esos hombros, una buena mañana se encuentra con que
los hombros se han convertido en bayonetas. Cada partido da coces al que empuja
hacia adelante y se apoya en las espaldas del partido que impulsa para atrás.
No es extraño que, en esta ridícula postura, pierda el equilibrio y se venga a
tierra entre extrañas cabriolas, después de hacer las muecas inevitables. De
este modo, la revolución se mueve en sentido descendente. En este movimiento de
retroceso se encuentra todavía antes de desmontarse la última barricada de
febrero y de constituirse el primer órgano de autoridad revolucionaria.
El período que tenemos ante
nosotros abarca la mezcolanza más abigarrada de clamorosas contradicciones:
constitucionales que conspiran abiertamente contra la Constitución,
revolucionarios que confiesan abiertamente ser constitucionales, una Asamblea
Nacional que quiere ser omnipotente y no deja de ser ni un solo momento
parlamentaria; una Montaña que encuentra su misión en la resignación y para los
golpes de sus derrotas presentes con la profecía de victorias futuras;
realistas que son los patres conscripti [*] de la república y se ven obligados
por la situación [429] a mantener en el extranjero las dinastías reales en
pugna, de que son partidarios, y sostener en Francia la república, a la que
odian; un poder ejecutivo que encuentra en su misma debilidad su fuerza, y su
respetabilidad en el desprecio que inspira; una república que no es más que la
infamia combinada de dos monarquías, la de la Restauración y la de Julio, con
una etiqueta imperial; alianzas cuya primera cláusula es la separación; luchas
cuya primera ley es la indecisión; en nombre de la calma una agitación
desenfrenada y vacua; en nombre de la revolución los más solemnes sermones en
favor de la tranquilidad; pasiones sin verdad; verdades sin pasión; héroes sin
hazañas heroicas; historia sin acontecimientos; un proceso cuya única fuerza
propulsora parece ser el calendario, fatigoso por la sempiterna repetición de
tensiones y relajamientos; antagonismos que sólo parecen exaltarse
periódicamente para embotarse y decaer, sin poder resolverse; esfuerzos
pretenciosamente ostentados y espantos burgueses ante el peligro del fin del
mundo y al mismo tiempo los salvadores de éste tejiendo las más mezquinas
intrigas y comedias palaciegas, que en su laisser aller [*]* recuerdan más que
el Juicio Final los tiempos de la Fronda [44]; el genio colectivo oficial de
Francia ultrajado por la estupidez ladina de un solo individuo; la voluntad
colectiva de la nación, cuantas veces habla en el sufragio universal, busca su
expresión adecuada en los enemigos empedernidos de los intereses de las masas, hasta
que, por último, la encuentra en la voluntad obstinada de un filibustero. Si
hay pasaje de la historia pintado en gris sobre fondo gris, es éste. Hombres y
acontecimientos aparecen como un Schlemihl [45] a la inversa, como sombras que
han perdido sus cuerpos. La misma revolución paraliza a sus propios portadores
y sólo dota de violencia pasional a sus adversarios. Y cuando, por fin, aparece
el «espectro rojo», constantemente evocado y conjurado por los
contrarrevolucionarios, no aparece tocado con el gorro frigio [46] de la
anarquía, sino vistiendo el uniforme del orden, con zaragüelles rojos.
Veíamos que el ministerio
nombrado por Bonaparte el 20 de diciembre de 1848, el día de su ascensión, era
un ministerio del partido del orden, de la coalición legitimista y orleanista.
Este ministerio, Barrot-Falleux, había sobrevivido a la Constituyente
republicana, cuya vida había acortado de un modo más o menos violento, y
empuñaba todavía el timón. Changarnier, el general de los realistas coligados,
seguía concentrando en su persona el alto mando de la primera división militar
y de la Guardia Nacional de París. Finalmente, las elecciones generales habían
asegurado al partido del orden la gran mayoría en la Asamblea Nacional. Aquí,
los diputados y los pares de Luis Felipe se encontraron con [430] un santo
tropel de legitimistas para quienes numerosas papeletas electorales de la
nación se habían trocado en entradas para la escena política. Los diputados
bonapartistas eran demasiado contados para poder formar un partido
parlamentario independiente. Sólo aparecían como una mauvaise queue [*] del
partido del orden. Como vemos, el partido del orden tenía en sus manos el poder
del Gobierno, el ejército y el cuerpo legislativo; en una palabra, todos los
poderes del Estado, y hallábase fortalecido moralmente por las elecciones
generales que hacían aparecer su dominación como voluntad del pueblo, y por la
victoria simultánea de la contrarrevolución en todo el continente europeo.
Jamás un partido abrió la campaña
con medios más abundantes ni bajo mejores auspicios.
Los republicanos puros
naufragados se vieron reducidos en la Asamblea Nacional Legislativa a una
pandilla de unos 50 hombres, y a su frente los generales africanos Cavaignac,
Lamoricière y Bedeau. Pero el gran partido de oposición lo formaba la Montaña.
Con este nombre parlamentario se había bautizado el partido socialdemócrata.
Disponía de más de 200 de los 750 votos de la Asamblea Nacional y era, por lo
menos, tan fuerte como cualquiera de las tres fracciones del partido del orden
por separado. Su minoría relativa frente a toda la coalición realista parecía
estar compensada por circunstancias especiales. No sólo porque las elecciones
departamentales pusieron de manifiesto que este partido había ganado simpatías
considerables entre la población del campo. Contaba además en sus filas con
casi todos los diputados de París, el ejército había hecho una confesión de fe
democrática mediante la elección de tres suboficiales, y el jefe de la Montaña,
Ledru-Rollin, a diferencia de todos los representantes del partido del orden,
fue elevado al rango de la nobleza parlamentaria por cinco departamentos que
habían concentrado sus votos en él. Por tanto, el 28 de mayo de 1849, dados los
inevitables choques intestinos de los realistas y los de todo el partido del
orden con Bonaparte, la Montaña parecía contar con todas las probabilidades de
éxito. Catorce días después lo había perdido todo, hasta el honor.
Antes de proseguir con la
historia parlamentaria, son indispensables algunas observaciones, para evitar
los errores corrientes acerca del carácter total de la época que nos ocupa.
Según la manera de ver de los demócratas, durante el período de la Asamblea Nacional
Legislativa el problema es el mismo que el del período de la Constituyente: la
simple lucha entre republicanos y realistas. En cuanto al movimiento mismo lo
encierran en un tópico: «reacción», la noche, en la que todos los gatos son
pardos y que les [431] permite salmodiar todos sus habituales lugares comunes,
dignos de su papel de sereno. Y, ciertamente, a primera vista el partido del
orden parece un ovillo de diversas fracciones realistas, que no sólo intrigan
unas contra otras para elevar cada cual al trono a su propio pretendiente y
eliminar al del bando contrario, sino que, además, se unen todas en el odio
común y en los ataques comunes contra la «república». Por su parte, la Montaña
aparece como la representante de la «república» frente a esta conspiración
realista. El partido del orden aparece constantemente ocupado en una «reacción»
que, ni más ni menos que en Prusia, va contra la prensa, contra la asociación,
etc., y se traduce, al igual que en Prusia, en brutales ingerencias policíacas
de la burocracia, de la gendarmería y de los tribunales. A su vez, la Montaña
está constantemente ocupada con no menos celo en repeler estos ataques,
defendiendo así los «eternos derechos humanos», como todo partido sedicente
popular lo viene haciendo más o menos desde hace siglo y medio. Sin embargo,
examinando más de cerca la situación y los partidos, se esfuma esta apariencia
superficial, que vela la lucha de clases y la peculiar fisonomía de este
período.
Legitimistas y orleanistas
formaban, como queda dicho, las dos grandes fracciones del partido del orden.
¿Qué era lo que hacía que estas fracciones se aferrasen a sus pretendientes y
las mantenía mutuamente separadas? ¿Serían tan sólo las flores de lis [47] y la
bandera tricolor, la Casa de Borbón y la Casa de Orleáns, diferentes matices
del realismo o, en general, su profesión de fe realista? Bajo los Borbones
había gobernado la gran propiedad territorial, con sus curas y sus lacayos;
bajo los Orleáns, la alta finanza, la gran industria, el gran comercio, es
decir, el capital, con todo su séquito de abogados, profesores y retóricos. La
monarquía legítima no era más que la expresión política de la dominación
heredada de los señores de la tierra, del mismo modo que la monarquía de Julio
no era más que la expresión política de la dominación usurpada de los
advenedizos burgueses. Lo que, por tanto, separaba a estas fracciones no era
eso que llaman principios, eran sus condiciones materiales de vida, dos
especies distintas de propiedad; era el viejo antagonismo entre la ciudad y el
campo, la rivalidad entre el capital y la propiedad del suelo. Que, al mismo
tiempo, había viejos recuerdos, enemistades personales, temores y esperanzas,
prejuicios e ilusiones, simpatías y antipatías, convicciones, artículos de fe y
principios que los mantenían unidos a una u otra dinastía, ¿quién lo niega?
Sobre las diversas formas de propiedad y sobre las condiciones sociales de
existencia se levanta toda una superestructura de sentimientos, ilusiones,
modos de pensar y concepciones de vida diversos y plasmados de un modo
peculiar. La clase entera los crea y los forma derivándolos de sus [432] bases
materiales y de las relaciones sociales correspondientes. El individuo suelto,
a quien se le imbuye la tradición y la educación, podrá creer que son los
verdaderos móviles y el punto de partida de su conducta. Aunque los orleanistas
y los legitimistas; aunque cada fracción se esforzase por convencerse a sí
misma y por convencer a la otra de que lo que las separaba era la lealtad a sus
dos dinastías, los hechos demostraron más tarde que eran más bien sus intereses
divididos lo que impedía que las dos dinastías se uniesen. Y así como en la
vida privada se distingue entre lo que un hombre piensa y dice de sí mismo y lo
que realmente es y hace, en las luchas históricas hay que distinguir todavía
más entre las frases y las figuraciones de los partidos y su organismo efectivo
y sus intereses efectivos, entre lo que se imaginan ser y lo que en realidad
son. Orleanistas y legitimistas se encontraron en la república los unos junto a
los otros y con idénticas pretensiones. Si cada parte quería imponer frente a
la otra la restauración de su propia dinastía, esto sólo significaba una cosa:
que cada uno de los dos grandes intereses en que se divide la burguesía —la
propiedad del suelo y el capital— aspiraba a restaurar su propia supremacía y
la subordinación del otro. Hablamos de dos intereses de la burguesía, pues la
gran propiedad del suelo, pese a su coquetería feudal y a su orgullo de casta,
estaba completamente aburguesada por el desarrollo de la sociedad moderna.
También los tories en Inglaterra se hicieron durante mucho tiempo la ilusión de
creer que se entusiasmaban con la monarquía, la Iglesia y las bellezas de la
vieja Constitución inglesa, hasta que llegó el día del peligro y les arrancó la
confesión de que sólo se entusiasmaban con la renta del suelo.
Los realistas coligados
intrigaban unos contra otros en la prensa, en Ems [48], en Claremont {141},
fuera del parlamento. Entre bastidores, volvían a vestir sus viejas libreas
orleanistas y legitimistas y reanudaban sus viejos torneos. Pero en la escena
pública, en sus grandes representaciones cívicas, como gran partido
parlamentario, despachaban a sus respectivas dinastías con simples reverencias y
aplazaban la restauración de la monarquía in infinitum [*]. Cumplían con su
verdadero oficio como partido del orden, es decir, bajo un título social y no
bajo un título político, como representantes del régimen social burgués y no
como caballeros de ninguna princesa peregrinante, como clase burguesa frente a
otras clases y no como realistas frente a republicanos. Y, como partido del
orden, ejercieron una dominación más ilimitada y más dura sobre las demás
clases de la sociedad que la que habían ejercido nunca bajo la Restauración o
bajo la monarquía de Julio, como sólo era [433] posible ejercerla bajo la forma
de la república parlamentaria, pues sólo bajo esta forma podían unirse los dos
grandes sectores de la burguesía francesa, y por tanto poner a la orden del día
la dominación de su clase en vez del régimen de un sector privilegiado de ella.
Si, a pesar de esto y también como partido del orden, insultaban a la república
y manifestaban la repugnancia que sentían por ella, no era sólo por apego a sus
recuerdos realistas. El instinto les enseñaba que, aunque la república había
coronado su dominación política, al mismo tiempo socavaba su base social, ya
que ahora se enfrentaban con las clases sojuzgadas y tenían que luchar con
ellas sin ningún género de mediación, sin poder ocultarse detrás de la corona,
sin poder desviar el interés de la nación mediante sus luchas subalternas
intestinas y con la monarquía. Era un sentimiento de debilidad el que los hacía
retroceder temblando ante las condiciones puras de su dominación de clase y
suspirar por las formas más incompletas, menos desarrolladas y precisamente por
ello menos peligrosas de su dominación. En cambio, cuantas veces los realistas
coligados chocan con el pretendiente que tienen enfrente, con Bonaparte, cuantas
veces creen que el poder ejecutivo hace peligrar su omnipotencia parlamentaria,
cuantas veces tienen que exhibir, por tanto, el título político de su
dominación, actúan como republicanos y no como realistas. Desde el orleanista
Thiers, quien advierte a la Asamblea Nacional que la república es lo que menos
los separa, hasta el legitimista Berryer, que el 2 de diciembre de 1851, ceñido
con la banda tricolor, arenga como tribuno, en nombre de la república, al
pueblo congregado delante del edificio de la alcaldía del décimo arrondissement
[*]. Claro está que el eco burlón le contestaba con este grito: Henri V! Henri
V! [*]*
Frente a la burguesía coligada se
había formado una coalición de pequeños burgueses y obreros, el llamado partido
socialdemócrata. Los pequeños burgueses viéronse mal recompensados después de
las jornadas de junio de 1848, vieron en peligro sus intereses materiales y
puestas en tela de juicio por la contrarrevolución las garantías democráticas
que habían de asegurarles la posibilidad de hacer valer esos intereses. Se
acercaron, por tanto, a los obreros. De otra parte, su representación
parlamentaria, la Montaña, puesta al margen durante la dictadura de los
republicanos burgueses, había reconquistado durante la última mitad de la vida
de la Constituyente su perdida popularidad con la lucha contra Bonaparte y los
ministros realistas. Había concertado [434] una alianza con los jefes
socialistas. En febrero de 1849 se festejó con banquetes la reconciliación. Se
esbozó un programa común, se crearon comités electorales comunes y se
proclamaron candidatos comunes. A las reivindicaciones sociales del
proletariado se les limó la punta revolucionaria y se les dio un giro
democrático; a las exigencias democráticas de la pequeña burguesía se les
despojó de la forma meramente política y se afiló su punta socialista. Así
nació la socialdemocracia. La nueva Montaña, fruto de esta combinación,
contenía, prescindiendo de algunos figurantes de la clase obrera y de algunos
sectarios socialistas, los mismos elementos que la vieja, sólo que más fuertes
en número. Pero, en el transcurso del proceso había cambiado, con la clase que
representaba. El carácter peculiar de la socialdemocracia consiste en exigir
instituciones democrático-republicanas, no para abolir a la par los dos
extremos, capital y trabajo asalariado, sino para atenuar su antítesis y
convertirla en armonía. Por mucho que difieran las medidas propuestas para
alcanzar este fin, por mucho que se adorne con concepciones más o menos
revolucionarias, el contenido es siempre el mismo. Este contenido es la
transformación de la sociedad por vía democrática, pero una transformación
dentro del marco de la pequeña burguesía. No vaya nadie a formarse la idea
limitada de que la pequeña burguesía quiere imponer, por principio, un interés
egoísta de clase. Ella cree, por el contrario, que las condiciones especiales
de su emancipación son las condiciones generales fuera de las cuales no puede
ser salvada la sociedad moderna y evitarse la lucha de clases. Tampoco debe creerse
que los representantes democráticos son todos shopkeepers [*] o gentes que se
entusiasman con ellos. Pueden estar a un mundo de distancia de ellos, por su
cultura y su situación individual. Lo que los hace representantes de la pequeña
burguesía es que no van más allá, en cuanto a mentalidad, de donde van los
pequeños burgueses en modo de vida; que, por tanto, se ven teóricamente
impulsados a los mismos problemas y a las mismas soluciones a que impulsan a
aquellos, prácticamente, el interés material y la situación social. Tal es, en
general, la relación que existe entre los representantes políticos y literarios
de una clase y la clase por ellos representada.
Por todo lo expuesto se comprende
de por sí que aunque la Montaña luchase constantemente con el partido del orden
en torno a la república y a los llamados derechos del hombre, ni la república
ni los derechos del hombre eran su fin último, del mismo modo que un ejército
al que se quiere despojar de sus armas [435] y que se apresta a la defensa, no
se lanza al terreno de lucha solamente para quedar en posesión de sus armas.
Inmediatamente después de
reunirse la Asamblea Nacional, el partido del orden provocó a la Montaña. La
burguesía sentía ahora la necesidad de acabar con los demócratas pequeñoburgueses,
lo mismo que un año antes había comprendido la necesidad de acabar con el
proletariado revolucionario. Pero la situación del adversario era distinta. La
fuerza del partido proletario estaba en la calle, y la de los pequeños
burgueses en la misma Asamblea Nacional. Tratábase, pues, de sacarlos de la
Asamblea Nacional a la calle y hacer que ellos mismos destrozasen su fuerza
parlamentaria antes de que tuviesen tiempo y ocasión para consolidarla. La
Montaña corrió hacia la trampa a rienda suelta.
El cebo que le echaron fue el
bombardeo de Roma por las tropas francesas [*]*. Este bombardeo infringía el
artículo V de la Constitución, que prohíbe a la República Francesa emplear sus
fuerzas armadas contra las libertades de otro pueblo. Además, el artículo 54 prohibía
toda declaración de guerra por el poder ejecutivo sin la aprobación de la
Asamblea Nacional, y la Constituyente había desautorizado la expedición a Roma,
con su acuerdo de 8 de mayo. Basándose en estas razones, Ledru-Rollin presento
el 11 de junio de 1849 un acta de acusación contra Bonaparte y sus ministros.
Azuzado por las picadas de avispa de Thiers, se dejó arrastrar incluso a la
amenaza de que estaban dispuestos a defender la Constitución por todos los
medios, hasta con las armas en la mano. La Montaña se levantó como un sólo
hombre y repitió este llamamiento a las armas. El 12 de junio, la Asamblea
Nacional desechó el acta de acusación, y la Montaña abandonó el parlamento. Los
acontecimientos del 13 de junio son conocidos: la proclama de una parte de la
Montaña declarando «fuera de la Constitución» a Bonaparte y sus ministros; la
procesión callejera de los guardias nacionales democráticos, que, desarmados
como iban, se dispersaron a escape al encontrarse con las tropas de
Changarnier, etc., etc. Una parte de la Montaña huyó al extranjero, otra parte
fue entregada al Tribunal Supremo de Bourges [49], y un reglamento
parlamentario sometió al resto a la vigilancia de maestro de escuela del
presidente de la Asamblea Nacional. En París se declaró nuevamente el estado de
sitio, y la parte democrática de su Guardia Nacional fue disuelta. Así se
destrozaba la influencia de la Montaña en el parlamento y la fuerza de los
pequeños burgueses en París.
En Lyon, donde el 13 de junio
había dado la señal para un sangriento levantamiento obrero, se declaró también
el estado [436] de sitio, que se hizo extensivo a los cinco departamentos
circundantes, situación que dura hasta el momento actual.
El grueso de la Montaña dejó en
la estacada su vanguardia, negándose a firmar la proclama de ésta. La prensa
desertó, y sólo dos periódicos se atrevieron a publicar el pronunciamiento. Los
pequeños burgueses traicionaron a sus representantes: los guardias nacionales
no aparecieron, y donde aparecieron fue para impedir que se levantasen
barricadas. Los representantes habían engañado a los pequeños burgueses, ya que
a los pretendidos aliados del ejército no se les vio por ninguna parte.
Finalmente, en vez de obtener un refuerzo de él, el partido democrático
contagió al proletariado su propia debilidad, y, como suele ocurrir con las
hazañas democráticas, los jefes tuvieron la satisfacción de poder acusar a su
«pueblo» de deserción, y el pueblo la de poder acusar de engaño a sus jefes.
Rara vez se había anunciado una
acción con más estrépito que la campaña inminente de la Montaña, rara vez se
había trompeteado un acontecimiento con más seguridad ni con más anticipación
que la victoria inevitable de la democracia. Indudablemente, los demócratas
creen en las trompetas, cuyos toques habían derribado las murallas de Jericó
[50]. Y cuantas veces se enfrentan con las murallas del despotismo, intentan
repetir el milagro. Si la Montaña quería vencer en el parlamento, no debió
llamar a las armas. Y si llamaba a las armas en el parlamento, no debía
comportarse en la calle parlamentariamente. Si la manifestación pacífica era un
propósito serio, era necio no prever que se la habría de recibir belicosamente.
Y si se pensaba en una lucha efectiva, era peregrino deponer las armas con las
que esa lucha había de librarse. Pero las amenazas revolucionarias de los
pequeños burgueses y de sus representantes democráticos no son más que intentos
de intimidar al adversario. Y cuando se ven metidos en un atolladero, cuando se
han comprometido ya lo bastante para verse obligados a ejecutar sus amenazas,
lo hacen de un modo equívoco, evitando, sobre todo, los medios que llevan al
fin propuesto y acechan todos los pretextos para sucumbir. Tan pronto como hay
que romper el fuego, la estrepitosa obertura que anunció la lucha se pierde en
un pusilánime refunfuñar, los actores dejan de tomar su papel au sérieux [*] y
la acción se derrumba lamentablemente, como un balón lleno de aire al que se le
pincha con una aguja.
Ningún partido exagera más ante
él mismo sus medios que el democrático, ninguno se engaña con más ligereza
acerca de la [437] situación. Porque una parte del ejército hubiese votado a su
favor, la Montaña estaba ya convencida de que el ejército se sublevaría por
ella. ¿Y con qué motivo? Con un motivo que, desde el punto de vista de las
tropas, no tenía otro sentido que el que los revolucionarios se ponían al lado
de los soldados romanos y en contra de los soldados franceses. De otra parte,
estaba todavía demasiado fresco el recuerdo del mes de junio de 1848, para que
el proletariado no sintiese una profunda repugnancia contra la Guardia
Nacional, y los jefes de las sociedades secretas una desconfianza completa
hacia los jefes democráticos. Para superar estas diferencias, harían falta
grandes intereses comunes que estuviesen en juego. La infracción de un artículo
constitucional abstracto no podía representar un tal interés. ¿Acaso no se
había violado ya repetidas veces la Constitución, según aseguraban los propios
demócratas? ¿Y acaso los periódicos más populares no habían estigmatizado esta
Constitución como un amaño contrarrevolucionario? Pero el demócrata, como
representa a la pequeña burguesía, es decir, a una clase de transición, en la
que los intereses de dos clases se embotan el uno contra el otro, cree estar
por encima del antagonismo de clases en general. Los demócratas reconocen que
tienen enfrente a una clase privilegiada, pero ellos, con todo el resto de la
nación que los circunda, forman el pueblo. Lo que ellos representan son los
derechos del pueblo, lo que los interesa, es el interés del pueblo. Por eso,
cuando se prepara una lucha, no necesitan examinar los intereses y las
posiciones de las distintas clases. No necesitan ponderar con demasiada
escrupulosidad sus propios medios. No tienen más que dar la señal, para que el
pueblo, con todos sus recursos inagotables, caiga sobre los opresores. Y si, al
poner en práctica la cosa, sus intereses resultan no interesar y su poder ser
impotencia, la culpa la tienen los sofistas perniciosos, que escinden al pueblo
indivisible en varios campos enemigos, o el ejército, demasiado embrutecido y
cegado para ver en los fines puros de la democracia lo mejor para él, o bien ha
fracasado todo por un detalle de ejecución, o ha surgido una casualidad
imprevista que ha malogrado la partida por esta vez. En todo caso, el demócrata
sale de la derrota más ignominiosa tan inmaculado como inocente entró en ella,
con la convicción readquirida de que tiene necesariamente que vencer, no de que
él mismo y su partido tienen que abandonar la vieja posición, sino de que, por
el contrario, son las condiciones las que tienen que madurar para ponerse a
tono con él.
Por eso no debemos formarnos una
idea demasiado trágica de la Montaña diezmada, destrozada y humillada por el
nuevo reglamento parlamentario. Si el 13 de junio eliminó a sus jefes, por otra
parte abrió paso a «capacidades» de segundo rango, a quienes [438] esta nueva
posición halagaba. Si su impotencia en el parlamento ya no dejaba lugar a
dudas, esto les daba ahora también derecho a limitar sus actos a estallidos de
indignación moral y a estrepitosas declamaciones. Si el partido del orden
aparentaba ver encarnados en ellos, como últimos representantes oficiales de la
revolución, todos los horrores de la anarquía, esto les permitía comportarse en
la práctica con tanta mayor trivialidad y humildad. Y del 13 de junio se
consolaban con este giro profundo: «Pero, si se osa tocar el sufragio
universal, ¡ah, entonces! ¡Entonces verán quiénes somos nosotros!» Nous
verrons!» [*].
Por lo que se refiere a los
«montañeses» huidos al extranjero, basta observar que Ledru-Rollin, en vista de
que había conseguido arruinar irremisiblemente en menos de dos semanas el
potente partido a cuyo frente estaba, se creyó llamado a formar un gobierno
francés in partibus [51], que a lo lejos, desgajada del campo de acción, su
figura parecía ganar en talla a medida que bajaba el nivel de la revolución y
las magnitudes oficiales de la Francia oficial iban haciéndose enanas; que pudo
figurar como pretendiente republicano para 1852; que dirigía circulares
periódicas a los valacos y a otros pueblos, en las que se amenazaba a los
déspotas del continente con sus hazañas y las de sus aliados. ¿Acaso le faltaba
por completo la razón a Prondhon cuando gritó a estos señores: Vous n'êtes que
des blagueurs! [*]*?
El 13 de junio, el partido del
orden no sólo había quebrantado la fuerza de la Montaña, sino que había
impuesto el sometimiento de la Constitución a los acuerdos de la mayoría de la
Asamblea Nacional. Y así entendía él la república, como el régimen en el que la
burguesía domina bajo formas parlamentarias, sin encontrar un valladar como
bajo la monarquía; ni en el veto del poder ejecutivo ni en el derecho de
disolver el parlamento. Esto era la república parlamentaria, como la llamaba
Thiers. Pero, si el 13 de junio la burguesía aseguró su omnipotencia en el seno
del parlamento, ¿no condenaba a éste a una debilidad incurable frente al poder
ejecutivo y al pueblo, al repudiar a la parte más popular de la Asamblea? Al
entregar a numerosos diputados, sin más ceremonias, a la requisición de los
tribunales, anulaba su propia inmunidad parlamentaria. El reglamento humillante
que impuso a la Montaña, elevaba el rango del presidente de la república en la
misma proporción en que rebajaba el de cada uno de los representantes del
pueblo. Al estigmatizar la insurrección en defensa del régimen constitucional,
como un movimiento anárquico encaminado a subvertir la sociedad, la burguesía
se cerraba a sí [439] misma el camino del llamamiento a la insurrección, tan
pronto como el poder ejecutivo violase la Constitución en contra de ella. Y la
ironía de la histora quiso que el 2 de diciembre de 1851, el general que
bombardeó Roma por orden de Bonaparte, dando así el motivo inmediato para el
motín constitucional del 13 de junio, Oudinot, hubiera de ser propuesto al
pueblo, en tono implorante y en vano, por el partido del orden, como el general
de la Constitución frente a Bonaparte. Otro héroe del 13 de junio, Vieyra, que
desde la tribuna de la Asamblea Nacional cosechó elogios por las brutalidades
cometidas por él en los locales de periódices democráticos, al frente de una
banda de guardias nacionales pertenecientes a la alta finanza, este mismo
Vieyra estaba en el secreto de la conspiración de Bonaparte y contribuyó
esencialmente a cortar a la Asamblea Nacional, en sus horas de agonía, todo
apoyo por parte de la Guardia Nacional.
El 13 de junio tenía, además,
otra significación. La Montaña había querido arrancar el que se entregase a
Bonaparte a los tribunales. Por tanto, su derrota era una victoria directa para
Bonaparte, el triunfo personal de éste sobre sus enemigos democráticos. El
partido del orden había conseguido la victoria y Bonaparte no tenía que hacer
más que embolsársela. Así lo hizo. El 14 de junio pudo leerse en los muros de
París una proclama en la que el presidente, como sin participación suya,
resistiéndose, obligado simplemente por la fuerza de los acontecimientos, sale
de su recato claustral, se queja, como la virtud ofendida, de las calumnias de
sus adversarios, y, mientras parece identificar a su persona con la causa del
orden, identifica la causa del orden con su persona. Además, la Asamblea
Nacional había aprobado, aunque después de realizada, la expedición contra
Roma, habiendo la iniciativa de la misma corrido a cargo de Bonaparte. Después
de restituir en el Vaticano al pontífice Samuel, podía esperar entrar en las
Tullerías como rey David [52]. Se había ganado a los curas.
El motín del 13 de junio se
limitó, como hemos visto, a una pacífica procesión callejera. Contra él no se
podían, por tanto, ganar laureles guerreros. No obstante, en una época tan
pobre en héroes y en acontecimientos, el partido del orden convirtió esta
batalla incruenta en un segundo Austerlitz [53]. La tribuna y la prensa
ensalzaron el ejército, como el poder del orden, en contraposición a las masas
del pueblo, como la impotencia de la anarquía, y glorificaron a Changarnier,
como el «baluarte de la sociedad». Un engaño, en el que acabó creyendo hasta él
mismo. Pero por debajo de cuerda, fueron desplazados de París los cuerpos que
parecían dudosos, los regimientos en que las elecciones habían dado los
resultados más democráticos fueron desterrados de [440] Francia a Argelia, las
cabezas inquietas que había entre las tropas, enviadas a secciones de castigo,
y, por último, sistemáticamente llevado cabo el acordonamiento del cuartel
contra la prensa y su aislamiento de la sociedad civil.
Llegamos aquí al viraje decisivo
en la historia de la Guardia Nacional francesa. En 1830 había decidido la caída
de la Restauración. Bajo Luis Felipe fracasaron todos los motines en los que la
Guardia Nacional estaba al lado de las tropas. Cuando en las jornadas de
febrero de 1848, se mantuvo en actitud pasiva frente la insurrección y equívoca
frente a Luis Felipe, éste se dio por perdido, y lo estaba. Así fue arraigando
la convicción de que la revolución no podía vencer sin la Guardia Nacional, ni
el ejército podía vencer contra ella. Era la fe supersticiosa del ejército en
la omnipotencia civil. Las jornadas de junio de 1848, en que todo la Guardia
Nacional, unida a las tropas de línea, sofocó la insurrección, habían reforzado
esta fe supersticiosa. Después de haber subido Bonaparte a la presidencia, la
posición de la Guardia Nacional descendió en cierto modo, por la fusión
anticonstitucional de su mando con el mando de la primera división militar en
la persona de Changarnier.
Como el mando de la Guardia
Nacional aparecía aquí como un atributo del alto mando militar, la Guardia
Nacional parecía quedar reducida a un apéndice de las tropas de línea. Por fin,
el 13 de junio fue destrozada. Y no sólo por su disolución parcial, que desde
aquel momento se repitió periódicamente en todos los puntos de Francia y sólo
dejó en pie las ruinas de la Guardia Nacional. La manifestación del 13 de junio
fue, sobre todo, una manifestación de los guardias nacionales democráticos. Es
cierto que no opusieron al ejército sus armas sino sólo sus uniformes, pero en
este uniforme estaba precisamente el talismán. El ejército se convenció de que
el tal uniforme era un trapo de lana como otro cualquiera. El encanto quedó
roto. En las jornadas de junio de 1848, la burguesía y la pequeña burguesía, en
calidad de Guardia Nacional, estuvieron unidas con el ejército contra el
proletariado; el 13 de junio de 1849, la burguesía hizo que el ejército
dispersase a la Guardia Nacional pequeñoburguesa; el 2 de diciembre de 1851,
había desaparecido la Guardia Nacional de la propia burguesía, y Bonaparte se
limitó a registrar este becho al firmar, después de producido, el decreto de su
disolución. Así fue como la burguesía rompió ella misma su última arma contra
el ejército, pero no tenía más remedio que romperla desde el momento en que la
pequeña burguesía no estaba ya detrás de ella tomo vasallo, sino delante de
ella como rebelde, del mismo modo que tenía necesariamente que destruir en
general, con sus propias manos, a partir del instante en que se hizo [441] ella
misma absolutista, todos sus medios de defensa contra el absolutismo.
Entretanto, el partido del orden
festejaba la conquista de un poder que en 1848 sólo parecía haber perdido para
volver a encontrarlo libre de sus trabas en 1849, con invectivas contra la
república y la Constitución, maldiciendo todas las revoluciones futuras,
presentes y pasadas, incluyendo las hechas por los dirigentes de su mismo
partido, y por medio de leyes que amordazaban a la prensa, destruían el derecho
de asociación y sancionaban el estado de sitio como institución orgánica.
Luego, la Asamblea Nacional suspendió sus sesiones desde mediados de agosto
basta mediados de octubre, después de haber nombrado una comisión permanente
para el tiempo que durase su ausencia. Durante estas vacaciones, los
legitimistas intrigaron con Ems, los orleanistas con Claremonts, Bonaparte
mediante tournées principescas, y los consejos departamentales en cabildeos
sobre la revisión constitucional, casos que se repiten con regularidad durante
las vacaciones periódicas de la Asamblea Nacional y en los que entraré tan
pronto como se conviertan en acontecimientos. Aquí advertimos tan sólo que la
Asamblea Nacional obró impolíticamente al desaparecer de la escena durante tan
largo intervalo dejando que sólo apareciese al frente de la república una
figura, aunque lamentable: la de Luis Bonaparte, mientras el partido del orden,
para escándalo del público, se descomponía en sus partes integrantes realistas
y se dejaba llevar por sus apetitos de restauración en pugna. Tan pronto como
enmudecía, durante estas vacaciones, el ruido ensordecedor del parlamento y su
cuerpo se disolvía en la nación, nadie podía dejar de ver que sólo faltaba una
cosa para consumar la verdadera faz de esta república: hacer permanentes las
vacaciones parlamentarias y sustituir su lema de Liberté, égalité, fraternité
por estas palabras inequívocas: Infanterie, Cavalerie, Artillerie! [*]
NOTAS
[42] 235. Constitucionalistas:
partidarios de la monarquía constitucional, representantes de la gran
burguesía, estrechamente ligada al poder monárquico, y de la aristocracia
liberal.
Girondinos: agrupación política
burguesa del período de la revolución burguesa de fines del siglo XVIII en
Francia. Expresaban los intereses de la burguesía moderada, vacilaban entre la
revolución y la contrarrevolución y seguían la senda de las componendas con la
monarquía. Debían su denominación al departamento de la Gironda, representado
por muchos dirigentes de la agrupación en la Asamblea Legislativa y la
Convención.
Jacobinos: agrupación política de
la burguesía en el período de la revolución burguesa de fines del siglo XVIII
en Francia. Representaban el ala izquierda de la burguesía francesa y defendían
con energía y consecuencia la necesidad de acabar con el feudalismo y el
absolutismo.- 428
[43] 122. El 16 de abril de 1848
la Guardia Nacional burguesa, movilizada especialmente con este fin, detuvo en
París una manifestación pacífica de obreros que iban a presentar al Gobierno
Provisional una petición sobre la «organización del trabajo» y la «abolición de
la explotación del hombre por el hombre».- 233, 352, 428
[*] Los senadores. (N. de la
Edit.)
[**] Despreocupación. (N. de la
Edit.)
[44] 236. Fronda: movimiento
aristocrático burgués desplegado en Francia contra el absolutismo entre 1648 y
1653. Los nobles, dirigentes del movimiento, con el apoyo de sus séquitos y de
tropas extranjeras, utilizaban en provecho propio las insurrecciones campesinas
y los movimientos democráticos de las ciudades que estallaban por entonces.-
429
[45] Schlemihl, Peter: personaje
de la obra de Chamisso "Historia maravillosa de Peter Schlemihl", que
cambió su sombra por el monedero de hadas.- 429
[46] 237. Gorro frigio: gorro encarnado
de los antiguos frigios. Posteriormente sirvió de modelo para el gorro que
usaron los jacobinos.- 429
[*] Un apéndice molesto. (N. de
la Edit.)
[47] 127. La flor de lis: emblema
heráldico de la monarquía de los Borbones; la violeta, emblema de los
bonapartistas.- 242, 431
[48] 140. Se trata del conde de
Chambord (que se denominaba a sí mismo Enrique V), de la rama mayor de la
dinastía de los Borbones, que pretendía el trono francés. Una de las
residencias permanentes de Chambord en Alemania Occidental, además de la ciudad
de Wiesbaden, era la ciudad de Ems.- 271, 432
[*] Hasta la infinidad. (N. de la
Edit.)
[*] Distrito (N. de la Edit.)
[**] ¡Enrique V! ¡Enrique V! (N.
de la Edit.)
[*] Tenderos. (N. de la Edit.)
[**] Véase el presente tomo,
págs. 253-255 (N. de la Edit.)
[49] 132. En Bourges se celebró
entre el 7 de marzo y el 3 de abril de 1849 el proceso contra los participantes
en los acontecimientos del 15 de mayo de 1848. Barbès fue condenado a reclusión
perpetua, y Blanqui a diez años de cárcel. Albert, De Flotte, Sobrier, Raspail
y los demás, a diversos plazos de prisión y deportación a las colonias.- 259,
435
[50] 238. Jericó: según la
leyenda bíblica, primera ciudad que ocuparon los hebreos al entrar en
Palestina. Las murallas de la ciudad cayeron a causa de las trompetas de
quienes la sitiaban.- 436
[*] En serio. (N. de la Edit.)
[*] Ya veremos. (N. de la Edit.)
[51] 92. In partibus infidelium
(literalmente: «en el país de los infieles»): adición al título de los obispos
católicos destinados a cargos puramente nominales en países no cristianos. Esta
expresión la empleaban a menudo Marx y Engels, aplicada a diversos gobiernos
emigrados que se habían formado en el extranjero sin tener en cuenta alguna la
situación real del país.- 194, 307, 412, 438, 480
[**] ¡No sois más que unos
charlatanes! (N. de la Edit.)
[52] 239. Alusión a los planes de
Luis Bonaparte de recibir la corona real de Francia de manos del papa Pío IX.
Según la Biblia, David, rey de Israel, fue ungido para el trono por el profeta
Samuel.- 439
[53] 240. Batalla de Austerlitz
(Moravia), dada el 2 de diciembre (20 de noviembre) de 1805. En ella Napoleón I
venció a las tropas ruso-austríacas.- 439
[*] ¡Infantería, caballería,
artillería! (N. de la Edit.)
A mediados de octubre de 1849
reanudó sus sesiones la Asamblea Nacional. El 1 de noviembre, Bonaparte la
sorprendió con un mensaje en el que le anunciaba la destitución del ministerio
Barrot-Falloux y la formación de un nuevo ministerio. Jamás se ha arrojado a
lacayos de su puesto con menos cumplidos que Bonaparte a sus ministros. Los
puntapiés destinados a la Asamblea Nacional los recibían, por el momento,
Barrot y Compañía.
El ministerio Barrot estaba
compuesto, como hemos visto, por legitimistas y orleanistas, era un ministerio
del partido del orden. Bonaparte había necesitado de él para disolver la
Constituyente republicana, poner por obra la expedición contra Roma y destrozar
el partido democrático. El se había eclipsado aparentemente detrás de este
ministerio, entregando el poder del Gobierno en manos del partido del orden y
poniéndose la careta de modestia que bajo Luis Felipe llevaba el gerente
responsable de los periódicos, la careta del homme de paille [*]. Ahora se
quitó la máscara, que no era va velo sutil detrás del que podía ocultar su
fisonomía, sino la máscara de hierro que le impedía mostrar una fisonomía
propia. Había constituido el ministerio Barrot para hacer saltar, en nombre del
partido del orden, la Asamblea Nacional republicana; y lo destituyó para
declarar a su propio nombre independiente de la Asamblea Nacional del partido
del orden.
Pretextos plausibles para esta
destitución no faltaban. El ministerio Barrot descuidaba incluso las formas de
decoro que habrían hecho aparecer al presidente de la república como un poder
al lado de la Asamblea Nacional. Durante las vacaciones parlamentarias
Bonaparte publicó una carta dirigida a Edgar Ney en la que parecía desaprobar
la actuación iliberal del papa [*]*, del mismo modo que había publicado, en
oposición a la Constituyente, otra carta en la que elogiaba a Oudinot por su
ataque contra la República de Roma [*]**. Al votarse en la Asamblea Nacional el
presupuesto de la expedición romana, Víctor Hugo, por un supuesto liberalismo,
puso a discusión esa carta. El partido del orden ahogó entre exclamaciones
despectivamente incrédulas la ocurrencia de que las ocurrencias de Bonaparte
pudieran tener la menor importancia política. Ninguno de los ministros recogió
el guante en su favor. En otra ocasión, Barrot, con su conocido patetismo
vacuo, dejó escapar desde la tribuna palabras de indignación contra los
«manejos abominables» en que, según su testimonio, andaban las personas más
cercanas al presidente. Por último, el ministerio, a la par que hacía aprobar
por la Asamblea Nacional una pensión de viudedad para la Duquesa de Orleáns,
rechazaba todas las propuestas para aumentar la lista civil de la presidencia.
Y en Bonaparte, el pretendiente imperial se fundía tan íntimamente con el
caballero de industria arruinado, que una gran idea, la de su misión de
restaurador del imperio, se complementaba siempre con otra: la de que el pueblo
francés tenía la misión de saldar sus deudas.
El ministerio Barrot-Falloux fue
el primero y el último ministerio parlamentario nombrado por Bonaparte. Por eso
su destitución señala un viraje decisivo. Con él, el partido del orden perdió,
para no recuperarlo jamás, un puesto indispensable para afirmar el régimen parlamentario,
el asidero del poder ejecutivo. Se comprende inmediatamente que en un país como
Francia, donde el poder ejecutivo dispone de un ejército de funcionarios de más
de medio millón de individuos y tiene por tanto constantemente bajo su dependencia
más incondicional a una masa inmensa de intereses y existencias, donde el
Estado tiene atada, fiscalizada, regulada, vigilada y tutelada a la sociedad
civil, desde sus manifestaciones más amplias de vida hasta sus vibraciones más
insignificantes, desde sus modalidades más generales de existencia hasta la
existencia privada de los individuos, donde este cuerpo parasitario adquiere,
por medio de una centralización extraordinaria, una ubicuidad, una
omnisciencia, una capacidad acelerada de movimientos y una elasticidad que sólo
encuentran correspondencia en la dependencia desamparada, en el carácter
caóticamente informe del auténtico cuerpo social, se comprende que en un país
semejante, al perder la posibilidad de disponer de los puestos ministeriales,
la Asamblea Nacional perdía toda influencia efectiva, si al mismo tiempo no
simplificaba la administración del Estado, no reducía todo lo posible el
ejército de funcionarios y finalmente no dejaba a la sociedad civil y a la
opinión pública crearse sus órganos propios, independientes del poder del
Gobierno. Pero, el interés material de la burguesía francesa está precisamente
entretejido del modo más íntimo con la conservación de esa extensa y
ramificadísima maquinaria del Estado. Coloca aquí a su población sobrante y
completa en forma de sueldos del Estado lo que no puede embolsarse en forma de
beneficios, intereses, rentas y honorarios. De otra parte, su interés político
la obligaba a aumentar diariamente la represión, y por tanto los recursos y el
personal del poder del Estado, a la par que se veía obligada a sostener una
guerra ininterrumpida contra la opinión pública y mutilar y paralizar
recelosamente los órganos independientes de movimiento de la sociedad, allí
donde no conseguía amputarlos por completo. De este modo, la burguesía francesa
veíase forzada, por su situación de clase, de una parte, a destruir las
condiciones de vida de todo poder parlamentario, incluyendo, por tanto, el suyo
propio, y, de otra, a hacer irresistible el poder ejecutivo hostil a ella.
El nuevo ministerio llamábase el
ministerio d'Hautpoul. No porque el general d'Hautpoul hubiese obtenido el
rango de presidente del Consejo. Con Barrot, Bonaparte había suprimido [444]
prácticamente esta dignidad, que condenaba al presidente de la república,
ciertamente, a la nulidad legal de un rey constitucional, pero de un rey
constitucional sin trono y sin corona, sin cetro y sin espada, sin atributo de
la irresponsabilidad, sin la posesión imprescriptible de la suprema dignidad
del Estado y, lo más fatal de todo, sin lista civil. En el ministerio de
d'Hautpoul no había más que un hombre de fama parlamentaria, el prestamista
Fould, uno de los miembros de peor reputación de la alta finanza. Le tocó en
suerte la cartera de Hacienda. Consúltense las cotizaciones de la Bolsa de
París y se verá que, desde el 1 de noviembre de 1849, los fondos franceses
suben y bajan con las subidas y bajadas de las acciones bonapartistas. Habiendo
encontrado así su aliado en la Bolsa, Bonaparte se adueñó, al mismo tiempo, de
la policía mediante el nombramiento de Carlier para prefecto de la policía de
París.
Sin embargo, las consecuencias
del cambio de ministerios sólo podían revelarse conforme fuesen desarrollándose
las cosas. Por el momento, Bonaparte sólo había dado un paso adelante para
luego verse empujado hacia atrás de un modo tanto más visible. A su agrio
mensaje, siguió la declaración más servil de sumisión a la Asamblea Nacional.
Cuantas veces los ministros hacían el tímido intento de presentar como
proyectos de ley sus caprichos personales, ellos mismos parecían cumplir a
regañadientes un mandato grotesco, obligados tan sólo por su posición y
convencidos de antemano de la falta de éxito. Cuantas veces Bonaparte, a
espaldas de sus ministros, se iba de la lengua hablando de sus intenciones y
jugando con sus idées napoléoniennes 24, sus mismos ministros le desautorizaban
desde lo alto de la tribuna de la Asamblea Nacional. Parecía como si sus
apetitos usurpadores sólo se exteriorizasen para que no se acallasen las risas
malignas de sus adversarios. Se comportaba como un genio ignorado, considerado
por el mundo entero como un bobo. Jamás fue objeto del desprecio de todas las
clases de un modo más completo que durante este período. Jamás la burguesía
dominó de un modo más incondicional, jamás hizo una ostentación más jactanciosa
de las insignias de su dominación.
No me propongo escribir aquí la
historia de sus actividades legislativas, que se resume, durante este período,
en dos leyes: la ley restableciendo el impuesto sobre el vino y la ley de
enseñanza, que suprime la incredulidad religiosa. Si a los franceses se les
ponían obstáculos para beber vino, en cambio se les servía con tanta mayor
abundancia el agua de la vida justa. Si en la ley sobre el impuesto del vino la
burguesía declaraba intangible el antiguo odioso sistema fiscal francés, con la
ley de enseñanza [445] intentaba asegurar el antiguo estado de ánimo de las
masas, que lo hacía soportar. Se asombra uno de ver a los orleanistas, a los
burgueses liberales, estos viejos apóstoles del volterianismo y de la filosofía
ecléctica, confiar a sus enemigos hereditarios, los jesuitas, la administración
del espíritu francés. Pero, orleanistas y legitimistas, aunque discrepasen en
lo que se refería al pretendiente a la corona, comprendían que su dominación
coligada exigía unir los medios de opresión de dos épocas, que los medios de
sojuzgamiento de la monarquía de Julio debían completarse y fortalecerse con
los medios de sojuzgamiento de la Restauración.
Los campesinos, defraudados en
todas sus esperanzas, oprimidos más que nunca, de una parte, por el bajo nivel
de los precios de los cereales y, de otra parte, por la carga de las
contribuciones y por el endeudamiento hipotecario, cada vez mayores, comenzaron
a agitarse en los departamentos. Se les contestó con una batida furiosa contra
los maestros de escuela, que fueron sometidos al cura, contra los alcaldes, que
fueron sometidos al prefecto, y con un sistema de espionaje, al que quedaron
sometidos todos. En París y en las grandes ciudades, la reacción misma presenta
la fisonomía de su época y provoca más de lo que reprime. En el campo, se hace
baja, vulgar, mezquina, agobiante, vejatoria; en una palabra, el gendarme. Se
comprende hasta qué punto tres años de régimen del gendarme, bendecido por el
régimen del cura, tenía que desmoralizar a masas incultas.
Por grande que fuese la suma de
pasión y declamación que el partido del orden derrochase desde lo alto de la
tribuna de la Asamblea Nacional contra la minoría, sus discursos eran
monosilábicos, como los del cristiano, que ha de decir: sí, sí; no, no.
Monosilábicos en la tribuna y monosilábicos en la prensa. Insulsos como los
acertijos cuya solución se sabe de antemano. Ya se trate del derecho de
petición o del impuesto sobre el vino, de la libertad de prensa o de la
libertad de comercio, de los clubs o del reglamento municipal, de la protección
de la libertad personal o de la regulación del presupuesto del Estado, la
consigna se repite siempre, el tema es siempre el mismo, el fallo está siempre
preparado y reza invariablemente: «¡Socialismo!» Se presenta como socialista
hasta el liberalismo burgués, como socialista la ilustración burguesa, como
socialista la reforma financiera burguesa. Era socialista construir un
ferrocarril donde había ya un canal y socialista defenderse con el palo cuando
le atacaban a uno con la espada.
Y esto no era mera retórica,
moda, táctica de partido. La burguesía tenía la conciencia exacta de que todas
las armas forjadas por ella contra el feudalismo se volvían contra ella misma,
de que [446] todos los medios de cultura alumbrados por ella se rebelaban
contra su propia civilización, de que todos los dioses que había creado la
abandonaban. Comprendía que todas las llamadas libertades civiles y los
organismos de progreso atacaban y amenazaban, al mismo tiempo, en la base
social y en la cúspide política, a su dominación de clase, y por tanto se
habían convertido en «socialistas». En esta amenaza y en este ataque veía con
razón el secreto del socialismo, cuyo sentido y cuya tendencia juzgaba ella más
exactamente que se sabe juzgar a sí mismo el llamado socialismo, el cual no
puede comprender por ello cómo la burguesía se cierra a cal y canto contra él,
ya gima sentimentalmente sobre los dolores de la humanidad, ya anuncie
cristianamente el reino milenario y la fraternidad universal, ya chochee
humanísticamente hablando de ingenio, cultura, libertad o cavile doctrinalmente
un sistema de conciliación y bienestar de todas las clases sociales. Lo que no
comprendía la burguesía era la consecuencia de que su mismo régimen
parlamentario, de que su dominación política en general tenía que caer también
bajo la condenación general, como socialista. Mientras la dominación de la
clase burguesa no se hubiese organizado íntegramente, no hubiese adquirido su
verdadera expresión política, no podía destacarse tampoco de un modo puro el
antagonismo de las otras clases, ni podía, allí donde se destacaba, tomar el
giro peligroso que convierte toda lucha contra el poder del Estado en una lucha
contra el capital. Cuando en cada manifestación de vida de la sociedad veía un
peligro para la «tranquilidad», ¿cómo podía empeñarse en mantener a la cabeza
de la sociedad el régimen de la intranquilidad, su propio régimen, el régimen
parlamentario, este régimen que, según la expresión de uno de sus oradores,
vive en la lucha y merced a la lucha? El régimen parlamentario vive de la
discusión; ¿cómo, pues, va a prohibir que se discuta? Todo interés, toda
institución social se convierten aquí en ideas generales, se ventilan bajo
forma de ideas; ¿cómo, pues, algún interés, alguna institución van a situarse
por encima del pensamiento e imponerse como artículo de fe? La lucha de los
oradores en la tribuna provoca la lucha de los plumíferos de la prensa, el club
de debates del parlamento se complementa necesariamente con los clubs de
debates de los salones y de las tabernas, los representantes que apelan
continuamente a la opinión del pueblo autorizan a la opinión del pueblo para expresar
en peticiones su verdadera opinión. El régimen parlamentario lo deja todo a la
decisión de las mayorías; ¿cómo, pues, no van a querer decidir las grandes
mayorías fuera del parlamento? Si los que están en las cimas de Estado tocan el
violín, ¿qué cosa más natural sino que los que están abajo bailen?
Por tanto, cuando la burguesía
excomulga como «socialista» lo que antes ensalzaba como «liberal», confiesa que
su propio interés le ordena esquivar el peligro de su Gobierno propio, que para
poder imponer la tranquilidad en el país tiene que imponérsela ante todo a su
parlamento burgués, que para mantener intacto su poder social tiene que
quebrantar su poder político; que los individuos burgueses sólo pueden seguir
explotando a otras clases y disfrutando apaciblemente de la propiedad, la
familia, la religión y el orden bajo la condición de que su clase sea condenada
con las otras clases a la misma nulidad política; que para salvar la bolsa, hay
que renunciar a la corona, y que la espada que había de protegerla tiene que
pender al mismo tiempo sobre su propia cabeza como la espada de Damocles.
En el campo de los intereses
generales de la burguesía, la Asamblea Nacional se mostró tan improductiva,
que, por ejemplo, los debates sobre el ferrocarril París-Aviñón, comenzados en
el invierno de 1850, no habían terminado todavía el 2 de diciembre de 1851.
Donde no se trataba de oprimir, de actuar reaccionariamente, estaba condenada a
una esterilidad incurable.
Mientras el ministerio de
Bonaparte tomaba en parte la iniciativa de leyes en el espíritu del partido del
orden, y en parte exageraba todavía más su severidad en la ejecución y manejo
de las mismas, el propio Bonaparte intentaba, mediante propuestas puerilmente
necias, ganar popularidad, poner de manifiesto su antagonismo con la Asamblea
Nacional y apuntar al designio secreto de abrir al pueblo francés sus tesoros
ocultos, designio cuya ejecución sólo impedían provisionalmente las
circunstancias. Así, la proposición de decretar un aumento de cuatro sous [*]
diarios para los sueldos de los suboficiales. Así, la proposición de crear un
Banco para conceder créditos de honor a los obreros. Obtener dinero regalado y
prestado: he aquí la perspectiva con que esperaba que las masas picasen en el
anzuelo. Regalar y recibir prestado: a eso se limita la ciencia financiera del
lumpemproletariado, lo mismo del distinguido que del vulgar. A esto se
limitaban los resortes que Bonaparte sabía poner en movimiento. Jamás un
pretendiente ha especulado más simplemente sobre la simpleza de las masas.
La Asamblea Nacional montó
repetidas veces en cólera ante estos intentos innegables de ganar popularidad a
costa suya, ante el peligro creciente de que este aventurero, al que le
espoleaban las deudas y al que no contenía el temor de perder ninguna
reputación adquirida osase un golpe desesperado. La desarmonía entre el partido
del orden y el presidente había adoptado ya un [448] carácter amenazador,
cuando un acontecimiento inesperado volvió a echar a éste, arrepentido, en
brazos de aquél. Nos referimos a las elecciones parciales del 10 de marzo de
1850. Estas elecciones se celebraron para cubrir los puestos de diputados que
la prisión o el destierro habían dejado vacantes después del 13 de junio. París
sólo eligió a candidatos socialdemócratas. Concentró incluso la mayoría de los
votos en un insurrecto de junio de 1848, en De Flotte. La pequeña burguesía de
París, aliada al proletariado, se vengaba así de su derrota del 13 de junio de
1849. Parecía como si sólo se hubiese retirado del campo de batalla en el
momento de peligro para volver a pisarlo, con una masa mayor de fuerzas
combativas y con una consigua de guerra más audaz, al presentarse la ocasión
propicia. Una circunstancia parecía aumentar el peligro de esta victoria electoral.
El ejército votó en París por el insurrecto de junio, contra La Hitte, un
ministro de Bonaparte, y en los departamentos votó en gran parte por los
«montañeses», que también aquí, aunque no de un modo tan decisivo como en
París, afirmaron la supremacía sobre sus adversarios.
Bonaparte viose, de pronto,
colocado otra vez frente a la revolución. Lo mismo que el 29 de enero de 1849,
lo mismo que el 13 de junio de 1849, el 10 de marzo de 1850 desapareció detrás
del partido del orden. Se inclinó, pidió pusilánimemente perdón, se brindó a
nombrar cualquier ministerio que la mayoría parlamentaria ordenase, suplicó
incluso a los jefes de partido, orleanistas y legitimistas, a los Thiers, a los
Berryer, a los Broglie, a los Mole, en una palabra, a los llamados «burgraves»
[54] a que empuñasen ellos mismos el timón del Estado. El partido del orden no
supo aprovechar este momento único. En vez de tomar audazmente el poder que le
ofrecían, no obligó siquiera a Bonaparte a reponer el ministerio destituido el
1 de noviembre; se contentó con humillarle mediante el perdón y con incorporar
al ministerio d'Hautpoul al señor Baroche. Este Baroche había vomitado furia
como acusador público, una vez contra los revolucionarios del 15 de mayo y otra
contra los demócratas del 13 de junio, ante el Tribunal Supremo de Bourges,
ambas veces por atentado contra la Asamblea Nacional. Ninguno de los ministros
de Bonaparte había de contribuir más a desprestigiar a la Asamblea Nacional, y
después del 2 de diciembre de 1851 le volvemos a encontrar, bien instalado y
espléndidamente retribuido, de vicepresidente del Senado. Había escupido en la
sopa de los revolucionarios, para que luego se la comiese Bonaparte.
Por su parte, el Partido
Socialdemócrata sólo parecía acechar pretextos para poner de nuevo en tela de
juicio su propia victoria [449] y mellarla. Vidal, uno de los diputados recién
elegidos en París había salido elegido también por Estrasburgo. Le convencieron
de que rechazase el acta de París y optase por la de Estrasburgo. Por tanto, en
vez de dar a su victoria en el terreno electoral un carácter definitivo,
obligando con ello al partido del orden a discutírsela inmediatamente en el
parlamento; en vez de empujar así al adversario a la lucha en el momento de
entusiasmo popular y aprovechando el estado de espíritu favorable del ejército,
el partido democrático aburrió a París durante los meses de marzo y abril con
una nueva campaña de agitación electoral, dejó que las pasiones populares
excitadas se extenuasen en este nuevo juego de escrutinio provisional, que la
energía revolucionaria se saciase con éxitos constitucionales, se gastase en
pequeñas intrigas, hueras declamaciones y movimientos aparentes, que la
burguesía se concentrase y tomase sus medidas, y, finalmente, que la significación
de las elecciones de marzo encontrase, en la votación parcial de abril, con la
elección de Eugenio Sue, un comentario sentimental suavizador. En una palabra,
le hizo al 10 de marzo una broma de 1 de abril.
La mayoría parlamentaria
comprendió la debilidad de su adversario. Sus diecisiete burgraves —pues
Bonaparte les había entregado la dirección y la responsabilidad del ataque—
elaboraron una nueva ley electoral, cuyo proyecto se confió al señor Faucher,
quien recabó para sí este honor. La ley fue presentada por él el 8 de mayo; en
ella, se abolía el sufragio universal, se imponía como condición que el elector
llevase tres años domiciliado en el punto electoral, y finalmente, a los
obreros se les condicionaba la prueba de este domicilio al testimonio de su
patrono.
Toda la excitación y toda la
furia revolucionaria de los demócratas durante la lucha constitucional de las
elecciones se convirtieron en prédicas constitucionales, recomendando, ahora
que se trataba de probar con las armas en la mano que aquellos triunfos
electorales habían ido en serio: orden, calma mayestática (calme majestueux),
actitud legal, es decir, sumisión ciega a la voluntad de la contrarrevolución,
que se imponía insolentemente como ley. Durante el debate, la Montaña avergonzó
al partido del orden, haciendo valer contra su pasión revolucionaria la actitud
desapasionada del hombre de bien que no se sale del terreno legal y
fulminándole con el espantoso reproche de que se comportaba
revolucionariamente. Hasta los diputados recién elegidos se esforzaron en
demostrar, con su actitud correcta y reflexiva, cuán ignorantes eran quienes
los denigraban como anarquistas e interpretaban su elección como una victoria
revolucionaria. El 31 de mayo fue aprobada la nueva ley electoral. La Montaña se
contentó con meter de contrabando una protesta en el bolsillo del presidente.
[450] A la ley electoral le siguió una nueva ley de prensa, con la que quedaba
suprimida de raíz toda la prensa diaria revolucionaria [55]. Era la suerte que
se había merecido. "El National" y "La Presse" [56] —dos
órganos burgueses—, quedaron después de este diluvio como la avanzada más
extrema de la revolución.
Vimos que los jefes democráticos
hicieron, durante los meses de marzo y abril, todo lo posible por embrollar al
pueblo de París en una lucha ficticia y que después del 8 de mayo hicieron todo
lo posible por contenerlo de la lucha real. No debemos, además, olvidar que el
año 1850 fue uno de los años más brillantes de prosperidad industrial y
comercial, y que, por tanto, el proletariado de París tenía trabajo en su
totalidad. Pero la ley electoral del 31 de mayo de 1850 le apartaba de toda
intervención en el poder político. Lo aislaba hasta del propio campo de la
lucha. Volvía a precipitar a los obreros a la situación de parias en que vivían
antes de la revolución de febrero. Al dejarse guiar por los demócratas frente a
este acontecimiento y al olvidar el interés revolucionario de su clase ante un
bienestar momentáneo, renunciaron al honor de ser una potencia conquistadora, se
sometieron a su suerte, demostraron que la derrota de junio de 1848 los había
incapacitado para luchar durante muchos años y que, por el momento, el proceso
histórico tenía que pasar de nuevo sobre sus cabezas. En cuanto a la democracia
pequeñoburguesa, que el 13 de junio había gritado: «¡Ah, pero si tocan al
sufragio universal, ah, entonces!», se consolaba ahora pensando que el golpe
contrarrevolucionario que se había descargado sobre ella no era tal golpe y que
la ley del 31 de mayo no era tal ley. El segundo domingo de mayo de 1852, todo
francés comparecerá en el palenque electoral, empuñando en una mano la papeleta
de voto y en la otra la espada. Esta profecía le servía de satisfacción.
Finalmente, el ejército volvió a ser castigado por sus superiores por las
elecciones de marzo y abril de 1850, como lo había sido por las del 28 de mayo
de 1849. Pero esta vez se dijo resueltamente: «¡La revolución no nos engañará
por tercera vez!»
La ley del 31 de mayo de 1850 era
el coup d'état de la burguesía. Todas sus victorias anteriores sobre la
revolución tenían un carácter meramente provisional. Tan pronto como la
Asamblea Nacional en funciones se retiraba de la escena, comenzaban a ser
dudosas. Dependían del azar de unas nuevas elecciones generales, y la historia
de las elecciones desde 1848 probaba irrefutablemente que en la misma
proporción en que se desarrollaba el poder efectivo de la burguesía, ésta iba
perdiendo su poder moral sobre las masas del pueblo. El 10 de marzo, el
sufragio universal se pronunció directamente en contra de la dominación de la
burguesía; la burguesía contestó proscribiendo el sufragio universal. La ley
[451] del 31 de mayo era, pues, una de las necesidades impuestas por la lucha
de clases. Por otra parte, la Constitución exigía, para que la elección del
presidente de la República fuese válida, un mínimo de dos millones de votos. Si
ninguno de los candidatos a la presidencia obtenía esta votación mínima, la
Asamblea Nacional debería elegir al presidente entre los tres candidatos que obtuviesen
más votos. Cuando la Constituyente dictó esta ley, había en el censo electoral
diez millones de electores. Es decir, que a juicio de ella bastaba con los
votos de una quinta parte del censo para que la elección del presidente fuese
válida. La ley del 31 de mayo suprimió del censo electoral, por lo menos, tres
millones de electores, redujo el número de éstos a siete millones y mantuvo, no
obstante, la cifra mínima de dos millones para la elección del presidente. Por
tanto, elevó el mínimo legal de una quinta parte a casi un tercio del censo; es
decir, hizo todo lo posible por escamotear la elección del presidente de manos
del pueblo, entregándola a manos de la Asamblea Nacional. Por donde el partido
del orden parecía haber consolidado doblemente su dominación con la ley del 31
de mayo, al entregar la elección de la Asamblea Nacional y la del presidente de
la república al arbitrio de la parte más estacionaria de la sociedad.
NOTAS
[*] Hombre de paja. (N. de la
Edit.)
[**] Pío IX. (N. de la Edit.)
[***] Véase el presente tomo,
pág. 255 (N. de la Edit.)
[*] Moneda de cinco céntimos. (N.
de la Edit.)
[54] 155. Burgraves fue el apodo
que se dio a los diecisiete líderes orleanistas y legitimistas (véase las notas
80 y 18) que formaban parte de la secretaría encargada por la Asamblea
Legislativa de redactar el proyecto de la nueva ley electoral. Se les llamaba
así por sus pretensiones sin fundamento al poder y por las aspiraciones
reaccionarias. El apodo fue tomado del drama histórico de Víctor Hugo "Los
burgraves", consagrado a la vida en la Alemania medieval. En Alemania se
llamaban así los gobernadores de las ciudades y las provincias nombrados por el
emperador.- 297, 448
[55] 242. Según la ley de prensa,
aprobada por la Asamblea Legislativa en julio de 1850, se aumentó
considerablemente la suma que los editores de periódicos debían depositar en
rehenes y se introdujo el impuesto del timbre, que se extendía asimismo a los
folletos.- 450
[56] 139. "La Presse"
("La Prensa"): diario que salía en París desde 1836; durante la
monarquía de Julio tenía carácter oposicionista; en 1848-1849 fue órgano de los
republicanos burgueses; posteriormente fue órgano bonapartista.- 270, 450
Después de superarse la crisis
revolucionaria y abolirse el sufragio universal, estalló inmediatamente una
nueva lucha entre la Asamblea Nacional y Bonaparte.
La Constitución había fijado el
sueldo de Bonaparte en 600.000 francos. No había pasado medio año desde su
instalación, cuando consiguió elevar esta suma al doble. Odilon Barrot arrancó
a la Asamblea Constituyente un suplemento anual de 600.000 francos para los
llamados gastos de representación. Después del 13 de junio, Bonaparte había
expresado otra demanda igual, sin que esta vez Barrot le escuchase. Ahora,
después del 31 de mayo, se aprovochó inmediatamente del momento favorable e
hizo que sus ministros propusiesen a la Asamblea Nacional una lista civil de
tres millones. Una larga y aventurera vida de vagabundo le había dotado de los
tentáculos más perfectos para tantear los momentos de debilidad en que podía
sacar dinero a sus burgueses. Era un chantaje en toda regla. La Asamblea
Nacional había deshonrado la soberanía del pueblo con su ayuda y su
connivencia. La amenazó con denunciar su delito ante el tribunal del pueblo si
no aflojaba la bolsa y compraba su silencio con tres millones al año. La
Asamblea Nacional había robado el voto a tres millones [452] de franceses.
Bonaparte exigía por cada francés políticamente desvalorizado un franco en
moneda circulante, lo que hacía un total exacto de tres millones de francos. El
elegido por seis millones de electores reclama una indemnización por los votos
que le han estafado después de su elección. La comisión de la Asamblea Nacional
rechazó al importuno. La prensa bonapartista amenazó. ¿Podía la Asamblea
Nacional romper con el presidente de la República, en un momento en que había
roto fundamental y definitivamente con la masa de la nación? Por eso, aun
denegando la lista civil anual, concedió por una sola vez un suplemento de
2.160.000 francos. Con ello, hacíase reo de una doble debilidad: la de conceder
el dinero y la de revelar al mismo tiempo, con su irritación, que lo concedía
de mala gana. Más adelante veremos para qué necesitaba Bonaparte este dinero.
Tras este molesto epílogo que siguió a la supresión del sufragio universal,
pisándole los talones, y en el que Bonaparte cambió la humilde actitud que
adoptara durante la crisis de marzo y abril por un retador cinismo frente al parlamento
usurpador, la Asamblea Nacional suspendió sus sesiones por tres meses, desde el
11 de agosto hasta el 11 de noviembre. Dejó en su lugar una comisión permanente
de 28 miembros, en la que no entraba ningún bonapartista, pero sí en cambio
algunos republicanos moderados. En la comisión permanente de 1849 no había más
que hombres de orden y bonapartistas. Pero entonces el partido del orden se
declaraba permanentemente en contra de la revolución. Ahora, la república
parlamentaria se declaraba permanentemente en contra del presidente. Después de
la ley del 31 de mayo, el partido del orden ya no tenía enfrente más que este
rival.
Cuando la Asamblea Nacional
volvió a reunirse en noviembre de 1850, parecía inevitable que estallase, en
vez de sus escaramuzas anteriores con el presidente, una gran lucha implacable,
una lucha a vida o muerte entre los dos poderes.
Lo mismo que en 1849, durante las
vacaciones parlamentarias de este año, el partido del orden se había dispersado
en sus distintas fracciones, cada cual ocupada con sus propias intrigas
restauradoras, a las que la muerte de Luis Felipe daba nuevo pábulo. El rey de
los legitimistas, Enrique V, había llegado incluso a nombrar un ministerio
formal, que residía en París y del que formaban parte miembros de la comisión
permanente. Bonaparte quedaba, pues, autorizado para emprender a su vez jiras
por los departamentos franceses y dejar escapar, recatada o abiertamente, según
el estado de ánimo de la ciudad a la que regalaba con su presencia, sus propios
planes de restauración, reclutando votos para sí. En estas jiras, que el gran
"Moniteur" oficial y los pequeños «monitores» privados de Bonaparte,
tenían, naturalmente, que [453] celebrar como cruzadas triunfales, le
acompañaban constantemente afiliados de la Sociedad del 10 de Diciembre. Esta
sociedad data del año 1849. Bajo el pretexto de crear una sociedad de
beneficencia, se organizó al lumpemproletariado de París en secciones secretas,
cada una de ellas dirigida por agentes bonapartistas y un general bonapartista
a la cabeza de todas. Junto a roués [*] arruinados, con equívocos medios de
vida y de equívoca procedencia, junto a vástagos degenerados y aventureros de
la burguesía, vagabundos, licenciados de tropa, licenciados de presidio, huidos
de galeras, timadores, saltimbanquis, lazzaroni [57], carteristas y rateros,
jugadores, alcahuetes, dueños de burdeles, mozos de cuerda, escritorzuelos,
organilleros, traperos, afiladores, caldereros, mendigos; en una palabra, toda
esa masa informe, difusa y errante que los franceses llaman la bohème; con
estos elementos, tan afines a él, formó Bonaparte la solera de la Sociedad del
10 de Diciembre, «Sociedad de beneficencia» en cuanto que todos sus componentes
sentían, al igual que Bonaparte, la necesidad de beneficiarse a costa de la
nación trabajadora. Este Bonaparte, que se erige en jefe del
lumpemproletariado, que sólo en éste encuentra reproducidos en masa los
intereses, que él personalmente persigue, que reconoce en esta hez, desecho y
escoria de todas las clases, la única clase en la que puede apoyarse sin
reservas, es el auténtico Bonaparte, el Bonaparte sans phrase [*]*. Viejo roué
ladino, concibe la vida histórica de los pueblos y los grandes actos de
Gobierno y de Estado como una comedia, en el sentido más vulgar de la palabra,
como una mascarada, en que los grandes disfraces y las frases y gestos no son
más que la careta para ocultar lo más mezquino y miserable. Así, en su
expedición a Estrasburgo, el buitre suizo amaestrado desempeñó el papel de
águila napoleónica. Para su incursión en Boulogne, embute a unos cuantos
lacayos de Londres en uniformes franceses [58]. Ellos representan el ejército.
En su Sociedad del 10 de Diciembre, reunió a 10.000 miserables del lumpen, que
habían de representar al pueblo, como Nick Bottom [59] representaba el león. En
un momento en que la misma burguesía representaba la comedia más completa, pero
con la mayor seriedad del mundo, sin faltar a ninguna de las pedantescas
condiciones de la etiqueta dramática francesa, y ella misma obraba a medias
engañada y a medias convencida de la solemnidad de sus acciones y
representaciones dramáticas, tenía que vencer por fuerza el aventurero que
tomase lisa y llanamente la comedia como tal comedia. Sólo después de eliminar
a su solemne adversario, cuando él mismo toma en serio su papel [454] imperial
y cree representar, con su careta napoleónica, al auténtico Napoleón, sólo
entonces es víctima de su propia concepción del mundo, el payaso serio que ya
no toma a la historia universal por una comedia, sino su comedia por la
historia universal. Lo que para los obreros socialistas habían sido los
talleres nacionales [*] y para los republicanos burgueses los gardes mobiles
[*]*, era para Bonaparte la Sociedad del 10 de Diciembre: la fuerza combativa
de partido propia de él. Las secciones de esa sociedad, enviadas por grupos a
las estaciones, debían improvisarle en sus viajes un público, representar el
entusiasmo popular, gritar Vive l'Empereur! [*]**, insultar y apalear a los
republicanos, naturalmente bajo la protección de la policía. En sus viajes de
regreso a París, debían formar la vanguardia, adelantarse a las
contramanifestaciones o dispersarlas. La Sociedad del 10 del Diciembre le
pertenecía a él, era su obra, su idea más privativa. Todo lo demás de que se
apropia se lo da la fuerza de las circunstancias, en todos sus hechos actúan
por él las circunstancias o se limita a copiarlo de los hechos de otros; pero
el Bonaparte que se presenta en público, ante los ciudadanos, con las frases
oficiales del orden, la religión, la familia, la propiedad, y detrás de él la
sociedad secreta de los Schufterle y los Spiegelberg, la sociedad del desorden,
la prostitución y el robo, es el propio Bonaparte como autor original, y la
historia de la Sociedad del 10 de Diciembre es su propia historia. Se había
dado el caso de que representantes del pueblo pertenecientes al partido del
orden habían sido apaleados por los decembristas. Más aun. El comisario de
policía Yon, adscrito a la Asamblea Nacional y encargado de la vigilancia de su
seguridad, denunció a la comisión permanente, basándose en el testimonio de un
tal Alais, que una sección de decembristas había acordado asesinar al general
Changarnier y a Dupin, presidente de la Asamblea Nacional, estando ya elegidos
los individuos encargados de ejecutar este acuerdo. Se comprenderá el terror
del señor Dupin. Parecía inevitable una investigación parlamentaria sobre la
Sociedad del 10 de Diciembre, es decir, la profanación del mundo secreto
bonapartista. Por eso, precisamente, antes de que volviera a reunirse la
Asamblea Nacional, Bonaparte disolvió prudentemente su sociedad, claro está que
sólo sobre el papel, pues todavía a fines de 1851, el prefecto de policía
Carlier, en una extensa memoria, intentaba en vano moverle a disolver realmente
a los decembristas.
La Sociedad del 10 de Diciembre
había de seguir siendo el ejército privado de Bonaparte mientras éste no
consiguiese convertir [455] el ejército público en una Sociedad del 10 de
Diciembre. Bonaparte hizo la primera tentativa encaminada a esto poco después
de suspenderse las sesiones de la Asamblea Nacional, y la hizo con el dinero
que acababa de arrancarle a ésta. Como fatalista que es, abriga la convicción
de que hay ciertos poderes superiores, a los que el hombre y sobre todo el
soldado no se puede resistir. Entre estos poderes incluye, en primer término,
los cigarros y el champagne, las aves frías y el salchichón adobado con ajo.
Por eso, en los salones del Elíseo, empieza obsequiando a los oficiales y
suboficiales con cigarros y champagne, aves frías y salchichón adobado con ajo.
El 3 de octubre repite esta maniobra con las masas de tropa en la revista de
St. Maur, y el 10 de octubre vuelve a repetirla en una escala todavía mayor en
la revista militar de Satory. El tío se acordaba de las campañas de Alejandro
en Asia, el sobrino se acuerda de las cruzadas triunfales de Baco en las mismas
tierras. Alejandro era, ciertamente, un semidiós, pero Baco era un dios
completo. Y, además, el dios tutelar de la Sociedad del 10 de Diciembre.
Después de la revista del 3 de
octubre, la comisión permanente llamó a comparecer ante ella al ministro de la
Guerra, d'Hautpoul. Este prometió que no volverían a repetirse aquellas
infracciones de la disciplina. Sabido es cómo Bonaparte cumplió el 10 de
octubre la palabra dada por d'Hautpoul. En ambas revistas había llevado el
mando Changarnier, como comandante en jefe del ejército de París. Changarnier,
que era a la vez miembro de la comisión permanente, jefe de la Guardia
Nacional, el «salvador» del 29 de enero y del 13 de junio, el «baluarte de la
sociedad», candidato del partido del orden para la dignidad presidencial, el
presunto Monk [60] de dos monarquías, no se había reconocido jamás hasta
entonces subordinado al ministro de la Guerra, se había burlado siempre
abiertamente de la Constitución republicana y había perseguido a Bonaparte con
una arrogante protección equívoca. Ahora, se desvivía por la disciplina contra
el ministro do la Guerra y por la Constitución contra Bonaparte. Mientras que
el 10 de octubre una parte de la caballería dejó oír el grito de Vive Napoléon!
Vivent les saucissons! [*], Changarnier hizo que por lo menos la infantería,
que desfilaba al mando de su amigo Neumayer, guardase un silencio glacial. Como
castigo, el ministro de la Guerra, acuciado por Bonaparte, relevó al general
Neumayer de su puesto en París con el pretexto de entregarle el alto mando de
la 14ª y la 15ª divisiones. Neumayer rehusó este cambio de destino y viose
obligado así a pedir el retiro. Por su parte, Changarnier publicó el 2 de
noviembre una [456] orden de plaza en la que prohibía a las tropas gritos ni
ninguna clase de manifestaciones políticas estando bajo las armas. Los
periódicos elíseos [61] atacaron a Changarnier; los periódicos del partido del
orden, a Bonaparte; la comisión permanente celebraba una sesión secreta tras
otra, en las que se presentaba reiteradamente la proposición de declarar a la
patria en peligro; el ejército parecía estar dividido en dos campos enemigos,
con dos Estados Mayores enemigos, uno en el Elíseo, donde moraba Bonaparte, y
otro en las Tullerías, donde moraba Changarnier. Sólo parecía faltar la
reanudación de las sesiones de la Asamblea Nacional para que sonase la señal de
la lucha. Al público francés estos rozamientos entre Bonaparte y Changarnier le
merecían el mismo juicio que a aquel periodista inglés que los caracterizó en
las siguientes palabras:
«Las criadas políticas de Francia
barren la ardiente lava de la revolución con las viejas escobas, y se tiran del
moño mientras ejecutan su faena».
Entretanto, Bonaparte se apresuró
a destituir al ministro de la Guerra, d'Hautpoul, expidiéndolo precipitadamente
a Argelia y nombrando para sustituirle en la cartera de ministro de la Guerra
al general Schramm. El 12 de noviembre mandó a la Asamblea Nacional un mensaje
de prolijidad norteamericana, recargado de detalles, oliendo a orden, ávido de
reconciliación, lleno de resignación constitucional, en el que se trataba de
todo lo divino y lo humano, menos de las questions brûlantes [*]* del momento.
Como de pasada, dejaba caer las palabras de que con arreglo a las normas
expresas de la Constitución, el presidente disponía por sí solo del ejército.
El mensaje terminaba con estas palabras altisonantes:
«Francia exige ante todo tranquilidad...
Soy el único ligado por un juramento, y me mantendré dentro de los estrictos
límites que me traza... Por lo que a mí se refiere, elegido por el pueblo y no
debiendo más que a éste mi poder me someteré siempre a su voluntad legalmente
expresada. Si en este período de sesiones acordáis la revisión constitucional,
una Asamblea Constituyente reglamentará la posición del poder ejecutivo. En
otro caso, el pueblo declarará solemnemente su decisión en 1852. Pero,
cualesquiera que sean las soluciones del porvenir, lleguemos a una
inteligencia, para que jamás la pasión, la sorpresa o la violencia decidan la
suerte de una gran nación... Lo que sobre todo me preocupa no es saber quién va
a gobernar a Francia en 1852, sino emplear el tiempo de que dispongo de modo
que el período restante pase sin agitación y sin perturbaciones. Os he abierto
sinceramente mi corazón, contestad vosotros a mi franqueza con vuestra
confianza, a mi buen deseo con vuestra colaboración, y Dios se encargará del
resto».
El lenguaje honesto,
hipócritamente moderado, virtuosamente lleno de lugares comunes de la
burguesía, descubre su más profundo [457] sentido en labios de autócrata de la
Sociedad del 10 de Diciembre y del héroe de las meriendas de St. Maur y Satory.
Los burgraves del partido del
orden no se dejaron engañar ni un solo instante en cuanto al crédito que se
podía dar a esa efusión cordial. Acerca de los juramentos estaban ya desde
hacía mucho tiempo al cabo de la calle; entre ellos había veteranos, virtuosos
del perjurio político, y el pasaje dedicado al ejército no se les pasó
desapercibido. Observaron con desagrado que, en la prolija e interminable
enumeración de las leyes recientemente promulgadas, el mensaje guardaba un
silencio afectado acerca de la más importante de todas, la ley electoral, y más
aun, que en caso de no revisión constitucional se dejaba al arbitrio del
pueblo, para 1852, la elección del presidente. La ley electoral era el grillete
atado a los pies del partido del orden, que le impedía andar, y no digamos
lanzarse al asalto. Además, con la disolución oficial de la Sociedad del 10 de
Diciembre y la destitución del ministro de la Guerra, d'Hautpoul, Bonaparte
había sacrificado por su propia mano en el altar de la patria a las víctimas propiciatorias.
Quitó la espina al choque que se esperaba. Finalmente, el mismo partido del
orden procuró rehuir, atenuar, disimular temerosamente todo conflicto decisivo
con el poder ejecutivo. Por miedo a perder las conquistas hechas contra la
revolución dejó que su rival cosechase los frutos de ellas. «Francia exige ante
todo tranquilidad». Así le venía gritando desde febrero [*] el partido del
orden a la revolución, así le gritaba al partido del orden el mensaje de
Bonaparte. «Francia exige ante todo tranquilidad». Bonaparte cometía actos
encaminados a la usurpación, pero el partido del orden provocaba «agitación» si
armaba ruido en torno a estos actos y los interpretaba de un modo
hipocondríaco. Los salchichones de Satory no despegaban los labios si nadie hablaba
de ellos. «Francia exige ante todo tranquilidad». Es decir Bonaparte exigía que
se le dejase hacer tranquilamente lo que quería, y el partido parlamentario
sentíase paralizado por un doble temor: por el temor de provocar la agitación
revolucionaria y por el temor de aparecer como el perturbador de la
tranquilidad a los ojos de su propia clase, a los ojos de la burguesía. Por
tanto que Francia exigía ante todo tranquilidad, el partido del orden no se
atrevió, después de que Bonaparte, en su mensaje, había hablado de «paz», a
contestar con «guerra». El público, que ya se relamía pensando en las grandes
escenas de escándalo que se iban a producir al reanudarse las sesiones de la
Asamblea Nacional, viese defraudado en sus esperanzas. Los diputados de la oposición
que [458] exigían que se presentasen las actas de la comisión permanente acerca
de los acontecimientos de octubre fueron arrollados por los votos de la
mayoría. Se rehuyeron por principio todos los debates que pudieran excitar los
ánimos. Los trabajos de la Asamblea Nacional durante los meses de noviembre y
diciembre de 1850 carecieron de interés.
Por último, hacia fines de
diciembre, comenzó una guerra de guerrillas en torno a unas u otras
prerrogativas del parlamento. El movimiento se sumió en minucias alrededor de
las prerrogativas de ambos poderes, después que la burguesía, con la abolición
del sufragio universal, se hubo desembarazado por el momento de la lucha de
clases.
Se había ejecutado contra
Mauguin, uno de los representantes de la nación, una sentencia judicial por
deudas. A instancia del presidente del Tribunal, el ministro de Justicia,
Rouher, declaró que podía dictarse sin más trámites mandato de arresto contra
el deudor. Mauguin fue recluido, pues, en la cárcel de deudores. Al conocer el
atentado, la Asamblea Nacional montó en cólera. No sólo ordenó que el preso
fuese inmediatamente puesto en libertad, sino que aquella misma tarde mandó a
su greffier [*] a que le sacase por la fuerza de Clichy [62]. Sin embargo, para
testimoniar su fe en la santidad de la propiedad privada y con la segunda
intención de abrir, en caso de necesidad, un asilo para «montañeses» molestos,
declaró válida la prisión por deudas de representantes del pueblo, previa
autorización de la Asamblea Nacional. Se olvidó de decretar que también se
podría meter en la cárcel por deudas al presidente de la República. Destruyó la
última apariencia de inviolabilidad que rodeaba a los miembros de su propia
corporación.
Recuérdese que el comisario de
policía, Yon, había denunciado, basándose en el testimonio de un tal Alais, los
planes de asesinato de Dupin y Changarnier, por una sección de decembristas. Ya
en la primera sesión los cuestores presentaron en relación con esto la
propuesta de crear una policía parlamentaria propia, pagada del presupuesto
privado de la Asamblea Nacional e independiente en absoluto del prefecto de
policía. El ministro del Interior, Baroche, protestó contra esta ingerencia en
sus atribuciones. En vista de esto se llegó a una mísera transacción, según la
cual el comisario de policía de la Asamblea sería pagado de su presupuesto
privado y nombrado y destituido por sus cuestores, pero previo acuerdo con el
ministro del Interior. Entre tanto, Alais había sido entregado por el Gobierno
a los tribunales, y no fue difícil presentar sus declaraciones como falsas y
proyectar, por [459] boca del fiscal, un resplandor de ridículo sobre Dupin,
Changarnier, Yon y toda la Asamblea Nacional. Ahora, el 29 de diciembre el
ministro Baroche escribe una carta a Dupin exigiendo la destitución de Yon. La
Mesa de la Asamblea Nacional, acuerda no destituirle, pero ésta, asustada de la
violencia de su proceder en el asunto Mauguin y acostumbrada a que el poder
ejecutivo le devolviera dos golpes por uno, no lo sanciona. Destituye a Yon en
recompensa por el celo con que le había servido y se despoja de una
prerrogativa parlamentaria inexcusable contra un hombre que no decide por la
noche para ejecutar por el día, sino que decide por el día y ejecuta por la
noche.
Hemos visto que la Asamblea
Nacional, durante los meses de noviembre y diciembre, rehuyó, ahogó, en grandes
y decisivas ocasiones la lucha contra el poder ejecutivo. Ahora la vemos
obligada a aceptar esta lucha por los motivos más mezquinos. En el asunto
Mauguin, confirma en principio la prisión por deudas de los representantes de
la nación, pero se reserva la posibilidad de aplicarla solamente a los
representantes que no le sean gratos, y regatea por este infame privilegio con
el ministro de Justicia. En vez de aprovecharse del supuesto plan de asesinato
para abrir una investigación sobre la Sociedad del 10 de Diciembre y
desenmascarar irremisiblemente a Bonaparte ante Francia y ante Europa,
presentándolo en su verdadera faz, como la cabeza del lumpemproletariado de
París, deja que la colisión descienda a un punto en que ya lo único que se
ventila entre ella y el ministro del Interior es quién tiene competencia para
nombrar y separar a un comisario de la policía. Así, vemos al partido del
orden, durante todo este período, obligado por su posición equívoca, a
convertir su lucha contra el poder ejecutivo en mezquinas discordias de
competencias, minucias, leguleyerías, litigios de lindes, y a tomar como
contenido de sus actividades las más insípidas cuestiones de forma. No se atreve
a afrontar el choque en el momento en que éste tiene una significación de
principio, en que el poder ejecutivo se ha comprometido realmente y en que la
causa de la Asamblea Nacional sería la causa de toda la nación. Con ello daría
a la nación una orden de marcha, y nada teme tanto como el que la nación se
mueva. Por eso, en estas ocasiones, desecha las proposiciones de la Montaña y
pasa al orden del día. Después de abandonarse así la cuestión litigiosa en sus
grandes dimensiones, el poder ejecutivo espera tranquilamente el momento en que
pueda volver a plantearla por motivos fútiles e insignificantes, allí donde
sólo ofrezca, por decirlo así, un interés parlamentario puramente local. Y
entonces estalla la ira contenida del partido del orden, entonces rasga el
telón que oculta los bastidores, entonces denuncia [460] al presidente,
entonces declara a la república en peligro; pero entonces su patetismo pierde
también todo sabor y el motivo de la lucha aparece como un pretexto hipócrita e
indigno de ser tomado en cuenta. La tempestad parlamentaria se convierte en una
tempestad en un vaso de agua, la lucha en intriga, el choque en escándalo.
Mientras la malignidad de las clases revolucionarias se ceba en la humillación
de la Asamblea Nacional, pues estas clases se entusiasman por las prerrogativas
parlamentarias de aquélla tanto como ella por las libertades públicas, la
burguesía fuera del parlamento no comprende cómo la burguesía de dentro del
parlamento puede derrochar el tiempo en tan mezquinas querellas y comprometer
la tranquilidad con tan míseras rivalidades con el presidente. La mete en
confusión una estrategia que sella la paz en los momentos en que todo el mundo
espera batallas y ataca en los momentos en que todo el mundo cree que se ha
sellado la paz.
El 20 de diciembre, Pascal Duprat
interpeló al ministro del Interior sobre la lotería de los lingotes de oro.
Esta lotería era una «hija del Elíseo» [63]. Bonaparte la había traído al mundo
con sus leales, y el prefecto de policía, Carlier, la había tomado bajo la
protección oficial, a pesar de que la ley en Francia prohibe toda clase de
loterías, fuera de los sorteos hechos para fines de beneficencia. Siete
millones de billetes por valor de un franco cada uno, y la ganancia destinada,
al parecer, a embarcar a vagabundos de París para California. De una parte se
quería que los sueños dorados desplazasen los sueños socialistas del
proletariado parisino, la tentadora perspectiva del premio gordo desplazase el
derecho doctrinario al trabajo. Naturalmente, los obreros de París no
reconocieron en el brillo de los lingotes de oro de California los opacos
francos que les habían sacado del bolsillo con engaños. Pero, en lo
fundamental, tratábase de una estafa directa. Los vagabundos que querían
encontrar minas de oro californianas sin moverse de París, eran el propio
Bonaparte y los caballeros comidos de deudas que formaban su Tabla redonda. Los
tres millones concedidos por la Asamblea Nacional se los habían gastado ya
alegremente, y había que volver a llenar la caja como fuese. En vano había
abierto Bonaparte una suscripción nacional para construir las llamadas cités
ouvriéres [*], a cuya cabeza figuraba él mismo, con una suma considerable. Los
burgueses, duros de corazón, aguardaron a que desembolsase el capital suscrito,
y como, naturalmente, el desembolso no se efectuó, la especulación sobre
aquellos castillos socialistas en el aire se vino chabacanamente a tierra. Los
lingotes de oro dieron mejor resultado. [461] Bonaparte y consortes no se
contentaron con embolsarse una parte del remanente de los siete millones que
quedaba después de cubrir el valor de las barras sorteadas, sino que fabricaron
diez, quince y hasta veinte billetes falsos del mismo número. ¡Operaciones
financieras en el espíritu de la Sociedad del 10 de Diciembre! Aquí la Asamblea
Nacional no tenía enfrente al ficticio presidente de la República, sino al
Bonaparte de carne y hueso. Aquí, podía cogerle in fraganti, transgrediendo no
ya la Constitución, sino el Code pénal [*]. Si ante la interpelación de Duprat
la Asamblea pasó al orden del día, no fue solamente porque la enmienda de
Girardin de declararse satisfait traía a la memoria del partido del orden su
corrupción sistemática. El burgués, y sobre todo el burgués hinchado en
estadista, complementa su vileza práctica con su grandilocuencia teórica. Como
estadista, se convierte, al igual que el poder del Estado que tiene enfrente,
en un ser superior, al que sólo se le puede combatir de un modo superior,
solemne.
Bonaparte, que precisamente como
bohémien, como lumpemproletario principesco, le llevaba al truhán burgués la
ventaja de que podía librar la lucha con medios rastreros, vio ahora, después
de que la propia Asamblea le había ayudado a cruzar, llevándole de la mano, el
suelo resbaladizo de los banquetes militares, de las revistas, de la Sociedad
del 10 de Diciembre y, por último, del Code pénal, llegado el momento en que
podía pasar de la aparente defensiva a la ofensiva. Las pequeñas derrotas del
ministro de Justicia, del ministro de la Guerra, del ministro de Marina, del
ministro de Hacienda, que se le atravesaban en el camino y con las que la
Asamblea Nacional hacía manifiesto su descontento gruñón, no le molestaban gran
cosa. No sólo impidió que los ministros dimitiesen, reconociendo con ello la
subordinación del poder ejecutivo al parlamento, sino que ahora pudo llevar ya
a efecto la obra que había comenzado durante las vacaciones de la Asamblea
Nacional; desgajar del parlamento el poder militar, destituir a Changarnier.
Un periódico elíseo publicó una
orden de plaza, dirigida, durante el mes de mayo, al parecer, a la primera
división del ejército y procedente, por tanto, de Changarnier, en la que se
recomendaba a los oficiales, en caso de sublevación, no dar cuartel a los
traidores dentro de sus propias filas, fusilarlos inmediatamente y rehusar a la
Asamblea Nacional las tropas, si ésta llegaba a requerirlas. El 3 de enero de
1851 se interpeló al Gobierno acerca de esta orden de plaza. Para examinar este
asunto pide primero tres meses, luego una semana y por último sólo veinticuatro
[462] horas de reflexión. La Asamblea insiste en que se dé una explicación
inmediata. Changarnier se levanta y declara que aquella orden de plaza jamás ha
existido. Añade que se apresurará en todo momento a atender a los
requerimientos de la Asamblea Nacional y que, en caso de colisión, ésta puede
contar con él. La Asamblea acoge su declaración con indescriptibles aplausos y
le concede un voto de confianza. La Asamblea Nacional resigna sus poderes,
decreta su propia impotencia y la omnipotencia del ejército, al colocarse bajo
la protección privada de un general; pero el general se equivoca, poniendo a
disposición de la Asamblea, contra Bonaparte, un poder que sólo tiene en
precario del propio Bonaparte y esperando, a su vez, protección de este
parlamento, de su protegido, necesitado él mismo de protección. Pero
Changarnier cree en el poder misterioso de que la burguesía le ha dotado desde
el 29 de enero de 1849. Se considera como el tercer poder al lado de los otros
dos poderes del Estado. Comparte la suerte de los demás héroes, o, mejor dicho,
santos de esta época, cuya grandeza consiste precisamente en la gran opinión
interesada que sus partidos se forman de ellos y que quedan reducidos a figuras
mediocres tan pronto como las circunstancias los invitan a hacer milagros. El
descreimiento es siempre el enemigo mortal de estos héroes supuestos y santos
reales. De aquí su noble indignación moral contra los bromistas y burlones
carentes de entusiasmo.
Aquella misma noche fueron
llamados los ministros al Elíseo. Bonaparte acucia para que sea destituido
Changarnier, cinco ministros se niegan a firmar la destitución, el
"Moniteur" anuncia una crisis ministerial y la prensa del orden
amenaza con la formación de un ejército parlamentario bajo el mando de
Changarnier. El partido del orden tenía atribuciones constitucionales para dar
este paso. Le bastaba con nombrar a Changarnier presidente de la Asamblea
Nacional y requerir cualquier cantidad de tropas para velar por su seguridad.
Podía hacerlo con tanta más seguridad cuanto que Changarnier se hallaba todavía
realmente al frente del ejército y de la Guardia Nacional de París y sólo
acechaba el momento de ser requerido en unión del ejército. La prensa
bonapartista no se atrevía siquiera a poner en tela de juicio el derecho de la
Asamblea Nacional a requerir directamente las tropas, escrúpulo jurídico que en
aquellas circunstancias no auguraba ningún éxito. Y, si se tiene en cuenta que
Bonaparte tuvo que buscar en todo París durante ocho días para encontrar por
fin a dos generales —Baraguay d'Hilliers y Saint-Jean d'Angely—, que se
declararan dispuestos a refrendar la destitución de Changarnier, parece lo más
verosímil que el ejército hubiese respondido a la orden de la Asamblea Nacional.
En cambio, [463] es más que dudoso que el partido del orden hubiera encontrado
en sus propias filas y en el parlamento el número de votos necesario para este
acuerdo, si se advierte que ocho días después se separaron de él 286 votos y
que la Montaña rechazó una propuesta semejante, incluso en diciembre de 1851,
en la hora final de la decisión. No obstante, quizá, los burgraves hubiesen
conseguido todavía arrastrar a la masa de su partido a un heroísmo que
consistía en sentirse seguros detrás de un bosque de bayonetas y en aceptar los
servicios de un ejército que había desertado a su campo. En vez de hacer esto,
los señores burgraves se trasladaron al Elíseo en la noche del 6 de enero para
hacer desistir a Bonaparte, mediante giros y reparos de ingeniosos estadistas,
de la destitución de Changarnier. Cuando se trata de convencer a alguien, es
porque se le reconoce como el dueño de la situación. Bonaparte, asegurado por
este paso, nombra el 12 de enero un nuevo ministerio, en el que continúan los
jefes del antiguo, Fould y Baroche. Saint-Jean d'Angely es nombrado ministro de
la Guerra, el "Moniteur" publica el decreto de destitución de
Changarnier, y su mando se divide entre Baraguay d'Hilliers, al que se le
asigna la primera división, y Perrot, que se hace cargo de la Guardia Nacional.
Se le da el pasaporte al «baluarte de la sociedad», y si ninguna piedra cae de
los tejados, suben en cambio las cotizaciones de la Bolsa.
El partido del orden, dando una
repulsa al ejército, que se pone a su disposición en la persona de Changarnier,
y entregándoselo así de modo irrevocable al presidente, declara que la
burguesía ha perdido la vocación de gobernar. Ya no existía un Gobierno
parlamentario. Al perder el asidero del ejército y de la Guardia Nacional, ¿qué
medio de fuerza le quedaba para afirmar a un mismo tiempo el poder usurpado del
parlamento sobre el pueblo y su poder constitucional contra el presidente?
Ninguno. Sólo le quedaba la apelación a estos principios inermes que él mismo
había interpretado siempre como meras reglas generales y que se prescribían a
otros para poder uno moverse con mayor libertad. Con la destitución de
Changarnier y la entrega del poder militar a Bonaparte, termina la primera
parte del período que estamos examinando, el período de la lucha entre el
partido del orden y el poder ejecutivo. La guerra entre ambos poderes se
declara ahora abiertamente, se libra abiertamente, pero cuando ya el partido
del orden ha perdido sus armas y soldados. Sin ministerio, sin ejercito, sin
pueblo, sin opinión pública, sin ser ya, desde su ley electoral del 31 de mayo,
representante de la nación soberana, sin ojos, sin oídos, sin dientes, sin
nada, la Asamblea Nacional va convirtiéndose poco a poco en un antiguo
parlamento francés [64], que debe entregar la iniciativa al Gobierno [464] y
contentarse por su parte con gruñidos de recriminación post festum [*].
El partido del orden recibe al
nuevo ministerio con una avalancha de indignación. El general Bedeau evoca en
el recuerdo la benignidad de la comisión permanente durante las vacaciones y
los excesivos miramientos con que había renunciado a la publicación de las
actas de sus sesiones. Por su parte, el ministro del Interior insiste en la
publicación de estas actas que son ya, naturalmente, tan sosas como agua
estancada, que no descubren ningún hecho nuevo y no producen el menor efecto al
público hastiado. A propuesta de Rémusat, la Asamblea Nacional se retira a sus
despachos y nombra un «Comité de medidas extraordinarias». París no se sale de
los carriles de su orden cotidiano, con tanta mayor razón, cuanto que en este
momento el comercio prospera, las manufacturas trabajan, los precios del trigo
están bajos, los víveres abundan, en las cajas de ahorros ingresan todos los
días cantidades nuevas. Las «medidas extraordinarias», tan estrepitosamente
anunciadas por el parlamento, quedan reducidas, el 18 de enero, a un voto de
desconfianza contra los ministros, sin que se mencione siquiera el nombre del
tal general Changarnier. El partido del orden viose obligado a dar al voto este
giro para asegurarse los votos de los republicanos, ya que de todas las medidas
del ministerio, éstos sólo aprobaban la destitución de Changarnier, mientras
que el partido del orden no podía en realidad censurar los demás actos
ministeriales, dictados por él mismo.
El voto de desconfianza del 18 de
enero se decidió por 415 votos contra 286. Por tanto, sólo pudo sacarse
adelante mediante una coalición de los legitimistas y orleanistas extremados
con los republicanos puros y la Montaña. Este voto probaba, pues, que el
partido del orden no sólo había perdido el ministerio y el ejército, sino que
en los conflictos con Bonaparte había perdido también su mayoría parlamentaria
independiente, que un tropel de diputados había desertado de su campo por el
espíritu de componendas llevado al fanatismo, por miedo a la lucha, por
cansancio, por consideraciones de parentesco hacia los sueldos del Estado, tan
entrañables para ellos, especulando con las vacantes de ministros (Odilon
Barrot), por ese mezquino egoísmo con que el burgués corriente se inclina
siempre a sacrificar a este o al otro motivo privado el interés general de su
clase. Desde el principio, los diputados bonapartistas sólo se unían al partido
del orden en la lucha contra la revolución. El jefe del partido católico,
Montalembert, había puesto ya por entonces su influencia en el [465] platillo
de Bonaparte, pues desesperaba de la vitalidad del partido parlamentario.
Finalmente, los caudillos de este partido, Thiers y Berryer, el orleanista y el
legitimista, viéronse obligados a proclamarse abiertamente republicanos, a
reconocer que, aunque su corazón era monárquico, su cabeza abrigaba ideas
republicanas y que la república parlamentaria era la única forma posible para
la dominación de toda la burguesía. De este modo se vieron obligados a
estigmatizar ellos mismos ante los ojos de la clase burguesa, como una intriga
tan peligrosa como descabellada, los planes de restauración que seguían
urdiendo impertérritos a espaldas del parlamento.
El voto de desconfianza del 18 de
enero fue un golpe contra los ministros y no contra el presidente. Pero no
había sido el ministerio, sino el presidente quien había destituido a
Changarnier. ¿Iba el partido del orden a formular un acta de acusación contra
Bonaparte? ¿Por sus veleidades de restauración? Estas no eran más que el
complemento de las suyas propias. ¿Por su conspiración en las revistas
militares y en la Sociedad del 10 de Diciembre? Hacía ya mucho tiempo que se
habían enterrado estos temas bajo simples órdenes del día. ¿Por la destitución
del héroe del 29 de enero y del 13 de junio, del hombre que en mayo de 1850
amenazaba en caso de revuelta con pegar fuego a París por los cuatro costados?
Sus aliados de la Montaña y Cavaignac no le permitían siquiera sostener al
caído «baluarte de la sociedad» mediante una manifestación oficial de
condolencia. Los del partido del orden no podían discutir al presidente la
facultad constitucional de destituir a un general. Sólo se enfurecían porque
habían hecho un uso no parlamentario de su derecho constitucional. ¿No habían
hecho ellos constantemente un uso inconstitucional de sus prerrogativas
parlamentarias, sobre todo al abolir el sufragio universal? Estaban obligados,
pues, a moverse estrictamente dentro de los límites parlamentarios. Y hacía
falta padecer aquella peculiar enfermedad que desde 1848 viene haciendo
estragos en todo el continente, el cretinismo parlamentario, enfermedad que
aprisiona como por encantamiento a los contagiados en un mundo imaginario,
privándoles de todo sentido, de toda memoria, de toda comprensión del rudo
mundo exterior; hacía falta padecer este cretinismo parlamentario, para que
quienes habían por sus propias manos destruido y tenían necesariamente que
destruir, en su lucha con otras clases, todas las condiciones del poder
parlamentario, considerasen todavía como triunfos sus triunfos parlamentarios y
creyesen dar en el blanco del presidente cuando disparaban contra sus
ministros. No hacían más que darle una ocasión para humillar nuevamente a la
Asamblea Nacional a los ojos de la nación. El 20 de enero, el
"Moniteur" [466] anunció que había sido aceptada la dimisión de todo
el ministerio. Bajo el pretexto de que ningún partido parlamentario tenía ya la
mayoría, como lo demostraba el voto del 18 de enero, fruto de la coalición
entre la Montaña y los monárquicos, y esperando a la formación de una nueva
mayoría, Bonaparte nombró un llamado ministerio-puente, en el que no figuraba
ningún diputado y en el que todos sus componentes eran individuos completamente
desconocidos e insignificantes, un ministerio de simples recaderos y
escribientes. El partido del orden podía ahora desgastarse en el juego con
estas marionetas; el poder ejecutivo no creyó que valía siquiera la pena de
estar seriamente representado en la Asamblea Nacional. Cuanto más simples
coristas fuesen sus ministros, más visiblemente concentraba Bonaparte en su
persona todo el poder ejecutivo, mayor margen de libertad tenía para explotarlo
al servicio de sus fines.
El partido del orden, coligado
con la Montaña, se vengó desechando la dotación presidencial de 1.800.000
francos que el jefe de la Sociedad del 10 de Diciembre había obligado a sus
recaderos ministeriales a presentar. Esta vez, la votación se decidió por una
mayoría de sólo 102 votos; es decir, que desde el 18 de enero habían vuelto a
desertar 27 votos; la descomposición del partido del orden seguía su curso. Al
mismo tiempo, para que en ningún momento pudiera caber engaño acerca del
sentido de su coalición con la Montaña, no se dignó tomar siquiera en
consideración una proposición encaminada a la amnistía general de los presos
políticos, firmada por 189 diputados de la Montaña. Bastó con que el ministro
del Interior, un tal Vaïsse declarase que el orden sólo era aparente, que reinaba
gran agitación secreta, que sociedades omnipresentes se organizaban
secretamente, que los periódicos democráticos se preparaban para reaparecer,
que los informes de las provincias eran desfavorables, que los emigrados de
Ginebra tendían, a través de Lyon, una conspiración por todo el sur de Francia,
que Francia estaba al borde de una crisis industrial y comercial, que los
fabricantes de Roubaix habían reducido la jornada de trabajo, que los presos de
Belle-Isle [65] se habían sublevado; bastó con que hasta un Vaïsse conjurase el
espectro rojo, para que el partido del orden rechazase, sin discutirla
siquiera, una proposición que habría valido a la Asamblea Nacional una enorme
popularidad y habría obligado a Bonaparte a echarse de nuevo en sus brazos. En
vez de dejarse intimidar por el poder ejecutivo con la perspectiva de nuevos
desórdenes, habría debido, por el contrario, dejar a la lucha de clases un
pequeño margen, para mantener bajo su dependencia al poder ejecutivo. Pero no
se sentía a la altura de la misión de jugar con fuego.
Entretanto, el llamado
ministerio-puente fue vegetando hasta mediados de abril. Bonaparte cansó,
chasqueó a la Asamblea Nacional con constantes combinaciones de nuevos
ministerios. Tan pronto parecía querer formar un ministerio republicano con
Lamartine y Billault, como un ministerio parlamentario, con el inevitable
Odilon Barrot, cuyo nombre no puede faltar cuando hace falta un cándido, o un
ministerio legitimista, con Vatimesnil y Benoist d'Azy, o un ministerio
orleanista, con Maleville. Y mientras de este modo mantiene en tensión a las
diversas fracciones del partido del orden unas contra otras y las atemoriza a
todas con la perspectiva de un ministerio republicano y con la restauración
entonces inevitable del sufragio universal, suscita en la burguesía la
convicción de que sus esfuerzos sinceros por lograr un ministerio parlamentario
se estrellan contra la actitud irreconciliable de las fracciones realistas.
Pero la burguesía clamaba tanto más estentóreamente por un «gobierno fuerte»,
encontraba tanto más imperdonable dejar a Francia «sin administración», cuanto
más parecía estar en marcha una crisis comercial general, que laboraba en las
ciudades en pro del socialismo como laboraba en el campo el bajo precio ruinoso
del trigo. El comercio languidecía cada día más, los brazos parados aumentaban
visiblemente, en Paris había por lo menos 10.000 obreros sin pan; en Ruán,
Mulhouse, Lyon, Roubaix, Tourcoing, Saint-Etienne, Elbeuf, etc., se paralizaban
innumerables fábricas. En estas circunstancias, Bonaparte pudo atreverse a
restaurar, el 11 de abril, el ministerio del 18 de enero, con los señores
Rouher, Fould, Baroche, etc., reforzados por el señor Léon Faucher, a quien la
Asamblea Constituyente, durante sus últimos días, por unanimidad, con la sola
excepción de los votos de cinco ministros, había estigmatizado con un voto de
desconfianza por la difusión de telegramas falsos. Por tanto, la Asamblea
Nacional había conseguido el 18 de enero un triunfo sobre el ministerio, había
luchado durante tres meses contra Bonaparte para que el 11 de abril Fould y
Baroche pudiesen recibir en su alianza ministerial, como tercero, al puritano
Faucher.
En noviembre de 1849, Bonaparte
se había contentado con un ministerio no parlamentario y en enero de 1851 con
un ministerio extraparlamentario; el 11 de abril, se sintió ya lo bastante
fuerte para formar un ministerio antiparlamentario, en el que se unían
armónicamente los votos de desconfianza de ambas Asambleas, la Constituyente y
la Legislativa, la republicana y la realista. Esta gradación de ministerios era
el termómetro por el que el parlamento podía medir el descenso de su propio
calor vital. A fines de abril, éste había caído tan bajo, que Persigny pudo
invitar a Changarnier, en una entrevista personal, a pasarse [468] al campo del
presidente. Le aseguró que Bonaparte consideraba completamente destruida la
influencia de la Asamblea Nacional y que estaba preparada ya la proclama que
había de publicarse después del coup d'état, constantemente proyectado, pero
otra vez accidentalmente aplazado. Changarnier comunicó a los caudillos del
partido del orden la esquela mortuoria, pero, ¿quién cree que las picaduras da
las chinches matan? Y el parlamento, con estar tan derrotado, tan descompuesto,
tan corrompido, no podía resistirse a ver en el duelo con el grotesco jefe de
la Sociedad del 10 de Diciembre algo más que el duelo con una chinche. Pero,
Bonaparte contestó al partido del orden como Agesilao al rey Agis: «Te parezco
un ratón, pero algún día te pareceré un león» [66].
NOTAS
[*] Libertinos. (N. de la Edit.)
[57] 119. Lazzaroni: sobrenombre
que se daba en Italia al lumpenproletariado, elementos desclasados. Los
lazzaroni fueron utilizados reiteradas veces por los medios
monárquico-reaccionarios en la lucha contra el movimiento liberal y
democrático.- 224, 453
[**] Sin frases. (N. de la Edit.)
[58] 243. Alusión a dos hechos de
la biografía de Luis Bonaparte: el 30 de octubre de 1836 intentó levantar una
sublevación en Estrasburgo con el apoyo de dos regimientos de artillería. Los
sublevados fueron desarmados, y el propio Luis Bonaparte detenido y deportado a
América. El 6 de agosto de 1840 intentó sublevarse de nuevo con las tropas de
la guarnición de Boulogne, después de cuyo fracaso fue condenado a prisión
perpetua, pero huyó a Inglaterra en 1846.- 453
[59] Nick Bottom: personaje de la
comedia de Shakespeare "Sueño de una noche de verano".- 453
[*] Véase el presente tomo, pág.
225 (N. de la Edit.)
[**] Véase el presente tomo,
págs. 224-225 (N. de la Edit.)
[***] ¡Viva el Emperador! (N. de
la Edit.)
[60] Monk, Jorge (1608-1670):
general inglés; en 1660 contribuyó activamente a la restauración de la
monarquía en Inglaterra.- 243, 455
[*] ¡Viva Napoleón! ¡Vivan los
salchichones! (N. de la Edit.)
[61] 244. Se alude a los periódicos
de tendencia bonapartista; la denominación procede del palacio del Elíseo,
residencia de Luis Bonaparte en París durante el período de su presidencia.-
456
[**] Problemas candentes.. (N. de
la Edit.)
[*] Febrero de 1848. (N. de la
Edit.)
[*] Ujier. (N. de la Edit.)
[62] 229. Clichy: cárcel de París
donde se recluía a los deudores insolventes (desde 1826 hasta 1867).- 421, 458
[63] 245. Marx utiliza aquí, para
un juego de palabras, unos versos de la poesía de Schiller "La
alegría", en la que se canta la alegría, hija de Elíseo o de los Campos
Elíseos (sinónimo de paraíso entre los autores antiguos). Los Campos Elíseos
son también el nombre de una avenida de París, en la que se encontraba la
residencia de Luis Bonaparte.- 460
[*] Colonias obreras. (N. de la
Edit.)
[*] Código penal. (N. de la
Edit.)
[64] 246. Parlamentos:
instituciones judiciales supremas de Francia que existieron hasta la revolución
burguesa de fines del siglo XVIII. Registraban las disposiciones reales y
gozaban, además, del derecho de recriminación, o sea, del derecho de protesta
contra las disposiciones que no correspondían a las costumbres y a la
legislación del país.- 463
[*] Después de la fiesta, es
decir, con retraso. (N. de la Edit.)
[65] 247. Belle-Isle: isla en el
golfo de Vizcaya, lugar de reclusión de los presos políticos.- 466
[66] 248. Marx utiliza aquí, no
transmitiéndolo con toda exactitud, el siguiente episodio del libro
"Deipnosophistae" («Los banquetes de los sofistas»), de Ateneo,
escritor antiguo (s. II-III). El faraón egipcio Tachos, al hacer alusión a la
pequeña estatura de Agesilao, rey de Esparta, que había acudido en su ayuda con
las tropas a su mando, dijo: «La montaña estaba encinta. Zeus se asustó. Pero
la montaña parió un ratón». Agesilao replicó: «Te parezco un ratón, pero algún
día te pareceré un león».- 468
La coalición con la Montaña y los
republicanos puros, a que el partido del orden se veía condenado, en sus vanos
esfuerzos por retener el poder militar y reconquistar la suprema dirección del
poder ejecutivo, demostraba irrefutablemente que había perdido su mayoría
parlamentaria propia. La mera fuerza del calendario, la manecilla del reloj,
dio el 28 de mayo la señal para su completa desintegración. Con el 28 de mayo
comienza el último año de vida de la Asamblea Nacional. Esta tenía que
decidirse ahora por seguir manteniendo intacta la Constitución o por revisarla.
Pero la revisión constitucional no quería decir solamente dominación de la
burguesia o de la democracia pequeñoburquesa, democracia o anarquía proletaria,
república parlamentaria o Bonaparte, sino que quería decir también Orleáns o
Borbón. Con esto, se echó a rodar en el parlamento la manzana de la discordia,
que por fuerza tenía que encender abiertamente el conflicto de intereses que
dividían el partido del orden en fracciones enemigas. El partido del orden era
una amalgama de sustancias sociales heterogéneas. El problema de la revisión
creó la temperatura política que descompuso el producto en sus elementos
originarios.
El interés de los bonapartistas
por la revisión era sencillo. Para ellos, tratábase sobre todo de derogar el
artículo 45, que prohibía la reelección de Bonaparte y la prórroga de sus
poderes. No menos sencilla parecía la posición de los republicanos. Estos
rechazaban incondicionalmente toda revisión, viendo en ella una conspiración
urdida por todas partes contra la república. Y como disponían de más de la
cuarta parte de los votos de la Asamblea Nacional y constitucionalmente eran
necesarias las tres cuartas [469] partes para acordar válidamente la revisión y
convocar la Asamblea encargada de llevarla a cabo, les bastaba con contar sus
votos para estar seguros del triunfo. Y estaban seguros de triunfar.
Frente a estas posiciones tan
claras, el partido del orden se hallaba metido en inextricables contradicciones.
Si rechazaba la revisión, ponía en peligro el statu quo, no dejando a Bonsparte
más que una salida, la de la violencia, entregando a Francia el segundo domingo
de mayo de 1852, en el momento decisivo, a la anarquía revolucionaria, con un presidente
que había perdido su autoridad, con un parlamento que hacía ya mucho que no la
tenía y con un pueblo que aspiraba a reconquistarla. Si votaba por la revisión
constitucional, sabía que votaba en vano y que sus votos fracasarían
necesariamente ante el veto constitucional de los republicanos. Si,
anticonstitucionalmente, declaraba válida la simple mayoría de votos, sólo
podía confiar en dominar la revolución, sometiéndose sin condiciones a las
órdenes del poder ejecutivo y erigía a Bonaparte en dueño de la Constitución,
de la revisión constitucional y del propio partido del orden. Una revisión
puramente parcial, que prorrogase los poderes del presidente abría el camino a
la usurpación imperial. Una revisión general, que acortase la vida de la
república, planteaba un conflicto inevitable entre las pretensiones dinásticas,
pues las condiciones para una restauración borbónica y para una restauración
orleanista no sólo eran distintas, sino que se excluían mutuamente.
La república parlamenlaria era
algo más que el terreno neutral en el que podían convivir con derechos iguales
las dos fracciones de la burguesía francesa, los legitimistas y los
orleanistas, la gran propiedad territorial y la industria. Era la condición
inevitable para su dominación en común, la única forma de gobierno en que su
interés general de clase podía someter a la par las pretensiones de sus
distintas fracciones y las de las otras clases de la sociedad. Como realistas,
volvían a caer en su antiguo antogonismo, en la lucha por la supremacía de la
propiedad territorial o la del dinero, y la expresión suprema de este
antagonismo, su personificación, eran sus mismos reyes, sus dinastías. De aquí
la resistencia del partido del orden contra la vuelta de los Borbones.
El orleanista y diputado Creton
había presentado periódicamente, en 1849, 1850, 1851, la proposición de derogar
el decreto de destierro contra las familias reales. Y el parlamento daba, con
la misma periodicidad, el espectáculo de una asamblea de realistas que se
obstinaban en cerrar a sus reyes desterrados la puerta por la que podían
retornar a la patria. Ricardo III había asesinado a Enrique VI con la
observación de que era demasiado bueno para este mundo y estaba mejor en el
cielo. Aquellos realistas declaraban que Francia no merecía volver a poseer sus
[470] reyes. Obligados por la fuerza de las circunstancias, se habían
convertido en republicanos y sancionaban repetidamente la decisión del pueblo
que expulsaba a sus reyes de Francia.
La revisión constitucional (y las
circunstancias obligaban a tomarla en cuenta) ponía en tela de juicio, a la par
que la república, la dominación en común de las dos fracciones de la burguesía
y resucitaba de nuevo, con la posibilidad de una restauración de la monarquía,
la rivalidad de intereses que ésta había representado alternativamente y con
preferencia, resucitaba la lucha por la supremacía de una fracción sobre la
otra. Los diplomáticos del partido del orden creían poder dirimir la lucha
amalgamando ambas dinastías, mediante una llamada fusión de los partidos
realistas y de sus casas reales. La verdadera fusión de la restauración y de la
monarquía de Julio era la república parlamentaria, en la que se borraban los
colores orleanista y legitimista y las especies burguesas desaparecían en el
burgués a secas, en el burgués como género. Pero ahora se trataba de que el
orleanista se hiciese legitimista y el legitimista orleanista. Se quería que la
monarquía, encarnación de su antagonismo, pasase a encarnar su unidad, que la
expresión de sus intereses fraccionales exclusivos se convirtiese en expresión
de su interés común de clase, que la monarquía hiciese lo que sólo podía hacer
y había hecho la abolición de dos monarquías, la República. Era la piedra
filosofal, en cuyo descubrimiento se quebraban la cabeza los doctores del
partido del orden. ¡Como si la monarquía legítima pudiera convertirse nunca en
la monarquía del burgués industrial o la monarquía burguesa en la monarquía de
la aristocracia tradicional de la tierra! ¡Como si la propiedad territorial y
la industria pudiesen hermanarse bajo una sola corona, cuando ésta sólo podía
ceñir una cabeza, la del hermano mayor o la del menor! ¡Como si la industria
pudiese avenirse nunca con la propiedad territorial, mientras ésta no se decide
a hacerse industrial! Aunque Enrique V muriese mañana, el conde de París no se
convertiría por ello en rey de los legitimistas, a menos que dejase de serlo de
los orleanistes. Sin embargo, los filósofos de la fusión, que se engreían a
medida que el problema de la revisión iba pasando al primer plano, que hicieron
de la Assemblée Nationale [67] su órgano diario oficial y gua incluso vuelven a
laborar en ese momento (febrero de 1852), buscaban la explicación de todas las
dificultades en la resistencia y la rivalidad de ambas dinastías. Los intentos
de reconciliar a la familia de Orleáns con Enrique V, intentos que comenzaron
desde la muerte de Luis Felipe, pero que, como todas las intrigas dinásticas,
solamente se representaban, en general, durante las vacaciones de la Asamblea Nacional,
en los entreactos, entre bastidores, más por coquetería sentimental con [471]
la vieja superstición que como un propósito serio, se convirtieron ahora en
acciones dramáticas, representadas por el partido del orden en la escena
pública, en vez de representarse como antes en un teatro de aficionados. Los
correos volaban de París a Venecia [68], de Venecia a Claremont, de Claremont a
París. El conde de Chambord lanza un manifiesto en el que «con la ayuda de
todos los miembros de su familia», anuncia, no su restauración, sino la
restauración «nacional». El orleanista Salvandy se echa a los pies de Enrique
V. En vano los jefes legitimistas Berryer, Benoist d'Azy, Saint-Priest, se van
en peregrinación a Claremont, a convencer a los Orleáns. Los fusionistas se dan
cuenta demasiado tarde de que los intereses de ambas fracciones burguesas no
pierden en exclusivismo ni ganan en transigencia por agudizarse bajo la forma
de intereses de familia, de los intereses de dos casas reales. Aunque Enrique V
reconociese al Conde de París como su sucesor (único éxito que, en el mejor de
los casos, podía conseguir la fusión), la casa de Orleáns no ganaba con ello
ningún derecho que no le garantizase ya la falta de hijos de Enrique V y en
cambio perdía todos los derechos que le había conquistado la revolución de
julio. Renunciaba a sus derechos originarios, a todos los títulos que, en una
lucha casi secular, había ido arrancando a la rama más antigua de los Borbones,
cambiaba sus prerrogativas históricas, las prerrogativas de la monarquía
moderna, por las prerrogativas de su árbol genealógico. Por tanto, la fusión no
sería más que la abdicación voluntaria de la casa de Orleáns, su resignación
legitimista, la vuelta arrepentida de la Iglesia estatal protestante a la
católica. Una retirada que, además, no la llevaría siquiera al trono que había
perdido, sino a las gradas del trono en que había nacido. Los antiguos
ministros orleanistas, Guizot, Duchâtel, etc., que se fueron también corriendo
a Claremont, a abogar por la fusión, sólo representaban en realidad la resaca
que había dejado la revolución de julio, la falta de fe en la monarquía
burguesa y en la monarquía de los burgueses, la fe supersticiosa en la
legitimidad como último amuleto contra la anarquía. Creyéndose mediadores entre
los Orleáns y los Borbón, sólo eran en realidad orleanistas apóstatas, y como
tales los recibió el príncipe de Joinville. En cambio, el sector viable y
batallador de los orleanistas, Thiers, Baze, etc., convenció con tanta mayor
facilidad a la familia de Luis Felipe de que si toda restauración monárquica
inmediata presuponía la fusión de ambas dinastías y ésta, a su vez, la
abdicación de la casa de Orleáns, correspondía por entero a la tradición de sus
antepasados el reconocer provisionalmente la república esperando a que los
acontecimientos permitiesen convertir el sillón presidencial en trono. Se
difundió en forma de rumor la [472] candidatura de Joinville a la presidencia,
manteniéndose en suspenso la curiosidad pública, y algunos meses más tarde, en
septiembre, después de rechazarse la revisión constitucional, fue públicamente
proclamada.
De este modo, no sólo había
fracasado el intento de una fusión realista entre orleanistas y legitimistas,
sino que había roto su fusión parlamentaria, su forma común republicana
volviendo a desdoblar el partido del orden en sus primitivos elementos; pero,
cuanto más crecía el divorcio entre Claremont y Venecia, cuanto más se rompía
su avenencia y más se iba extendiendo la agitación a favor de Joinville, más
acuciantes y más serias se hacían las negociaciones entre Faucher, el ministro
de Bonaparte, y los legitimistas.
La descomposición del partido del
orden no se detuvo en sus elementos primitivos. Cada una de las dos grandes
fracciones se descompuso a su vez de nuevo. Era como si volviesen a revivir
todos los viejos matices que antiguamente se habían combatido dentro de cada
uno de los dos campos, el legitimista y el orleanista; como ocurre con los
infusorios secos al contacto con el agua; como si hubiesen recuperado la
suficiente energía vital para formar grupos propios y antagonismos
independientes. Los legitimistas veíanse transpuestos en sueños a los litigios
entre las Tullerías y el Pabellón Marsan, entre Villèle y Polignac [69]. Los
orleanistas volvían a vivir la edad de oro de los torneos entre Guizot, Molé,
Broglie, Thiers y Odilon Barrot.
El sector revisionista del
partido del orden, aunque discorde también en cuanto a los límites de la
revisión, integrado por los legitimistas bajo Berryer y Falloux de un lado, y
de otro La Rochejaquelein, y los orleanistas cansados de luchar, bajo Molé,
Broglie, Montalembert y Odilon Barrot, llegó a un acuerdo con los
representantes bonapartistas acerca de la siguiente vaga y amplia proposición:
«Los diputados abajo firmantes,
con el fin de restituir a la nación el pleno ejercicio de su soberanía,
presentan la moción de que la Constitución sea revisada».
Pero al mismo tiempo declaraban
unánimemente, por boca de su portavoz, Tocqueville, que la Asamblea Nacional no
tenía derecho a pedir la abolición de la república, que este derecho sólo
correspondía a la cámara encargada de la revisión. Que, por lo demás, la
Constitución sólo podía revisarse por la vía «légal», es decir, cuando votasen
por la revisión las tres cuartas partes de los votos constitucionalmente
prescritas. Tras 6 días de turbulentos debates, el 19 de julio, fue rechazada,
como era de prever, la revisión. Votaron a favor 446, pero en contra 278. Los
[473] orleanistas decididos, Thiers, Changarnier, etc., votaron con los
republicanos y la Montaña.
La mayoría del parlamento se
declaraba así en contra de la Constitución, pero ésta se declaraba, de por sí,
a favor de la minoría y declaraba su acuerdo como obligatorio. Pero, ¿acaso el
partido del orden no había supeditado la Constitución a la mayoría
parlamentaria el 31 de mayo de 1850 y el 13 de junio de 1849? ¿No descansaba
toda su política anterior en la supeditación de los artículos constitucionales
a los acuerdos parlamentarios de la mayoría? ¿No había dejado a los demócratas
y castigado en ellos la superstición bíblica por la letra de la ley? Pero en
este momento la revisión constitucional no significaba más que la continuación
del poder presidencial, del mismo modo que la persistencia de la Constitución
sólo significaba la destitución de Bonaparte. El parlamento se había declarado
a favor de él, pero la Constitución se declaraba en contra del parlamento.
Bonaparte obró, pues, en un sentido parlamentario al desgarrar la Constitución,
y en un sentido constitucional al disolver el parlamento.
El parlamento había declarado a
la Constitución, y con ella su propia dominación, «fuera de la mayoría», con su
acuerdo había derogado la Constitución y prorrogado los poderes presidenciales,
declarando al mismo tiempo que ni aquélla podía morir ni éstos vivir mientras
él mismo persistiese. Los que habían de enterrarlo estaban ya a la puerta.
Mientras el parlamento discutía la revisión, Bonaparte retiró al general
Baraguay d'Hilliers, que se mostraba indeciso, el mando de la primera división
y nombró para sustituirle al general Magnan, el vencedor de Lyon, el héroe de
las jornadas de diciembre, una de sus criaturas, que ya bajo Luis Felipe se
había comprometido más o menos por él con motivo de la expedición de Boulogne.
El partido del orden demostró,
con su acuerdo sobre la revisión, que no sabía gobernar ni servir, ni vivir ni
morir, ni soportar la república ni derribarla, ni mantener la Constitución ni
echarla por tierra, ni cooperar con el presidente ni romper con él. ¿De quién
esperaba la solución de todas las contradicciones? Del calendario, de la marcha
de los acontecimientos. Dejó de arrogarse un poder sobre éstos. Retó, por
tanto, a los acontecimientos a que se impusiesen por la fuerza, retando con
ello al poder, al que, en su lucha contra el pueblo, había ido cediendo un
atributo tras otro, hasta reducirse a la impotencia frente a él. Para que el
jefe del poder ejecutivo pudiese trazar el plan de lucha contra él con mayor
desembaraso, fortalecer sus medios de ataque, elegir sus armas, consolidar sus
posiciones, acordó, precisamente en este momento crítico, retirarse de la
escena y aplazar sus sesiones por tres meses, del 10 de agosto al 4 de
noviembre.
El partido parlamentario no sólo
se había desdoblado en sus dos grandes fracciones y cada una de éstas no sólo
se había subdividido, sino que el partido del orden dentro del parlamento se
había divorciado del partido del orden fuera del parlamento. Los portavoces y
escribas de la burguesía, su tribuna y su prensa, en una palabra, los ideólogos
de la burguesía y la burguesía misma, los representantes y los representados
aparecían divorciados y ya no se entendían más.
Los legitimistas de provincias,
con su horizonte limitado y su ilimitado entusiasmo, acusaban a sus caudillos
parlamentarios, Berryer y Falloux, de deserción al campo bonapartista y de
traición contra Enrique V. Su inteligencia flordelisada creía en el pecado
original, pero no en la diplomacia.
Incomparablemente más funesta y
más decisiva era la ruptura de la burguesía comercial con sus políticos. Ella
no reprochaba a éstos, como los legitimistas a los suyos, el haber desertado de
un principio, sino, por el contrario, el aferrarse a principios ya superfluos.
Ya he apuntado más arriba que,
desde la entrada de Fould en el Gobierno, el sector de la burguesía comercial
que se había llevado la parte del león en el Gobierno de Luis Felipe, la
aristocracia financiera, se había hecho bonapartista. Fould no sólo
representaba el interés de Bonaparte en la Bolsa, sino que representaba al
mismo tiempo los intereses de la Bolsa cerca de Bonaparte. La posición de la
aristocracia financiera la pinta del modo más palmario una cita tomada de su
órgano europeo, el "Economist" [70] de Londres. En su número del 1 de
febrero de 1851, la revista publica la siguiente correspondencia de París:
«Por todas partes hemos podido
comprobar que Francia exige ante todo tranquilidad. El presidente lo declara en
su mensaje a la Asamblea Legislativa, la tribuna nacional le hace eco, los
periódicos lo aseguran, se proclama desde el púlpito, lo demuestran la
sensibilidad de los valores del Estado ante la menor perspectiva de desorden y
su firmeza tan pronto como triunfa el poder ejecutivo».
En su número del 29 de noviembre
de 1851, el "Economist" declara en su propio nombre:
«En todas las Bolsas de Europa se
reconoce ahora al presidente como el guardián del orden».
Por tanto, la aristocracia
financiera condenaba la lucha parlamentaria del partido del orden contra el poder
ejecutivo como una alteración del orden y festejaba todos los triunfos del
presidente sobre los supuestos representantes de ella como un triunfo del
orden. Por aristocracia financiera hay que entender aquí no sólo los grandes
empresarios de los empréstitos y los especuladores [475] en valores del Estado,
cuyos intereses coinciden, por razones bien comprensibles, con los del poder
público. Todo el moderno negocio pecuniario, toda la economía bancaria, se
halla entretejida del modo más íntimo con el crédito público. Una parte de su
capital activo se invierte, necesariamente, en valores del Estado que dan
réditos y son rápidamente convertibles. Sus depósitos, el capital puesto a su
disposición y distribuido por ellos entre los comerciantes e industriales, afluye
en parte de los dividendos de los rentistas del Estado. Si en todas las épocas
la estabilidad del poder público es el alfa y el omega para todo el mercado
monetario y sus sacerdotes, ¿cómo no ha de serlo hoy, en que todo diluvio
amenaza con arrastrar junto a los viejos Estados las viejas deudas del Estado?
También a la burguesía
industrial, en su fanatismo por el orden, le irritaban las querellas del
partido parlamentario del orden con el poder ejecutivo. Después de su voto del
18 de enero con motivo de la destitución de Changarnier, Thiers, Anglès, Sainte-Beuve,
etc., recibieron reprimendas públicas, procedentes precisamente de sus
mandantes de los distritos industriales, en las que se estigmatizaba sobre todo
su coalición con la Montaña como un delito de alta traición contra el orden. Si
bien hemos visto que las pullas jactanciosas, las mezquinas intrigas en que se
manifestaba la lucha del partido del orden contra el presidente no merecían
mejor acogida, por otra parte este partido burgués, que exigía a sus
representantes que dejasen pasar sin resistencia el poder militar de manos de
su propio parlamento a manos de un pretendiente aventurero, no era siquiera
digno de las intrigas que se malgastaban en su interés. Demostraba que la lucha
por defender su interés público, su propio interés de clase, su poder político,
no hacía más que molestarle y disgustarle como una perturbación de su negocio
privado.
Durante las jiras de Bonaparte,
los dignatarios burgueses de las ciudades departamentales, los magistrados, los
jueces comerciales, etc., le recibían en todas partes, casi sin excepción, del
modo más servil, aun cuando, como hizo en Dijon, atacase sin reservas a la
Asamblea Nacional y especialmente al partido del orden.
Cuando el comercio marchaba bien,
como ocurría aún a comienzos de 1851, la burguesía comercial se enfurecía
contra todo lo que fuese lucha parlamentaria, por miedo a que el comercio
perdiese el humor. Cuando el comercio marchaba mal, como ocurría constantemente
desde fines de febrero de 1851, acusaba a las luchas parlamentarias de ser la
causa del estancamiento y clamaba por que aquellas luchas se acallasen para que
el comercio pudiera reanimarse. Los debates sobre la revisión constitucional
[476] coincidieron precisamente con esta época mala. Como aquí se trataba del
ser o no ser de la forma de gobierno existente, la burguesía se sintió tanto
más autorizada a reclamar a sus representantes que se pusiese fin a esta
atormentadora situación provisional y que se mantuviese el statu quo. Esto no
era ninguna contradicción. Por poner fin a esta situación provisional ella
entendía precisamente su perpetuidad el aplazar hasta un remoto porvenir el
momento de tomar una decisión. El statu quo sólo podía mantenerse por dos
caminos: prorrogar los poderes de Bonaparte o hacer que éste dimitiese
constitucionalmente y elegir a Cavaignac. Una parte de la burguesía deseaba la
segunda solución y no supo dar a sus representantes mejor consejo que callar,
no tocar el punto candente. Creía que si sus representantes no hablaban,
Bonaparte se abstendría de obrar. Quería un parlamento-avestruz, que escondiese
la cabeza para no ser visto. Otra parte de la burguesía quería que Bonaparte,
ya que estaba sentado en el sillón presidencial, continuase sentado en él, para
que todo siguiese igual. Y le sublevaba que su parlamento no violase
abiertamente la Constitución y no abdicase sin más rodeos.
Los Consejos generales de los
departamentos, representaciones provinciales de la gran burguesía, reunidos
durante las vacaciones de la Asamblea Nacional, desde el 25 de agosto, se
declararon casi unánimemente en pro de la revisión, es decir, en contra del
parlamento y a favor de Bonaparte.
Más inequívocamente todavía que
el divorcio con sus representantes parlamentarios, ponía de manifiesto la
burguesía su furia contra sus representantes literarios, contra su propia
prensa. Las condenas a multas exorbitantes y a desvergonzadas penas de cárcel
con que los jurados burgueses castigaban todo ataque de los periodistas
burgueses contra los apetitos usurpadores de Bonaparte, todo intento por parte
de la prensa de defender los derechos políticos de la burguesía contra el poder
ejecutivo, causaban el asombro no sólo de Francia, sino de toda Europa.
Si el partido parlamentario del
orden, con sus gritos pidiendo tranquilidad, se condenaba él mismo, como ya he
indicado, a la inacción, si declaraba la dominación política de la burguesía
incompatible con la seguridad y la existencia de la burguesía, destruyendo por
su propia mano, en la lucha contra las demás clases de la sociedad, todas las
condiciones de su propio régimen, del régimen parlamentario, la masa
extraparlamentaria de la burguesía, con su servilismo hacia el presidente, con
sus insultos contra el parlamento, con el trato brutal a su propia prensa,
empujaba a Bonaparte a oprimir, a destruir a sus oradores y sus escritores, sus
políticos y sus literatos, su tribuna y su prensa, [477] para poder así
entregarse confiadamente a sus negocios privados bajo la protección de un
gobierno fuerte y absoluto. Declaraba inequívocamente que ardía en deseos de deshacerse
de su propia dominación política, para deshacerse de las penas y los peligros
de esa dominación.
Y esta burguesía
extraparlamentaria, que se había rebelado ya contra la lucha puramente
parlamentaria y literaria en pro de la dominación de su propia clase y
traicionado a los caudillos de esta lucha, ¡se atreve ahora a acusar a
posteriori al proletariado por no haberse lanzado por ella a una lucha
sangrienta, a una lucha a vida o muerte! Ella, que en todo momento sacrificó su
interés general de clase, su interés político, al más mezquino y sucio interés
privado, exigiendo a sus representantes este mismo sacrificio, ¡se lamenta
ahora de que el proletariado sacrifique a sus intereses materiales, los
intereses políticos ideales de ella! Se presenta como una alma cándida a quien
el proletariado, extraviado por los socialistas, no ha sabido comprender y ha
abandonado en el momento decisivo. Y encuentra un eco general en el mundo
burgués. No me refiero, naturalmente, a los politicastros y majaderos ideológicos
alemanes. Me remito, por ejemplo, al mismo "Economist", que todavía
el 29 de noviembre de 1851, es decir, cuatro días antes del golpe de Estado,
presentaba a Bonaparte como el «guardián del orden» y a los Thiers y Berryer
como «anarquistas», y que el 27 de diciembre de 1851, cuando ya Bonaparte había
reducido a la tranquilidad a aquellos «anarquistas», clama acerca de la
traición cometida por las «ignorantes, incultas y estúpidas masas proletarias
contra el ingenio, los conocimientos, la disciplina, la influencia espiritual,
los recursos intelectuales y el peso moral de las capas medias y elevadas de la
sociedad». La única masa estúpida, ignorante y vil no fue nadie más que la
propia masa burguesa.
Es cierto que en 1851 Francia
había vivido una especie de pequeña crisis comercial. A fines de febrero se
puso de manifiesto la disminución de las exportaciones respecto a 1850, en
marzo se resintió el comercio y comenzaron a cerrarse las fábricas, en abril la
situación de los departamentos industriales parecía tan desesperada como
después de las jornadas de febrero, en mayo los negocios no se habían reavivado
aún; todavía el 28 de junio, la cartera del Banco de Francia, con su aumento
enorme de los depósitos y su descenso no menos grande de los descuentos de letras,
revelaba el estancamiento de la producción; hasta mediados de octubre no volvió
a producirse de nuevo una mejora progresiva en los negocios. La burguesía
francesa se explicaba este estancamiento del comercio con motivos puramente
políticos, con la lucha entre el parlamento y el poder ejecutivo, con la
inestabilidad de una [478] forma de gobierno puramente provisional, con la
perspectiva intimidadora del segundo domingo de mayo de 1852. No negaré que
todas estas circunstancias ejercían un efecto deprimente sobre algunas ramas
industriales en París y en los departamentos. Sin embargo, esta influencia de
las circunstancias políticas era una influencia meramente local y sin
importancia. ¿Qué mejor prueba de esto que el hecho de que la situación del
comercio comenzase a mejorar precisamente hacia mediados de octubre, en el
momento en que la situación política empeoraba, en que el horizonte político se
oscurecía, esperándose a cada instante que cayese un rayo del Elíseo? Por lo
demás, el burgués de Francia, cuyo «ingenio, conocimientos, penetración
espiritual y recursos intelectuales» no llegan más allá de su nariz, pudo dar
con la nariz en la causa de su miseria comercial en todo el tiempa que duró la
Exposición Industrial de Londres [71]. Mientras en Francia se cerraban las
fábricas, en Inglaterra estallaban las bancarrotas comerciales. Mientras en
abril y mayo el pánico industrial alcanzaba su apogeo en Francia, en abril y
mayo el pánico comercial alcanzaba el apogeo en Inglaterra. La industria lanera
inglesa sufría quebrantos como la francesa, y otro tanto ocurría con la
manufactura de la seda. Y si las fábricas algodoneras inglesas seguían
trabajando, no era ya con las mismas ganancias que en 1849 y 1850. No había más
diferencia, sino que en Francia la crisis era industrial y en Inglaterra
comercial; que, mientras en Francia las fábricas se cerraban, en Inglaterra se
extendía su producción, pero bajo condiciones más desfavorables que en los años
anteriores; que en Francia la que salía peor parada era la exportación y en
Inglaterra la importación. La causa común que, naturalmente, no ha de buscarse
dentro de los límites del horizonte político francés, era palmaria. Los años de
1849 y 1850 fueron años de la mayor prosperidad material y de una
superproducción que sólo se manifestó como tal a partir de 1851. A comienzos de
este año, aún se la fomentó de un modo especial con vistas a la Exposición
Industrial. Como circunstancias peculiares, hay que añadir: primero, la mala
cosecha de algodón de 1850 y 1851; luego, la seguridad de una cosecha
algodonera más abundante que la que se esperaba, el alza y luego la baja
repentina, en una palabra, las oscilaciones de los precios del algodón. La
cosecha de seda en bruto había sido todavía inferior, por lo menos en Francia, a
la cifra media. Finalmente, la manufactura lanera se había extendido tanto,
desde 1848, que la producción de lana no podía darle abasto y el precio de la
lana en bruto subió muy desproporcionadamente en relación con el precio de los
artículos de lana. Aquí, en la materia prima de tres industrias del mercado
mundial, tenemos, pues, ya triple material para un estancamiento [479] del
comercio. Prescindiendo de estas circunstancias especiales, la aparente crisis
del año 1851 no era más que el alto que la superproducción y superespeculación
hacen cada vez que recorren el ciclo industrial, antes de reunir todas sus
fuerzas para recorrer con vertiginosidad febril la última etapa del ciclo y
llegar de nuevo a su punto de partida: la crisis comercial general. En estos
intervalos de la historia del comercio, estallan en Inglaterra las bancarrotas
comerciales, mientras que en Francia se paraliza la industria misma, en parte
obligada a retroceder por la competencia de los ingleses en todos los mercados,
competencia que precisamente en esos momentos se agudiza hasta términos
irresistibles, y en parte por ser una industria de lujo, que sufre
preferentemente las consecuencias de todos los estancamientos de los negocios.
De este modo, Francia, además de recorrer las crisis generales, recorre sus
propias crisis nacionales de comercio, que, sin embargo, están mucho más
determinadas y condicionadas por el estado general del mercado mundial que por
las influencias locales francesas. No carecerá de interés oponer al prejuicio del
burgués de Francia el juicio del burgués de Inglaterra. Una de las mayores
casas de Liverpool escribe en su memoria comercial anual de 1851:
«Pocos años han engañado más que
éste en los pronósticos hechos al comenzar; en vez de la gran prosperidad, que
se preveía casi unánimemente, resultó ser uno de los años más decepcionantes
desde hace un cuarto de siglo. Esto sólo se refiere, naturalmente, a las clases
mercantiles, no a las industriales. Y, sin embargo, al comenzar el año había
indudablemente sus razones para pensar lo contrario, las reservas de mercancías
eran escasas, el capital abundante, las subsistencias baratas, estaba asegurado
un otoño próspero; paz inalterada en el continente y ausencia de perturbaciones
políticas o financieras en nuestro país realmente, nunca se habían visto más
libres las alas del comercio... ¿A qué atribuir este resultado desfavorable?
Creemos que al exceso de comercio, tanto en las importaciones como en las
exportaciones. Si nuestros comerciantes no ponen por sí mismos a su actividad
límites más estrechos, nada podrá sujetarnos dentro de los carriles, más que un
pánico cada tres años».
Imaginémonos ahora al burgués de
Francia en medio de este pánico de los negocios, con su cerebro obsesionado por
el comercio, torturado, aturdido por los rumores de golpe de Estado y de
restablecimiento del sufragio universal, por la lucha entre el parlamento y el
poder ejecutivo, por la guerra de la Fronda de los orleanistas y los
legitimistas, por las conspiraciones comunistas del Sur de Francia y las
supuestas jacqueries [*] de los departamentos del Nièvre y del Cher, por los
reclamos de los distintos candidatos a la presidencia, por las consignas
chillonas de los periódicos, por las amenazas de los republicanos de defender
con las armas en la mano la Constitución y el sufragio universal, por los
evangelios [480] de los héroes emigrados in partibus [72], que anunciaban el
fin del mundo para el segundo domingo de mayo de 1852, y compenderemos que, en
medio de esta confusión indecible y estrepitosa de fusión, revisión, pórroga de
poderes, Constitución, conspiración, coalición, emigración, usurpación y
revolución, el burgués, jadeante, gritase como loco a su república
parlamentaria: «¡Antes un final terrible que un terror sin fin!»
Bonaparte supo entender este
grito. Su capacidad de comprensión se aguzó por la creciente violencia de sus
acreedores, que veían en cada crepúsculo que los iba acercando al día del
vencimiento, al segundo domingo de mayo de 1852, una protesta del movimiento de
los astros contra sus letras de cambio terrenales. Se habían convertido en
verdaderos astrólogos. La Asamblea Nacional había frustrado a Bonaparte toda
esperanza en la prórroga constitucional de su poder y la candidatura del
príncipe de Joinville no consentía más vacilaciones.
Si hubo alguna vez un
acontecimiento que proyectase delante de si una sombra mucho tiempo antes de
ocurrir, fue el golpe de Estado de Bonaparte. Ya el 29 de enerode 1849, cuando
apenas había pasado un mes desde su elección, hizo una proposición en este
sentido a Changarnier. Su propio primer ministro, Odilon Barrot, había
denunciado veladamente en el verano de 1849, y Thiers abiertamente en el
invierno de 1850, la política del golpe de Estado. En mayo de 1851, Persigny
había intentado otra vez más ganar a Changarnier para el golpe y el
"Messager de l'Assemblée" [73] había hecho públicas estas
negociaciones. Los periódicos bonapartistas amenazaban con un golpe de Estado
ante cada tormenta parlamentaria, y cuanto más se acercaba la crisis, más subían
de tono. En las orgías, que Bonaparte celebraba todas las noches con la swell
mob [*]* de ambos sexos, en cuanto se acercaba la media noche y las abundantes
libaciones desataban las lenguas y calentaban la fantasía, se acordaba el golpe
de Estado para la mañana siguiente. Se desenvainaban las espadas, tintineaban
los vasos, los diputados salían volando por las ventanas y el manto imperial
caía sobre los hombros de Bonaparte, hasta que la mañana siguiente ahuyentaba
al fantasma, y el asombrado París se enteraba, por las vestales poco reservadas
y los indiscretos paladines, del peligro de que había escapado una vez más.
Durante los meses de septiembre y octubre se atropellaban los rumores sobre un
coup d'état. La sombra cobraba al mismo tiempo color, como un daguerrotipo
iluminado. Si se ojean las series de septiembe y octubre en las selecciones de
los órganos de la prensa diaria europea, se encontrarán textualmente [481]
noticias de este tipo: «París está lleno de rumores de un golpe de Estado. Se
dice que la capital se llenará de tropas durante la noche y que a la mañana
siguiente aparecerán decretos disolviendo la Asamblea Nacional, declarando el
departamento del Sena en estado de sitio, restaurando el sufragio universal y
apelando al pueblo. Se dice que Bonaparte busca ministros para poner en
práctica estos decretos ilegales». Las correspondencias que dan estos noticias
terminan siempre con la palabra fatal «aplazado». El golpe de Estado fue
siempre la idea fija de Bonaparte. Con esta idea en la cabeza volvió a pisar el
territorio de Francia. Hasta tal punto estaba poseído por ella, que la delataba
y se le iba de la lengua a cada paso. Y era tan débil, que volvía a abandonarla
también a cada paso. La sombra del golpe de Estado habíase hecho tan familiar a
los parisinos como espectro, que cuando por fin se les presentó en carne y
hueso no querían creer en él. No fue, pues, ni el recato discreto del jefe de
la Sociedad del 10 de Diciembre ni una sorpresa insospechada por la Asamblea
Nacional lo que hizo que triunfase el golpe de Estado. Si triunfó, fue, a pesar
de la indiscreción de aquél y a ciencia y conciencia de ésta, como resultado
necesario e inevitable del proceso anterior.
El 10 de octubre, Bonaparte
anunció a sus ministros su resolución de restaurar el sufragio universal; el 16
le presentaron la dimisión, y el 26 conoció París la formación del ministerio
Thorigny. El prefecto de policía Carlier fue sustituido al mismo tiempo por
Maupas y el jefe de la primera división, Magnan, concentró en la capital los
regimientos más seguros. El 4 de noviembre reanudó sus sesiones la Asamblea
Nacional. Ya no tenía que hacer más que repetir en pocas y sucintas lecciones
de repaso el curso que había acabado y probar que la habían enterrado sólo
después de morir.
El primer puesto que había
perdido en su lucha con el poder ejecutivo era el ministerio. Y no tuvo más
remedio que confesar solemnemente esta pérdida, aceptando como plenamente
válido el simulacro de ministerio de Thorigny. La comisión permanente había recibido
con risas al señor Giraud, cuando éste se presentó en nombre de los nuevos
ministros. ¡Flojo era el ministerio para medidas tan fuertes como la
restauración del sufragio universal! Pero se trataba precisamente de no sacar
nada adelante en el Parlamento, sino de sacarlo todo contra el Parlamento.
El mismo día en que reanudó sus
sesiones, la Asamblea Nacional recibió el mensaje en que Bonaparte exigía la
restauración del sufragio universal y la derogación de la ley de 31 de mayo de
1850. Sus ministros presentaron el mismo día un decreto en este sentido. La
Asamblea rechazó inmediatamente la proposición de urgencia de los ministros, y
el 13 de noviembre la propuesta [482] de ley, por 355 votos contra 348. De este
modo, volvió a romper una vez más su mandato, volvió a confirmar una vez más
que había dejado de ser la representación libremente elegido del pueblo, para
convertirse en el parlamento usurpador de una clase, confesó una vez más que
había cortado por su propia mano los músculos que unían la cabeza parlamentaria
con el cuerpo de la nación.
Si el poder ejecutivo, con su
propuesta de restauración del sufragio universal, apelaba de la Asamblea
Nacional al pueblo, el poder legislativo, con su proyecto de ley sobre los
cuestores, apelaba del pueblo al ejército. Esta ley de los cuestores había de fijar
el derecho de la Asamblea Nacional a requerir directamente el auxilio de las
tropas, a crear un ejército parlamentario. Al erigir así al ejército en árbitro
entre ella y el pueblo, entre ella y Bonaparte, al reconocer al ejército como
poder decisivo del Estado, tenía necesariamente que confirmar, de otra parte,
que había abandonado ya desde hacía mucho tiempo su pretensión de mando sobre
el ejército. Cuando, en vez de requerir inmediatamente a las tropas, debatía
sobre su derecho a requerirlas, revelaba la duda en su propio poder. Al
rechazar la ley de los cuestores, confesaba abiertamente su impotencia. Esta
ley fue desechada con una minoría de 108 votos; la Montaña decidió, por tanto,
la votación. Se encontraba en la situación del asno de Buridán, no ciertamente
entre dos sacos de pienso, sin saber cuál sería mejor, sino entre dos tandas de
palos, sin saber cuál sería peor. De un lado, el miedo a Changarnier; de otro
lado, el miedo a Bonaparte. Hay que reconocer que la situación no tenía nada de
heroica.
El 18 de noviembre se propuso una
enmienda a la ley sobre las elecciones municipales presentada por el partido
del orden, en la que se disponía que los electores municipales no necesitarían
tres años de domicilio, sino uno solo, para poder votar. La enmienda se desechó
por un solo voto, pero este voto resultó inmediatamente ser un error. Escindido
en sus fracciones enemigas, el partido del orden había perdido desde hacía ya
mucho tiempo su mayoría parlamentaria propia. Ahora ponía de manifiesto que en el
parlamento no existía ya mayoría alguna. La Asamblea Nacional era ya incapaz
para tomar acuerdos. Sus elementos atómicos ya no se mantenían unidos por
ninguna fuerza de cohesión; había gastado su último hálito de vida, estaba
muerta.
Finalmente, algunos días antes de
la catástrofe, la masa extraparlamentaria de la burguesía había de confirmar
solemnemente una vez más su ruptura con la burguesía dentro del parlamento.
Thiers, que como héroe parlamentario estaba contagiado preferentemente de la
enfermedad incurable del cretinismo parlamentario, [483] había maquinado
después de la muerte del parlamento una nueva intriga parlamentaria con el
Consejo de Estado, una ley de responsabilidad con la que se pretendía sujetar
al presidente dentro de los límites de la Constitución. Así como el 15 de
septiembre, en la fiesta en que se puso la primera piedra del nuevo mercado de
París, Bonaparte había fascinado a las damas des halles, a las pescaderas, como
un segundo Masaniello [74] (claro está que una de estas pescaderas valía en
cuanto a fuerza efectiva, por 17 burgraves), del mismo modo que, después de
presentada la ley sobre los cuestores, entusiasmaba a los tenientes obsequiados
en el Elíseo, ahora, el 25 de noviembre, arrebató a la burguesía industrial,
congregada en el circo para recibir de sus manos las medallas de los premios
por la Exposición Industrial de Londres. Reproduciré la parte significativa de
su discurso, tomada del "Journal des Débats".
«Con éxitos tan inesperados, me
creo autorizado a decir cuán grande sería la República Francesa si se le
consintiese defender sus intereses reales y reformar sus instituciones, en vez
de verse constantemente perturbada, de un lado, por los demagogos y, de otro
lado, por las alucinaciones monárquicas. (Grandes, atronadores y repetidos
aplausos de todas las partes del anfiteatro.) Las alucinaciones monárquicas
entorpecen todo progreso y todo desarrollo industrial serio. En lugar de
progreso, no hay más que lucha. Vemos a hombres que antes eran el más celoso
sostén de la autoridad y de las prerrogativas reales y que hoy son partidarios
de una Convención solamente para quebrantar la autoridad nacida del sufragio
universal. (Grandes y repetidos aplausos.) Vemos a hombres que han sufrido más
que nadie de la revolución y la han deplorado más que nadie, y que provocan una
nueva, sin más objeto que encadenar la voluntad de la nación... Yo os prometo
tranquilidad para el porvenir, etc., etc. («Bravo», «bravo», atronadores
«Bravo».) ».
Así aplaude la burguesía
industrial con su aclamación más servil el golpe de Estado del 2 de diciembre,
la aniquilación del parlamento, el ocaso de su propia dominación, la dictadura
de Bonaparte. La tempestad de aplausos del 25 de noviembre tuvo su respuesta en
la tempestad de cañonazos del 4 de diciembre, y la mayoría de las bombas fueron
a estallar en la casa del señor Sallandrouze, en cuya garganta había estallado
la mayoría de los vítores.
Cuando Cromwell disolvió el
Parlamento Largo [75], se dirigió solo al centro del salón de sesiones, sacó el
reloj para que aquél no viviese ni un solo minuto más del plazo que le había
señalado y fue arrojando del salón a los diputados uno por uno con insultos
alegres y humoristas. El 18 Brumario, Napoleón, con menos talla que su modelo,
se trasladó, a pesar de todo, al Cuerpo Legislativo y le leyó, aunque con voz
entrecortada, su sentencia de muerte. El segundo Bonaparte, que por lo demás se
hallaba en posesión de un poder ejecutivo muy distinto del de Cromwell o
Napoleón, no fue a buscar su modelo en los anales de la historia universal,
[484] sino en los anales de la Sociedad del 10 de Diciembre, en los anales de
la jurisprudencia criminal. Roba al Banco de Francia 25 millones de francos,
compra al general Magnan por un millón y a los soldados por 15 francos cada uno
y por aguardiente, se reune a escondidas por la noche con sus cómplices, como
un ladrón, manda asaltar las casas de los parlamentarios más peligrosos,
sacándolos de sus camas y llevándose a Cavaignac, Lamoriciére, Le Flô,
Changarnier, Charras, Thiers, Baze y otros, manda ocupar las plazas principales
de París y el edificio del Parlamento con tropas y pegar, al amanecer, en todos
los muros, carteles estridentes proclamando la disolución de la Asamblea
Nacional y del Consejo de Estado, la restauración del sufragio universal y la
declaración del departamento del Sena en estado de sitio. Y poco después,
inserta en el "Moniteur" un documento falso, según el cual
influyentes hombres parlamentarios se han agrupado en torno a él en un Consejo
de Estado.
Los restos del parlamento,
formados principalmente por legitimistes y orleanistas, se reunen en el
edificio de la alcaldía del 10 distrito y acuerdan entre gritos de «¡Viva la
república!» la destitución de Bonaparte, arengan en vano a la masa boquiabierta
congregada delante del edificio y, por último, custodiados por tiradores
africanos, son arrastrados primero al cuartel d'Orsay y luego empaquetados en
caches celulares y transportados a las cárceles de Mazas, Ham y Vincennes. Así
terminaron el partido del orden, la Asamblea Legislativa y la revolución de
febrero.
He aquí en bretes rasgos, antes
de pasar rápidamente a las conclusiones, el esquema de su historia:
I. Primer período. Del 24 de
febrero al 4 de mayo de 1848. Período de febrero. Prólogo. Farsa de confraternización
general.
II. Segundo período. Período de
constitución de la república y de la Asamblea Nacional Constituyente.
1. Del 4 de mayo al 25 de junio de 1848. Lucha de todas las
clases contra el proletariado. Derrota del proletariado en las jornadas de
junio.
2. Del 25 de junio al 10 de diciembre de 1848. Dictadura de
los republicanos burgueses puros. Se redacta el proyecto de Constitución.
Declaración del estado de sitio en París. El 10 de diciembre se elimina la
dictadura burguesa con la elección de Bonaparte para presidente.
3. Del 20 de diciembre de 1848 al 28 de mayo de 1849. Lucha
de la Constituyente contra Bonaparte y el partido del orden coligado con él.
Caída de la Constituyente. Derrota de la burguesía republicana.
III. Tercer período. Período de
la república constitucional y de la Asamblea Nacional Legislativa.
1. Del 28 de mayo al 13 de junio de 1849. Lucha de los
pequeños burgueses contra la burguesía y contra Bonaparte. Derrota de la
democracia pequeñoburguesa.
2. Del 13 de junio de 1849 al 31 de mayo de 1850. Dictadura
parlamentaria del partido del orden. Corona su dominación con la abolición del
sufragio universal, pero pierde el ministerio parlamentario.
3. Del 31 de mayo de 1850 al 2 de diciembre de 1851. Lucha
entre la burguesía parlamentaria y Bonaparte.
a) Del 31 de mayo de 1850 al 12 de enero de 1851. El
parlamento pierde el alto mando sobre el ejército.
b) Del 12 de enero al 11 de abril de 1851. El parlamento
sucumbe en sus tentativas por volver a adueñarse del poder administrativo. El
partido del orden pierde su mayoría parlamentaria propia. Coalición del partido
del orden con los republicanos y la Montaña.
c) Del 11 de abril al 9 de octubre de 1851. Intentos de
revisión, de fusión, de prórroga de poderes. El partido del orden se descompone
en los elementos que lo integran. Definitiva ruptura del parlamento burgués y
de la prensa burguesa con la masa de la burguesía.
d) Del 9 de octubre al 2 de diciembre de 1851. Ruptura franca
entre el parlamento y el poder ejecutivo. El parlamento consume su defunción y
sucumbe, abandonado por su propia clase, por el ejército y por las demás
clases. Hundimiento del régimen parlamentario y de la dominación burguesa.
Triunfo de Bonaparte. Parodia de restauración imperial.
NOTAS
[67] 156. "L'Assemblée
Nationale" ("La Asamblea Nacional"): diario francés de
orientación monárquico-legitimista; aparecía en París desde 1848 hasta 1857.
Entre 1848 y 1851 reflejaba las opiniones de los partidarios de la fusión de ambos
partidos dinásticos: los legitimistas y los orleanistas.- 299, 470
[68] 249. Venecia fue en los años
50 del siglo XIX el lugar de residencia del conde de Chambord, pretendiente
legitimista al trono de Francia.- 471
[69] 250. Se alude a las
divergencias tácticas que surgieron en el campo de los legitimistas durante el
período de la Restauración. Villèle (partidario de Luis XVIII) se pronunció en
pro de la aplicación cautelosa de medidas reaccionarias; Polignac, partidario
del conde d'Artois, coronado en 1824 con el nombre de Carlos X, exigía el
restablecimiento completo del orden de cosas anterior a la revolución.
Palacio de las Tullerías, de
París: residencia de Luis XVIII; uno de los edificios del palacio, el Pabellón
Marsan, en el período de la Restauración fue residencia del conde d'Artois.-
250
[70] 251. "The
Economist" ("El Economista"): revista mensual inglesa de
economía y política, órgano de la gran burguesía industrial; aparece en Londres
desde 1843.- 474
[71] 252. Exposición industrial
de Londres: primera exposición mundial de comercio e industria; se celebró
entre mayo y octubre de 1851.- 478
[*] Insurrecciones campesinas.
(N. de la Edit.)
[72] 92. In partibus infidelium
(literalmente: «en el país de los infieles»): adición al título de los obispos
católicos destinados a cargos puramente nominales en países no cristianos. Esta
expresión la empleaban a menudo Marx y Engels, aplicada a diversos gobiernos
emigrados que se habían formado en el extranjero sin tener en cuenta alguna la
situación real del país.- 194, 307, 412, 438, 480
[73] 253. "Le Messager de
l'Assemblée" ("El Mensajero de la Asamblea"): diario
anti-bonapartista francés; apareció en París desde el 16 de febrero hasta el 2
de diciembre de 1851.- 480
[**] La aristocracia del hampa.
(N. de la Edit.)
[74] Mansaniello (Tomás Aniello,
llamado) (1620-1647): pescador; en 1647, jefe de la insurrección popular contra
la dominación española en Nápoles.- 483
[75] 254. El Parlamento Largo
(1640-1653): parlamento inglés convocado por el rey Carlos I cuando se había
iniciado la revolución burguesa, convertido luego en organismo legislativo de
ésta. En 1649, el Parlamento condenó a Carlos I a muerte y proclamó la
República en Inglaterra; Cromwell lo disolvió en 1653.- 483
V I I
La república social apareció como
frase, como profecía, en el umbral de la revolución de febrero. En las jornadas
de junio de 1848, fue ahogada en sangre del proletariado de París, pero aparece
en los restantes actos del drama como espectro. Se anuncia la república
democrática. Se esfuma el 13 de junio de 1849, con sus pequeños burgueses dados
a la fuga, pero en su huida arroja tras sí reclamos doblemente jactanciosos. La
república parlamentaria con la burguesía se adueña de toda la escena, apura su vida
en toda la plenitud, pero el 2 de diciembre de 1851 la entierra bajo el grito
de angustia de los realistas coligados: «¡Viva la república!»
La burguesía francesa, que se
rebelaba contra la dominación del proletariado trabajador, encumbró en el poder
al lumpemproletariado, con el jefe de la Sociedad del 10 de Diciembre a la
cabeza. La burguesía mantenía a Francia bajo el miedo constante a los [486]
futuros espantos de la anarquía roja; Bonaparte descontó este porvenir cuando
el 4 de diciembre hizo que el ejército del orden animado por el aguardiente,
disparase contra los distinguidos burgueses del Boulevard Montmartre y del
Boulevard des Italiens, que estaban asomados a las ventanas. La burguesía hizo
las apoteosis del sable, y el sable manda sobre ella. Aniquiló la prensa
revolucionaria, y ve aniquilada su propia prensa. Sometió las asambleas
populares a la vigilancia de la policía; sus salones se hallan bajo la
vigilancia de la policía. Disolvió la Guardia Nacional democrática y su propia
Guardia Nacional ha sido disuelta. Decretó el estado de sitio, y el estado de
sitio ha sido decretado contra ella. Suplantó los jurados por comisiones
militares, y las comisiones militares ocupan el puesto de sus jurados. Sometió
la enseñanza del pueblo a los curas, y los curas la someten a ella a su propia
enseñanza. Deportó a detenidos sin juicio, y ella es deportada sin juicio.
Sofocó todo movimiento de la sociedad mediante el poder del Estado, y el poder
del Estado sofoca todos los movimientos de su sociedad. Se rebeló, llevada del
entusiasmo por su bolsa, contra sus propios políticos y literatos; sus
políticos y literatos fueron quitados de en medio, pero su bolsa se ve saqueada
después de amordazarse su boca y romperse su pluma. La burguesía gritaba
incansablemente a la revolución como San Arsenio a los cristianos: Fuge, tace,
quiesce! ¡Huye, calla, sé tranquila! Y ahora es Bonaparte el que grita a la
burguesía: Fuge, tace, quiesce! ¡Huye, calla, sé tranquila!
La burguesía francesa había
resuelto desde hacía mucho tiempo el dilema de Napoleón: Dans cinquante ans,
l'Europe sera républicaine ou cosaque [*]... Lo había resuelto en la république
cosaque [*]*. Ninguna Circe ha desfigurado con su encanto maligno la obra de
arte de la república burguesa, convirtiéndola en un monstruo. Esa república
sólo perdió su apariencia de respetabilidad. La Francia actual [*]** se
contenía ya íntegra en la república parlamentaria. Sólo hacía falta el arañazo
de una bayoneta para que la vejiga estallase y el monstruo saltase a la vista.
¿Por qué el proletariado de París
no se levantó después del 2 de diciembre?
La caída de la burguesía sólo
estaba decretada; el decreto no se había ejecutado todavía. Cualquier
alzamiento serio del proletariado habría dado a aquélla nuevos bríos, la habría
reconciliado con el ejército y habría asegurado a los obreros una segunda
derrota de junio
El 4 de diciembre, el
proletariado fue espoleado a la lucha por burguesas y tenderos. En la noche de
este día prometieron comparecer en el lugar de la lucha varias legiones de la
Guardia Nacional, armadas y uniformadas. En efecto, burgueses y tenderos habían
descubierto que, en uno de sus decretos del 2 de diciembre, Bonaparte abolía el
voto secreto y les ordenaba inscribir en los registros oficiales, detrás de sus
nombres, un sí o un no. La resistencia del 4 de diciembre amedrentó a
Bonaparte. Durante la noche mandó pegar en todas las esquinas de París carteles
anunciando la restauración del voto secreto. Burgueses y tenderos creyeron
haber alcanzado su finalidad. Todos los que no se presentaron a la mañana
siguiente eran tenderos y burgueses.
Un golpe de mano de Bonaparte,
dado durante la noche del 1 al 2 de diciembre, había privado al proletariado de
París de sus guías, de los jefes de las barricadas. ¡Un ejército sin oficiales,
al que los recuerdos de junio de 1848 y de 1849 y de mayo do 1850 inspiraban la
aversión a luchar bajo la bandera de los montagnards, confió a su vanguardia, a
las sociedades secretas, la salvación del honor insurreccional de París, que la
burguesía entregó tan mansamente a la soldadesca, que Bonaparte pudo más tarde
desarmar a la Guardia Nacional con el pretexto burlón de que temía que sus
armas fuesen empleadas abusivamente contra ella misma por los anarquistas!
«C'est le triomphe complet et
définitif du socialisme!» [*]. Así caracterizó Guizot el 2 de diciembre. Pero
si la caída de la república parlamentaria encierra ya en germen el triunfo de
la revolución proletaria, su resultado inmediato, tangible, era la victoria de
Bonaparte sobre el parlamento, del poder ejecutivo sobre el poder legislativo,
de la fuerza sin frases sobre la fuerza de las frases. En el parlamento, la
nación elevaba su voluntad general a ley, es decir, elevaba la ley de la clase
dominante a su voluntad general. Ante el poder ejecutivo, abdica de toda
voluntad propia y se somete a los dictados de un poder extraño, de la
autoridad. El poder ejecutivo, por oposición al legislativo, expresa la
heteronomía de la nación por oposición a su autonomía. Por tanto, Francia sólo
parece escapar al despotismo de una clase para reincidir bajo el despotismo de
un individuo, y concretamente bajo la autoridad de un individuo sin autoridad.
Y la lucha parece haber terminado en que todas las clases se postraron de
hinojos, con igual impotencia y con igual mutismo, ante la culata del fusil.
Pero la revolución es radical.
Está pasando todavía por el purgatorio. Cumple su tarea con método. Hasta el 2
de diciembre de 1851 había terminado la mitad de su labor preparatoria; ahora,
[488] termina la otra mitad. Lleva primero a la perfección el poder
parlamentario, para poder derrocarlo. Ahora, conseguido ya esto, lleva a
perfección el poder ejecutivo, lo reduce a su más pura expresión, lo aisla, se
enfrenta con él, como único blanco contra el que debe concentrar todas sus
fuerzas de destrucción. Y cuando la revolución haya llevado a cabo esta segunda
parte de su labor preliminar, Europa se levantará, y gritará jubilosa: ¡bien
has hozado, viejo topo! [*]*
Este poder ejecutivo, con su
inmensa organización burocrática y militar, con su compleja y artificiosa
maquinaria de Estado, un ejército de funcionarios que suma medio millón de
hombres, junto a un ejército de otro medio millón de hombres, este espantoso
organismo parasitario que se ciñe como una red al cuerpo de la sociedad
francesa y le tapona todos los poros, surgió en la época de la monarquía
absoluta, de la decadencia del régimen feudal, que dicho organismo contribuyó a
acelerar. Los privilegios señoriales de los terratenientes y de las ciudades se
convirtieron en otros tantos atributos del poder del Estado, los dignatarios
feudales en funcionarios retribuidos y el abigarrado mapamuestrario de las
soberanías medievales en pugna en el plan reglamentado de un poder estatal cuya
labor está dividida y centralizada como en una fábrica. La primera revolución
francesa, con su misión de romper todos los poderes particulares locales,
territoriales municipales y provinciales, para crear la unidad civil de la
nación, tenía necesariamente que desarrollar lo que la monarquía absoluta había
iniciado: la centralización; pero al mismo tiempo amplió el volumen, las
atribuciones y el número de servidores del poder del Gobierno. Napoleón
perfeccionó esta máquina del Estado. La monarquía legítima y la monarquía de
Julio no añadieron nada más que una mayor división del trabajo, que crecía a
medida que la división del trabajo dentro de la sociedad burguesa creaba nuevos
grupos de intereses, y por tanto nuevo material para la administración del
Estado. Cada interés común (gemeinsame) se desglosaba inmediatamente de la
sociedad, se contraponía a ésta como interés superior, general (allgemeines),
se sustraía a la propia iniciativa de los individuos de la sociedad y se
convertía en objeto de la actividad del Gobierno, desde el puente, la escuela y
los bienes comunales de un municipio rural cualquiera, hasta los ferrocarriles,
la riqueza nacional y las universidades de Francia. Finalmente, la república
parlamentaria, en su lucha contra la revolución, viese obligada a fortalecer,
junto con las medidas represivas, los medios y la centralización del poder del
Gobierno. Todas las revoluciones perfeccionaban esta máquina, en vez de
destrozarla. Los partidos [489] que luchaban alternativamente por la
dominación, consideraban la toma de posesión de este inmenso edificio del
Estado como el botín principal del vencedor.
Pero bajo la monarquía absoluta,
durante la primera revolución, bajo Napoleón, la burocracia no era más que el
medio para preparar la dominación de clase de la burguesía. Bajo la
restauración, bajo Luis Felipe, bajo la república parlamentaria, era el
instrumento de la clase dominante, por mucho que ella aspirase también a su
propio poder absoluto.
Es bajo el segundo Bonaparte
cuando el Estado parece haber adquirido una completa autonomía. La máquina del
Estado se ha consolidado ya de tal modo frente a la sociedad burguesa, que
basta con que se halle a su frente el jefe de la Sociedad del 10 de Diciemhre,
un caballero de industria venido de fuera y elevado sobre el pavés por una
soldadesca embriagada, a la que compró con aguardiente y salchichón y a la que
tiene que arrojar constantemente salchichón. De aquí la pusilánime
desesperación, el sentimiento de la más inmensa humillación y degradación que
oprime el pecho de Francia y contiene su aliento. Francia se siente como
deshonrada.
Y sin embargo, el poder del
Estado no flota en el aire. Bonaparte representa a una clase, que es, además,
la clase más numerosa de la sociedad francesa: los campesinos parcelarios.
Así como los Borbones eran la
dinastía de los grandes terratenientes y los Orleáns la dinastía del dinero,
los Bonapartes son la dinastía de los campesinos, es decir, de la masa del
pueblo francés. EI elegido de los campesinos no es el Bonaparte que se sometía
al parlamento burgués, sino el Bonaparte que lo dispersó. Durante tres años
consiguieron las ciudades falsificar el sentido de la elección del 10 de
diciembre y estafar a los campesinos la restauración del imperio. La elección
del 10 de diciembre de 1848 no se consumó basto el golpe de Estado del 2 de
diciembre de 1851.
Los campesinos parcelarios forman
una masa inmensa, cuyos individuos viven en idéntica situación, pero sin que
entre ellos existan muchas relaciones. Su modo de producción los aisla a unos
de otros, en vez de establecer relaciones mutuas entre ellos. Este aislamiento
es fomentado por los malos medios de comunicación de Francia y por la pobreza
de los campesinos. Su campo de producción, la parcela, no admite en su cultivo
división alguna del trabajo ni aplicación ninguna de la ciencia; no admite, por
tanto, multiplicidad de desarrollo, ni diversidad de talentos, ni riqueza de
relaciones sociales. Cada familia campesina se basta, sobre poco más o menos, a
sí misma, produce directamente ella misma la mayor parte de lo que consume y
obtiene así sus materiales de existencia más bien en intercambio con la
naturaleza que en contacto [490] con la sociedad. La parcela, el campesino y su
familia; y al lado, otra parcela, otro campesino y otra familia. Unas cuantas
unidades de éstas forman una aldea, y unas cuantas aldeas, un departamento. Así
se forma la gran masa de la nación francesa, por la simple suma de unidades del
mismo nombre, al modo como, por ejemplo, las patatas de un saco forman un saco
de patatas. En la medida en que millones de familias viven bajo condiciones
económicas de existencia que las distinguen por su modo de vivir, por sus
intereses y por su cultura de otras clases y las oponen a éstas de un modo
hostil, aquellas forman una clase. Por cuanto existe entre los campesinos
parcelarios una articulación puramente local y la identidad de sus intereses no
engendra entre ellos ninguna comunidad, ninguna unión nacional y ninguna
organización política, no forman una clase. Son, por tanto, incapaces de hacer
valer su interés de clase en su propio nombre, ya sea por medio de un
parlamento o por medio de una Convención. No pueden representarse, sino que
tienen que ser representados. Su representante tiene que aparecer al mismo
tiempo como su señor, como una autoridad por encima de ellos, como un poder
ilimitado de gobierno que los proteja de las demás clases y les envíe desde lo
alto la lluvia y el sol. Por consiguiente, la influencia política de los
campesinos parcelarios encuentra su última expresión en el hecho de que el
poder ejecutivo somete bajo su mando a la sociedad.
La tradición histórica hizo nacer
en el campesino francés la fe milagrosa de que un hombre llamado Napoleón le
devolvería todo el esplendor. Y se encuentra un individuo que se hace pasar por
tal hombre, por ostentar el nombre de Napoleón gracias a que el Code Napoléon
ordena: «La recherche de la paternité est interdite» [*]. Tras 20 años de
vagabundaje y una serie de grotescas aventuras, se cumple la leyenda, y este
hombre se convierte en emperador de los franceses. La idea fija del sobrino se
realizó porque coincidía con la idea fija de la clase más numerosa de los
franceses.
Pero, se me objetará: ¿y los
levantamientos campesinos de media Francia, las batidas del ejercito contra los
campesinos y los encarcelamientos y deportaciones en masa de campesinos?
Desde Luis XIV, Francia no ha
asistido a ninguna persecución semejante de campesinos «por manejos
demagógicos».
Pero entiéndase bien. La dinastía
de Bonaparte no representa al campesino revolucionario, sino al campesino
conservador; no representa al campesino que pugna por salir de su condición
social de vida, la parcela, sino al que, por el contrario, quiere consolidarla;
no a la población campesina, que, con su propia energía y unida a las ciudades,
quiere derribar el viejo orden, sino a la que, [491] por el contrario,
sombríamente retraída en este viejo orden, quiere verse salvada y preferida, en
unión de su parcela, por el espectro del imperio. No representa la ilustración,
sino la superstición del campesino, no su juicio, sino su prejuicio, no su porvenir,
sino su pasado, no sus Cévennes [76] modernas, sino su moderna Vendée [77].
Los tres años de dura dominación
de la república parlamentaria habían curado a una parte de los campesinos
franceses de la ilusión napoleónica y los habían revolucionado, aun cuándo sólo
fuese superficialmente; pero la burguesía los empujaba violentamente hacia
atrás cuantas veces se ponían en movimiento. Bajo la república parlamentaria,
la conciencia moderna de los campesinos franceses pugnó con la conciencia
tradicional. El proceso se desarrolló bajo la forma de una lucha incesante
entre los maestros de escuela y los curas. La burguesía abatió a los maestros.
Por vez primera los campesinos hicieron esfuerzos para adaptar una actitud
independiente frente a la actividad del Gobierno. Esto se manifestó en el
conflicto constante de los alcaldes con los prefectos. La burguesía destituyó a
los alcaldes. Finalmente, los campesinos de diversas localidades se levantaron
durante el período de la república parlamentaria contra su propio engendro, el
ejército. La burguesía los castigó con estados de sitio y ejecuciones. Y esta
misma burguesía clama ahora acerca de la estupidez de las masas, de la vile
multitude [*]* que la ha traicionado frente a Bonaparte. Fue ella misma la que
consolidó con sus violencias las simpatías de la clase campesina por el
Imperio, la que ha mantenido celosamente el estado de cosas que forman la cuna
de esta religión campesina. Claro está que la burguesía tiene necesariamente
que temer la estupidez de las masas, mientras siguen siendo conservadoras, y su
conciencia en cuanto se hacen revolucionarias.
En los levantamientos producidos
después del coup d'état, una parte de los campesinos franceses protestó con las
armas en la mano contra su propio voto del 10 de diciembre de 1848. La
experiencia adquirida desde 1848 les había abierto los ojos. Pero habían
entregado su alma a las fuerzas infernales de la historia, y ésta los cogía por
la palabra, y la mayoría estaba aún tan llena de prejuicias, que precisamente
en los departamentos más rojos la población campesina votó públicamente por
Bonaparte. Según ellos, la Asamblea Nacional le había impedido caminar. Ahora
no había hecho más que romper las ligaduras que las ciudades habían puesto a la
voluntad del campo. En algunos sitios, abrigaban incluso la idea grotesca de
colocar, junto a un Napoleón, una Convención.
Después de que la primera
revolución había convertido a los campesinos semisiervos en propietarios libres
de su tierra, Napoleón [492] consolidó y reglamentó las condiciones bajo las
cuales podrían explotar sin que nadie les molestase el suelo de Francia que se
les acababa de asignar, satisfaciendo su afán juvenil de propiedad. Pero lo que
hoy lleva a la ruina al campesino francés, es su misma parcela, la división del
suelo, la forma de propiedad consolidada en Francia por Napoleón. Fueron
precisamente las condiciones materiales las que convirtieron al campesino
feudal francés en campesino parcelario y a Napoleón en emperador. Han bastado
dos generaciones para engendrar este resultado inevitable: empeoramiento
progresivo de la agricultura y endeudamiento progresivo del agricultor. La
forma «napoleónica» de propiedad, que a comienzos del siglo XIX era la
condición para la liberación y el enriquecimiento de la población campesina
francesa, se ha desarrollado en el transcurso de este siglo como la ley de su
esclavitud y de su pauperismo. Y es precisamente esta ley la primera de las
idées napoléoniennes [78] que viene a afirmar el segundo Bonaparte. Si comparte
todavía con los campesinos la ilusión de buscar la causa de su ruina, no en su
misma propiedad parcelaria, sino fuera de ella, en la influencia de
circunstancias secundarias, sus experimentos se estrellarán como pompas de
jabón contra las relaciones de producción.
El desarrollo económico de la
propiedad parcelaria ha invertido de raíz la relación de los campesinos con las
demás clases de la sociedad. Bajo Napoleón, la parcelación del suelo en el
campo complementaba la libre concurrencia y la gran industria incipiente de las
ciudades. La clase campesina era la protesta omnipresente contra la
aristocracia terrateniente que se acababa de derribar. Las raíces que la
propiedad parcelaria echó en el suelo francés quitaron al feudalismo toda
sustancia nutritiva. Sus mojones formaban el baluarte natural de la burguesía
contra todo golpe de mano de sus antiguos señores. Pero en el transcurso del
siglo XIX pasó a ocupar el puesto de los señores feudales el usurero de la
ciudad, las cargas feudales del suelo fueron sustituidas por la hipoteca y la
aristocrática propiedad territorial fue suplantoda por el capital burgués. La
parcela del campesino sólo es ya el pretexto que permite al capitalista sacar
de la tierra ganancia, intereses y renta, dejando al agricultor que se las arregle
para sacar como pueda su salario. Las deudas hipotecarias que pesan sobre el
suelo francés imponen a los campesinos de Francia un interés tan grande como
los intereses anuales de toda la deuda nacional británica. La propiedad
parcelaria, en esta esclavitud bajo el capital a que conduce inevitablemente su
desarrollo, ha convertido a la masa de la nación francesa en trogloditas. Diez
y seis millones de campesinos (incluyendo las mujeres y los niños) viven en
chozas, una gran parte de las cuales sólo tienen una abertura, otra parte,
[493] dos solamente, y las privilegiadas, tres. Las ventanas son para una casa
lo que los cinco sentidos para la cabeza. El orden burgués, que a comienzos del
siglo puso al Estado de centinela de la parcela recién creada y la abonó con
laureles, se ha convertido en un vampiro que le chupa la sangre y la medula y
la arroja a la caldera de alquimista del capital. El Code Napoleón no es ya más
que el código de los embargos, de las subastas y de las adjudicaciones
forzosas. A los cuatro millones (incluyendo niños, etc.) de paupers oficiales,
vagabundos, delincuentes y prostitutas, que cuenta Francia, hay que añadir
cinco millones, cuya existencia flota al borde del abismo y que o bien viven en
el mismo campo o desertan constantemente, con sus harapos y sus hijos, del
campo a las ciudades y de las ciudades al campo. Por tanto, los intereses de
los campesinos no se hallan ya, como bajo Napoleón, en consonancia, sino en
contraposición con los intereses de la burguesía, con el capital. Por eso los
campesinos encuentran su aliado y jefe natural en el proletariado urbano, que
tiene por misión derrocar el orden burgués. Pero el Gobierno fuerte y absoluto
—que es la segunda idée napoléonienne que viene a poner en práctica el segundo
Napoleón— está llamado a defender por la violencia este orden «material». Y
este ordre matériel [*] es también el tópico en todas las proclamas de
Bonaparte contra los campesinos rebeldes.
Junto a la hipoteca, que el
capital le impone, pesan sobre la parcela los impuestos. Los impuestos son la
fuente de vida de la burocracia, del ejército, de los curas y de la corte; en
una palabra, de todo el aparato del poder ejecutivo. Un gobierno fuerte e
impuestos elevados son cosas idénticas. La propiedad parcelaria se presta por
naturaleza para servir de base a una burocracia omnipotente e innumerable. Crea
un nivel igual de relaciones y de personas en toda la faz del país. Ofrece
también, por tanto, la posibilidad de influir por igual sobre todos los puntos
de esta masa igual desde un centro supremo. Destruye los grados intermedios
aristocráticos entre la masa del pueblo y el poder del Estado. Provoca, por
tanto, desde todos los lados, la ingerencia directa de este poder estatal y la
interposición de sus órganos inmediatos. Y finalmente, crea una superpoblación
parada que no encuentra cabida ni en el campo ni en las ciudades y que, por
tanto, echa mano de los cargos públicos como de una respetable limosna,
provocando la creación de cargos del Estado. Con los nuevos mercados que abrió
a punta de bayoneta, con el saqueo del continente, Napoleón devolvió los
impuestos forzosos con sus intereses. Estos impuestos eran entonces un acicate
para la industria del campesino, mientras que ahora privan a su industria de
sus últimos recursos y acaban de [494] exponerle indefenso al pauperismo. Y de
todas las idées napoléoniennes, la de una enorme burocracia, bien galoneada y
bien cebada, es la que más agrada al segundo Bonaparte. ¿Y cómo no habla de
agradarle, si se ve obligado a crear, junto a las clases reales de la sociedad,
una casta artificial, para la que el mantenimiento de su régimen es un problema
de cuchillo y tenedor? Por eso, una de sus primeras operaciones financieras
consistió en elevar nuevamente los sueldos de los funcionarios a su altura
antigua y en crear nuevas sinecuras.
Otra idée napoléonienne es la
dominación de los curas como medio de gobierno. Pero si la parcela recién
creada, en su armonía con la sociedad, en su dependencia de las fuerzas de la
naturaleza y en su sumisión a la autoridad que la protegía desde lo alto era,
naturalmente, religiosa, esta parcela, comida de deudas, divorciada de la
sociedad y de la autoridad y forzada a salirse de sus propios horizontes
limitados, se hace, naturalmente, irreligiosa. El cielo era una añadidura muy
hermosa al pequeño pedazo de tierra acabado de adquirir, tanto más cuanto que
de él vienen el sol y la lluvia; pero se convierte en un insulto tan pronto
como se le quiere imponer a cambio de la parcela. En este caso, el cura ya sólo
aparece como el ungido perro rastreador de la policía terrenal: otra idée
napoléonienne. La próxima vez, la expedición contra Roma se llevará a cabo en
la misma Francia, pero en sentido inverso al del señor Montalembert.
Finalmente, el punto culminante
de las idées napoléoniennes es la preponderancia del ejército. El ejército era
el point d'honneur [*]* de los campesinos parcelarios, eran ellos mismos
convertidos en héroes, defendiendo su nueva propiedad contra el enemigo de
fuera, glorificando su nacionalidad recién conquistada, saqueando y
revoluclonando el mundo. El uniforme era su ropa de gala; la guerra, su poesía;
la parcela, prolongada y redondeada en la fantasía, la patria, y el
patriotismo, la forma ideal del sentido de propiedad. Pero los enemigos contra
quienes ahora tiene que defender su propiedad el campesino francés no son los
cosacos, son los alguaciles y los agentes ejecutivos del fisco. La parcela no
está ya enclavada en lo que llaman patria, sino en el registro hipotecario. El
mismo ejército ya no es la flor de la juventud campesina, sino la flor del
pantano del lumpemproletariado campesino. Está formado en su mayoría por
remplaçants [*], por sustitutos, del mismo modo que el segundo Bonaparte no es
más que el remplaçant, el sustituto de Napoleón. Sus hazañas heroicas consisten
ahora en las cacerías [495] y batidas contra los campesinos, en el servicio de
gendarmería, y si las contradicciones internas de su sistema lanzan al jefe de
la Sociedad del 10 de Diciembre del otro lado de la frontera francesa, tras
algunas hazañas de bandidaje el ejército no cosechará precisamente laureles,
sino palos.
Como vemos, todas las idées
napoléoniennes son las ideas de la parcela incipiente, juvenil, pero
constituyen un contrasentido para la parcela caduca. No son más que las
alucinaciones de su agonía, palabras convertidas en frases, espíritus
convertidos en fantasmas. Pero la parodia del imperio era necesaria para
liberar a la masa de la nación francesa del peso de la tradición y hacer que se
destacase nítidamente la contraposición entre el Estado y la sociedad. Conforme
avanza la ruina de la propiedad parcelaria, se derrumba el edificio del Estado
construido sobre ella. La centralización del Estado, que la sociedad moderna
necesita, sólo se levanta sobre las ruinas de la máquina burocrático-militar de
gobierno, forjada por oposición al feudalismo.
Las condiciones de los campesinos
franceses nos descubren el misterio de las elecciones generales del 20 y el 21
de diciembre, que llevaron al segundo Bonaparte al Sinaí pero no para recibir
leyes, sino para darlas.
Manifiestamente, la burguesía no
tenía ahora más opción que elegir a Bonaparte. Cuando, en el Concilio de
Constanza [79], los puritanos se quejaban de la vida licenciosa de los papas y
gemían acerca de la necesidad de reformar las costumbres, el cardenal Pierre
d'Ailly dijo, con voz tonante: «¡Cuando sólo el demonio en persona puede salvar
a la Iglesia católica, vosotros pedís ángeles!» La burguesía francesa exclamó
también, después del coup d'état: ¡Sólo el jefe de la Sociedad del 10 de
Diciembre puede ya salvar a la sociedad burguesa! ¡Sólo el robo puede salvar a
la propiedad, el perjurio a la religión, el bastardismo a la familia y el
desorden al orden!
Bonaparte, como poder ejecutivo
convertido en fuerza independiente, se cree llamado a garantizar el «orden
burgués». Pero la fuerza de este orden burgués está en la clase media. Se cree,
por tanto, representante de la clase media y promulga decretos en este sentido.
Pero si es algo, es gracias a haber roto y romper de nuevo diariamente la
fuerza política de esta clase media. Se afirma, por tanto, como adversario de
la fuerza política y literaria de la clase media. Pero, al proteger su fuerza
material, engendra de nuevo su fuerza política. Se trata, por tanto, de
mantener viva la causa, pero de suprimir el efecto allí donde éste se
manifieste. Pero esto no es posible sin una pequeña confusión de causa y
efecto, pues al influir el uno sobre la otra y viceversa, ambos pierden sus
características distintivas. Nuevos decretos que borran la linea divisoria.
Bonaparte [496] se reconoce al mismo tiempo, frente a la burguesía, como
representante de los campesinos y del pueblo en general, llamado a hacer
felices dentro de la sociedad burguesa a las clases inferiores del pueblo.
Nuevos decretos, que estafan de antemano a los «verdaderos socialistas» [80] su
sabiduría de gobernantes. Pero Bonaparte se sabe ante todo jefe de la Sociedad
del 10 de Diciembre, representante del lumpemproletariado, al que pertenece él
mismo, su entourage [*]*, su Gobierno y su ejército, y al que ante todo le
interesa beneficiarse a sí mismo y sacar premios de lotería californiana del
Tesoro público. Y se confirma como jefe de la Sociedad del 10 de Diciembre con
decretos, sin decretos y a pesar de los decretos.
Esta misión contradictoria del
hombre explica las contradicciones de su Gobierno, el confuso tantear aquí y
allá, que procura tan pronto atraerse como humillar, unas veces a esta y otras
veces a aquella clase, poniéndolas a todas por igual en contra suya, y cuya
inseguridad práctica forma un contraste altamente cómico con el estilo
imperioso y categórico de sus actos de gobierno, estilo imitado sumisamente del
tío.
La industria y el comercio, es
decir, los negocios de la clase media, deben florecer como planta de estufa
bajo el Gobierno fuerte. Se otorga un sinnúmero de concesiones ferroviarias.
Pero el lumpemproletariado bonapartista tiene que enriquecerse. Manejos
especulativos con las concesiones ferroviarias en la Bolsa por gentes iniciadas
de antemano. Pero no se presenta ningún capital para los ferrocarriles. Se
obliga al Banco a adelantar dinero a cuenta de las acciones ferroviarias. Pero,
al mismo tiempo, hay que explotar personalmente al Banco, y, por tanto,
halagarlo. Se exime al Banco del deber de publicar semanalmente sus informes.
Contrato leonino del Banco con el Gobierno. Hay que dar trabajo al pueblo. Se
ordenan obras públicas. Pero las obras públicas aumentan las cargas tributarias
del pueblo. Por tanto, rebaja de los impuestos mediante un ataque contra los
rentistas, convirtiendo las rentas al 5 por 100 en rentas al 4 ½ por 100. Pero
hay que dar un poco de miel a la burguesía. Por tanto, se duplica el impuesto
sobre el vino para el pueblo, que lo bebe en detail [*], y se rebaja a la mitad
para la clase media, que lo bebe en grós [*]*. Se disuelven las asociaciones
obreras existentes, pero se prometen milagros de asociación para el porvenir.
Hay que ayudar a los campesinos: Bancos hipotecarios, que aceleran su
endeudamiento y la concentración de la propiedad. Pero a estos Bancos hay que
utilizarlos para sacar dinero de los [497] que se preste a esta condición, que
no figura en el decreto, y el Banco hipotecario se queda reducido a mero
decreto, etc., etc.
Bonaparte quisiera aparecer como
el bienhechor patriarcal de todas las clases. Pero no puede dar nada a una sin
quitárselo a la otra. Y así como en los tiempos de la Fronda se decía del duque
de Guisa que era el hombre más obligeant [*]** de Francia, porque había
convertido todas sus fincas en obligaciones de sus partidarios, contra él
mismo, Bonaparte quisiera ser también el hombre más obligeant de Francia y
convertir toda la propiedad y todo el trabajo de Francia en una obligación
personal contra él mismo. Quisiera robar a Francia entera para regalársela a
Francia, o mejor dicho, para comprar de nuevo a Francia con dinero francés,
pues como jefe de la Sociedad del 10 de Diciembre tiene necesariamente que
comprar lo que quiere que le pertenezca. Y en institución del soborno se
convierten todas las instituciones del Estado: el Senado, el Consejo de Estado,
el Cuerpo Legislativo, la Legión de Honor, la medalla del soldado, los
lavaderos, los edificios públicos, los ferrocarriles, el Estado Mayor de la
Guardia Nacional sin soldados rasos, los bienes confiscados de la casa de
Orleáns. En medio de soborno se convierten todos los puestos del ejército y de
la máquina de gobierno. Pero lo más importante en este proceso es que se toma a
Francia para entregársela a ella misma, son los tantos por ciento que durante
la operación de cambio se embolsan el jefe y los individuos de la Sociedad del
10 de Diciembre. El chiste con el que la condesa L., la amante del señor de
Morny, caracterizaba la confiscación de los bienes orleanistas: «C'est le
premier vol de l'aigle» [*] [«Es el primer vuelo (robo) del águila»], puede
aplicarse a todos los vuelos de este águila, que más que águila es cuervo.
Tanto él como sus adeptos se gritan diariamente, como aquel cartujo italiano al
avaro, que contaba jactanciosamente los bienes que habría de disfrutar durante
largas años: «Tu fai conto sopra i beni, bisogna prime far il conto sopra gli
anni» [*]*. Para no equivocarse en los años, echan las cuentas por minutos. En
la corte, en los ministerios, en la cumbre de la administración y del ejército,
se amontona un tropel de bribones, del mejor de los cuales puede decirse que no
se sabe de dónde viene, una bohème estrepitosa, sospechosa y ávida de saqueo,
que se arrastra en sus casacas galoneadas con la misma grotesca dignidad que
los grandes dignatarios de Soulouque. Si queremos representarnos plásticamente
esta capa superior de la Sociedad del 10 de Diciembre, nos basta con saber que
[498] Véron-Crevel [*]** es su predicador de moral y Granier de Cassagnac su
pensador. Cuando Guizot, durante su ministerio, utilizó a este Granier en un
periodicucho contra la oposición dinástica, solía ensalzarlo con esta frase:
«C'est le roi des drôles», «es el rey de los bufones». Sería injusto recordar a
propósito de la corte y de la tribu de Luis Bonaparte a la Regencia [81] o a
Luis XV. Pues «Francia ha pasado ya con frecuencia por un gobierno de
favoritas, pero nunca todavía por un gobierno de chulos» [*]***.
Acosado por las exigencias
contradictorias de su situación y al mismo tiempo obligado como un
prestidigitador a atraer hacia sí, mediante sorpresas constantes, las miradas
del público, como hacia el sustituto de Napoleón, y por tanto a ejecutar todos
los días un golpe de Estado en miniatura, Bonaparte lleva el caos a toda la
economía burguesa, atenta contra todo lo que a la revolución de 1848 había
parecido intangible, hace a unos pacientes para la revolución y a otros
ansiosos de ella, y engendra una verdadera anarquía en nombre del orden,
despojando al mismo tiempo a toda la máquina del Estado del halo de santidad,
profanándola, haciéndola a la par asquerosa y ridícula. Copia en París, bajo la
forma de culto del manto imperial de Napoleón, el culto a la sagrada túnica de
Tréveris [82]. Pero si por último el manto imperial cae sobre los hombros de
Luis Bonaparte, la estatua de bronce de Napoleón se vendrá a tierra desde lo
alto de la Columna de Vendôme [83].
Escrito por C. Marx en diciembre
Se publica de acuerdo con el
de 1851-marzo de 1852. texto de
la edición de 1869.
Publicado como primer número de
la Traducido del alemán.
revista "Die
Revolution" en 1852,
en Nueva York.
Firmado: Karl Marx
NOTAS
[*] Dentro de cincuenta años,
Europa será republicana o cosaca. (N. de la Edit.)
[**] República cosaca. (N. de la
Edit.)
[***] O sea, Francia después del
golpe de Estado de 1851. (N. de la Edit.)
[*] Es el triunfo completo y
definitivo del socialismo. (N. de la Edit.)
[**] Shakespeare.
"Hamlet", acto I, escena 5. (N. de la Edit.)
[*] Queda prohibida la
investigación de la paternidad. (N. de la Edit.)
[76] 255. Cévennes: zona
montañosa de la provincia francesa de Languedoc, donde se alzaron los
campesinos en 1702-1705. La insurrección, provocada por las persecuciones a los
protestantes, adquirió un acusado carácter antifeudal.- 491
[77] 203. Alusión al motín
contrarrevolucionario de la Vendée (provincia occidental de Francia), levantado
en 1793 por los realistas franceses que utilizaron a los campesinos atrasados
de esta provincia para luchar contra la revolución francesa.- 373, 491
[**] La muchedumbre vil. (N. de
la Edit.)
[78] 241. Alusión al libro de
Luis Bonaparte "Des idées napoléoniennes" ("Las ideas
napoléonicas"), aparecido en París en 1839.- 444, 492
[*] «Orden material». (N. de la
Edit.)
[**] El orgullo. (N. de la Edit.)
[*] Los que se obligaban a servir
en el ejército, en sustitución de los que eran llamados a filas. (N. de la
Edit.)
[79] 256. El Concilio de
Constanza (1414-1418) fue convocado con el fin de fortalecer el catolicismo
cuya unidad había sido quebrantada por el naciente movimiento reformista.- 495
[80] 179. Alusión a las obras de
los representantes del socialismo alemán o «verdadero», corriente reaccionaria
que se extendió en Alemania en los años 40 del siglo XIX principalmente entre
la intelectualidad pequeñoburguesa.- 323, 496
[**] Los que le rodean. (N. de la
Edit.)
[*] Al por menor. (N. de la
Edit.)
[**] Al por mayor. (N. de la
Edit.)
[***] Obsequioso. (N. de la
Edit.)
[*] La palabra vol significa
vuelo y robo.
[**] «Cuentas los bienes, cuando
lo que debieras contar son los años».
[***] En su obra "La Cousine
Bette", Balzac presenta en Crevel, personaje inspirado en el Dr. Véron,
propietario del periódico "Constitutionnel", al tipo del filisteo más
libertino de París.
[81] 257. Se refiere a la
regencia de Felipe de Orleáns en Francia entre 1715 y 1723 durante la minoría
de edad de Luis XV.- 498
[****] Palabras de Madame
Girardin.
[82] 258. La sagrada túnica de
Tréveris: la que vestía supuestamente Cristo al morir crucificado. Se
conservaba en la catedral de Tréveris (Alemania Occidental) como reliquia de
los católicos. Era objeto de adoración de los peregrinos.- 498
[83] 210. La Columna de Vendôme
fue erigida en 1806-1810 en París en memoria de las victorias de la Francia
Napoleónica; se fundió con el bronce de los cañones enemigos y está coronada
con una estatua de Napoleón. El 16 de mayo de 1871, según disposición de la
Comuna de París, la Columna de Vendôme fue derribada; en 1875 fue restablecida
por la reacción.- 405, 498
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